Tuesday, February 27, 2007

LA REFORMA DEL ESTADO

Hablar o escribir acerca de la reforma del estado implica establecer una posición ideológica previa de quien habla o escribe sobre el tema, salvo que se quiera pasar desapercibido, asépticamente puro, como ha sucedido con algunos que han opinado sobre el tema. Es así que para los neoliberales, la reforma del estado solo pasa por una mejor eficiencia de la administración pública (uso de la informática, simplificación administrativa, mejor atención al usuario) y una sensible reducción del personal (despidos); mientras que para los estatistas, una reforma no necesariamente pasa por un estado más elástico y con reacciones más prontas, sino por la creación de empresas públicas o de más ministerios a fin de atender las demandas sociales.

Sin embargo, la reforma del estado pasa necesariamente por saber qué tipo de estado queremos. Y allí es donde surgen las divergencias abismales.

Ya Fujimori había planteado una reforma del aparato estatal en los años iniciales de su primer gobierno que significó una disminución de la planilla burocrática y una reducción de ministerios, así como la creación de “islotes de eficiencia” dentro del aparato burocrático: oficinas descentralizadas funcionales, personal técnico muy calificado e infraestructura moderna (Indecopi, Sunat, Sunarp). Lamentablemente la búsqueda de la re-reelección dejó “congelado” el proyecto donde intervinieron jóvenes tecnócratas neoliberales (una de ellas fue la conocida periodista y abogada Rosa María Palacios).

Pero, una reforma más amplia y profunda abarca temas como la reforma institucional, el acceso a un estado más democrático, inclusivo y moderno, que satisfaga las demandas sociales de la sociedad, de un estado más ágil y flexible, y, pasa también por una necesaria reconversión de las fuerzas armadas y fuerzas policiales; en fin, de un estado más hacia el siglo XXI y hacia un país más moderno. Una reforma del estado igualmente implica una reforma judicial profunda y un sistema que permita la redistribución de los beneficios a todos (“el chorreo”). Y para todo eso es necesario tener objetivos previos claros y bien definidos. Se trata de un proyecto a largo plazo y que demora más de un gobierno, por lo que requiere continuidad institucional.

Pero, considerando que el ejecutivo prefiere no arriesgar demasiado en cada paso que da (costo político bajo), lo más probable es que una “reforma del estado” pase por un camino más modesto que será lanzado con bombos y platillos en el más optimista de los panoramas para después caer en el olvido cuando el tema haya perdido su encanto mediático. No esperemos más.

Post scriptum: Luego de la crisis ministerial y desafección de Pilar Mazzetti en el Ministerio del Interior, ha asumido funciones Luis Alva Castro, el mismo que fue gran responsable de la hiperinflación de 1988-90, al permitir en los años previos de su premierato y mando en el MEF, durante el primer gobierno de Alan García, la emisión inorgánica de papel moneda. Ahora no está en esa sensible cartera (felizmente), pero es de temer que el Mininter se cope de “compañeros” y que la moralización quede en un bonito anuncio inaugural. Ojalá me equivoqué, pero no le veo condiciones de asumir un liderazgo de reforma en un ministerio donde salta la pus apenas se aprieta un poco.
Eduardo Jiménez J.
ejjlaw@yahoo.es


Thursday, February 22, 2007

¿CONSTITUCIÓN DE 1979 O DE 1993?

Cada cierto tiempo, y por las más distintas razones, emerge el debate constitucional que se reduce a dos opciones: o regresar a la Carta Política de 1979 o mantener la vigente. Ambas posiciones sostienen la idea que son necesarias reformas previas, se trate de retornar a la carta derogada o de continuar con la actual.

Si bien cada posición es muy respetable, sin embargo sus argumentos más que jurídicos o sociales, son de carácter retórico. Así, por ejemplo, los “retornistas” a la Constitución del 79, sostienen que es la carta prístina, constitucionalmente “pura”, “legítima en sus orígenes”, mientras que la otra es una carta espuria (algo así como antaño era procrear un hijo fuera del matrimonio), un hijo “bastardo” concebido para satisfacer las bajas pasiones de la reelección del autócrata a fin de perpetuarse en el poder, por lo que al ser promulgada por un dictador sería nula desde sus orígenes; en cambio, para los “vigentistas”, la carta del 79 está desfasada y no podemos regresar al pasado debido a que traería inestabilidad jurídica y económica, espantaría a las inversiones, además que la carta del 93 trae consigo instituciones nuevas que no tenía la anterior y su régimen económico está más acorde con los nuevos tiempos.

Sin embargo, el debate es bizantino. El asunto no es tanto retornar a una carta o mantener la actual (o incluso elaborar una nueva carta “desde cero” como proponen algunos). La cuestión reside más en la necesidad o no de cambiar la carta y de ser necesario en qué cambiarla, así como de la coyuntura o del momento para realizarlo.

Y no es tan fácil como parece.

En primer lugar, cabe la pregunta ¿quién realiza las reformas, el actual congreso o una asamblea constituyente ex profeso?
Los legalistas y apegados a la literalidad del texto de la carta política vigente sostendrán que el actual congreso está facultado para realizar el cambio, toda vez que el mismo texto constitucional los faculta; en cambio los que sostienen que debe ser una asamblea constituyente convocada ex profeso sostienen que el actual congreso no ha recibido mandato alguno del pueblo para realizar semejantes cambios, que deben ser hechos más bien por una asamblea convocada para tal finalidad.

Desde el inicio existe un problema de legitimidad, ¿quién se encargará de la reforma, el congreso en funciones o una asamblea constituyente constituida para tal fin?

