Tuesday, January 16, 2007

LA SENTENCIA DE LA CIDH

Sin duda que para nosotros, los peruanos, como actores directos de la tragedia del terrorismo que vivimos en los años ochenta, la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que fija indemnizaciones para las víctimas o los deudos de los reclusos por terrorismo que fueron pasibles de ejecuciones extrajudiciales en el penal Castro Castro en el año de 1992 nos parece chocante y hasta aberrante. Chocante y aberrante indemnizar a terroristas o a los deudos de estos (aparte de otras cosas como las inscripciones de sus nombres en “el ojo que llora” ubicado en el Campo de Marte o el homenaje de desagravio público), después de todo, el mal que sembraron en el país y que causó tantas pérdidas humanas irreparables, aparte de las materiales en infraestructura destruida, todavía las recordamos aquellos que sufrimos en carne propia la insania del terror.

Y cada vez estoy más convencido que “el caldo de cultivo” del terrorismo en el Perú no se debió a las condiciones de pobreza existentes como todavía algunos tozudamente sostienen, sino que el detonante fue un grupúsculo de izquierda altamente ideologizado y que pasó de las palabras a los hechos hacia fines de los años setenta. Quien haya tenido alguna vez contacto con algún militante de Sendero Luminoso se dará cuenta que eran tan fanáticos como un predicador evangélico de estos tiempos, sólo que en vez de anunciar el paraíso en el cielo, lo preconizaban aquí, en la tierra.

Por todo lo que pasamos, la sentencia de la CIDH iba a causar irritación y rechazo en la sociedad y una vez más se habla de “salirnos de la Corte”.
La CIDH no es infalible, se equivoca como cualquier organismo colegiado, como se pueden equivocar nuestros jueces cuando fallan en un caso. Humana est. Pero, hay un hecho que es importante rescatar de todo este mar de confusiones en que nos hemos visto envueltos a raíz del fallo. Podemos estar en lo subjetivo, en nuestro fuero íntimo, de acuerdo o en desacuerdo con el fallo, pero lo que no debemos olvidar es que estamos en un Estado de Derecho, y como tal, debemos respetar y acatar los fallos de los organismos internacionales a los que estamos sujetos, nos guste o no nos guste. Esa es la diferencia entre actuar como un presidente responsable y sometido a la ley y otro de tipo caudillesco, manipulador, que cree que el Estado y el país es su feudo privado.

Debemos diferenciar muy bien entre los criminales terroristas que tanto daño hicieron al país y el Estado de Derecho que no se puede rebajar a su condición, bajo el riesgo de irnos nosotros mismos como estado y sociedad deteriorándonos gradualmente e igualándonos a ellos.
Cuando el Estado de Derecho usa las mismas armas que los terroristas (asesinatos extrajudiciales, desapariciones forzosas, uso de tortura, chantaje, etc.) baja a su condición y sobretodo se resiente la legalidad, de allí a caer en la oscuridad y la anomia social apenas hay un paso.

Por eso llama mucho la atención que el presidente de la república, Alan García, actuando de forma impulsiva, manipulatoria y muy temeraria, a fin de ganar réditos políticos inmediatos con el tema, haga anuncios como que no acatará el fallo o, peor aún, insista en su proyecto de la pena de muerte para los terroristas (mucho peor cuando se ha demostrado que no es disuasiva). Como presidente de todos los peruanos está obligado a guardar la serenidad del caso y no a los impulsos a que nos tenía acostumbrados en su primer gobierno, cuando confundía la fantasía megalomaníaca de poder con el gobernar. Ganar réditos políticos con un tema como el terrorismo hará aumentar su rating en las encuestas, eso es evidente, pero, como bien sube, fácilmente bajará de nuevo, ya que la opinión pública es altamente voluble (la opinión pública se parece a la mujer ligera de cascos: cambia fácilmente de novio o de amante).

Aparte que es un contrasentido lógico del propio AGP: la CIDH lo favoreció con un fallo cuando Fujimori lo perseguía, sentencia con la cual reforzó su imagen de perseguido político y de procesado al que amparaba la razón y el derecho; y, ahora, cuando es presidente en ejercicio niega un fallo de la misma corte que lo benefició antaño.
Además que con su negativa a acatar el fallo, avala tácitamente las ejecuciones extrajudiciales perpetradas durante el gobierno de Fujimori (recordemos que los hechos que dan origen al fallo de la CIDH datan del año 1992, poco después del “autogolpe” de su primer mandato) y por extensión a las violaciones sistemáticas a los derechos humanos producidas durante el fujimorato. (Aunque los más suspicaces sostienen que la ardorosa defensa de AGP de la pena de muerte y de las ejecuciones extrajudiciales a terroristas más se debe a interés propio que ajeno, en vista que se ha reabierto el caso de las ejecuciones extrajudiciales acaecidas en El Frontón durante su primer gobierno).

Si dejamos de lado el estado de derecho y buscamos sólo el cortoplacismo de la elusiva aceptación popular, al final de cuentas buscaremos coartadas para saltarnos al propio estado de derecho y al principio de legalidad, amén de las garantías que nuestra propia constitución señala, y así se justificaría disolver el congreso como lo hizo Fujimori en el 92 y que tanta aceptación le supuso en su momento o manipular los medios o, lo que sería más ruin, manejar el estado como una chacra personal, similar a lo que hace su homólogo Hugo Chávez en Venezuela (con el cual se da ahora besos y abrazos luego de haberse apuñalado mutuamente).

Para terminar, quisiera resaltar un hecho que también ha sido manipulado por los medios y por varios políticos: el fallo de la CIDH habría resuelto sobre cosas no pedidas por las partes, como el homenaje de desagravio público o las inscripciones del nombre de los caídos en el “ojo que llora”. Llama mucho la atención que incluso algunos colegas abogados hallan manifestado que el fallo es “extrapetita” (es decir que excede a lo pedido por las partes), confundiendo –presumo que por desconocimiento- lo que es un fallo en el fuero civil y otro muy distinto en el fuero constitucional.
En el fuero civil los procesos se inician, se tramitan y se concluyen sólo por iniciativa de parte, debido a que se trata de derechos de libre disponibilidad de estas, por lo que pueden abandonar el proceso en cualquier momento, transigir sobre los derechos reclamados, renunciar a estos, etc. Es por eso también que el juez no puede resolver más allá de lo peticionado por las partes.
En el fuero constitucional, al ser los derechos aquellos intrínsecos a la naturaleza del ser humano, parte integrante y consustancial del hombre, como sería el derecho a la vida, el magistrado puede resolver más allá de lo peticionado por la parte agraviada e incluso disponer otras medidas que sean resarcitorias moralmente y que contribuyan a la paz social, sobretodo en países que vivieron fuertes convulsiones sociales como fue el nuestro en los años ochenta (y que parecía que en cierto momento, entre los ataques demenciales del terror, la hiperinflación y el desgobierno del primer mandato de AGP, el pobre Perú iba a desaparecer). Esa es la razón por la que la CIDH resuelve “extrapetita”, a pesar de no haber sido pedido por las partes, como un resarcimiento moral por parte del Estado, en vista que fue el perpetrador de las violaciones a los derechos humanos, por eso el homenaje público de desagravio y la inscripción de los nombres de los ejecutados extrajudicialmente en “el ojo que llora” (aunque Mario Vargas Llosa afirma que, desde hace mucho tiempo atrás y a pedido de los deudos, ya están inscritos).

No es correcto afirmar tampoco, como ciertos medios han propalado, que la CIDH es “terruca” o amiga de los “terrucos”, pensamiento reaccionario que nos hace retroceder al clima de intolerancia del Perú de los años 30 (cuando –paradójicamente- era el APRA la acusada por la derecha más recalcitrante de las peores perversiones y males, y sus dirigentes, calificados poco menos que discípulos del mismo Lucifer).
La finalidad de la medida resarcitoria en el plano moral tiende a buscar la paz social como un valor supremo y que se condice con una sociedad civilizada y un estado de derecho. Como una especie de reconocimiento de errores cometidos en el pasado por el propio estado y que es necesario afrontar para mirar con mayor firmeza y seguridad el futuro, volteando una página bastante oscura de nuestra historia. Ese es el significado del resarcimiento moral de las inscripciones y el desagravio público, no otro.

Un presidente debe ser el primero en dar el ejemplo de respetar el estado de derecho y no de obviarlo o resentirlo, y muchas veces debe de tomar decisiones difíciles e impopulares, como acatar el fallo de la CIDH. Al final de cuentas, las decisiones más difíciles e impopulares son con las que se construye el futuro, las otras, las que buscan la aceptación inmediata del pueblo, el aplauso coral de la masa, duran lo que una sonrisa que se desvanece fácilmente y cae en el olvido.
Eduardo Jiménez J.
ejjlaw@yahoo.es

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