La legitimidad se verá afectada de tomar cualquiera de los dos caminos, además que la composición de una eventual Asamblea Constituyente sería muy distinta al parlamento actual, lo que va a provocar evidentemente ciertas rencillas y algún que otro gesto de folclorismo político, dependiendo de la calidad de los recursos humanos que la conformen; aparte que el presente congreso no se caracteriza por tener constitucionalistas de primer nivel, salvo una que otra honrosa excepción.

Pero supongamos (ceteris paribus como dirían los economistas) que el problema queda resuelto y que por razones pragmáticas y de presupuesto, se decide que sea el congreso en funciones el encargado de la reforma de la carta.

Si el punto es cambiar el texto constitucional, no podría ser realizado sin proponer el Legislativo un amplio debate en la sociedad y sobretodo que la constitución aprobada no quede en un cambio meramente retórico, sino que los cambios sean sustanciales, vale decir, sentar un pacto fundacional que tenga comprometida a la sociedad, y para ello es necesario que el mismo Congreso legisle críticamente.

Una constitución no es solo “la ley de leyes” (como huachafamente dicen algunos - con el perdón de Hans Kelsen-), sino que una constitución es el acuerdo social, político y económico que toma una nación en un momento determinado de su historia. Es el compromiso que realiza un grupo social para decidir cómo y hacia dónde vamos y, sobretodo, cuáles son las herramientas, garantías y limitaciones de ese pacto. En pocas palabras, una constitución es un proyecto nacional de bien común.

Veamos algunos problemas que deberían ser tratados honesta y seriamente al momento de reformar la carta.

Por ejemplo, si reformamos la estructura del Estado (la parte orgánica de la constitución), vamos a tener que muchas instituciones deben ser puestas al día, acorde con la época, entre ellas el vetusto y criticado Poder Legislativo y su par el Poder Judicial.

¿Introduciremos como reforma la renovación por tercios o por mitades del congreso como tantas veces se ha planteado? O, ¿seguimos con el régimen unicameral, perfeccionándolo, o regresamos al bicameral? Las respuestas a estas preguntas plantean un desafío para el Poder Legislativo, no sólo intelectual, sino de desprendimiento en aras del interés nacional. ¿Se sacrificarán los actuales congresistas a fin de favorecer un mayor perfeccionamiento institucional que ponga de nuevo en el nivel que le corresponde al primer poder del estado? O, para decirlo de otra manera, ¿renunciarán los actuales congresistas a sus cinco años de mandato y se someterán a una fiscalización y mayor transparencia crítica de la sociedad? ¿Promoverán las causales de vacancia del congresista? ¿Renunciarán a la inmunidad parlamentaria absoluta?

O, analicemos el Poder Judicial. ¿Seguiremos designando al Presidente de este importante poder del estado como hasta ahora (sólo un puñado de vocales, que entre ellos reunidos, designan al presidente de la Corte Suprema) o iremos a la elección por votación universal y secreta de todos los magistrados de la república para que elijan a su más alto representante nacional? O, ¿seguiremos con una Corte Suprema centralizada y burocrática, o vamos a la descentralización de la máxima instancia judicial? Y, si vamos a las instancias inferiores, ¿implementaremos el sistema de jurados para los casos penales, a fin que sea la propia sociedad quien decida sobre la pena que impone al autor de un delito?

Sobre el Poder Ejecutivo, en un país que cuenta más con caudillos que con instituciones sólidas, seguiremos con la reelección del presidente de la república pasado un período o vamos a un mandato corto de cuatro años con posibilidades de una sola reelección inmediata y de allí nunca más vuelve a postular a cargo público alguno. ¿Se atreverá algún líder de partido político con aspiraciones presidenciales ha proponer algo así?

En cuanto a la descentralización política, ¿iremos hacia un gobierno federal con autonomías regionales plenas o nos quedaremos con el gobierno unitario y centralista? La decisión no es sencilla y requiere de mucho coraje político, porque de tomarse el primer camino significará el ocaso de los grandes caudillos nacionales y el inicio de otra forma de hacer y entender la política.

O, vayamos a los organismos electorales. Desde la vigencia de la actual constitución ha existido un debate entre los que sostienen que se debe regresar a la antigua forma donde el Jurado Nacional de Elecciones era quien elaboraba el padrón electoral, convocaba a elecciones, llevaba a cabo el sufragio y resolvía las controversias; es decir, era órgano administrativo, ejecutor y dirimente. Todo a la vez. Y los que prefieren mantener la actual conformación, por considerarla más moderna y eficaz administrativa y jurisdiccionalmente.
Los que quieren regresar a la usanza antigua aportan solo argumentos trillados, como el consabido “fraude”, olvidando que ya llevamos dos elecciones generales (la de 2001 y la de 2006) con el sistema electoral tripartito sin que nadie haya denunciado seriamente fraude alguno. ¿Nos quedamos con el actual sistema perfeccionándolo o regresamos al antiguo? Pregunta difícil de responder sin dejar de lado el apasionamiento político y sobretodo si no se cuenta con conocimientos técnicos para absolverla, lo que muy pocos políticos tienen.

Existen más preguntas que se pueden hacer si se trata de una verdadera reforma constitucional. Creo que con las expuestas es suficiente como para reflexionar que el asunto no es simplemente “cambiar la carta”, sino porqué cambiarla.

Examinemos ahora la constitución económica o el régimen económico constitucional.
El régimen económico de la Carta del 79 es totalmente distinto al de la Carta del 93.
Obedecen a concepciones económicas totalmente diferentes, mientras la carta del 79 tiene un esquema keynesiano, en el cual se le otorga al Estado un papel bastante activo, de un dirigismo estatal muy marcado; la actual se encuentra dentro de la concepción económica neoliberal, de laissez faire absoluto y con una participación secundaria y bastante tímida del Estado. Las explicaciones de uno y otro modelo obedecen a la ideología que los sustenta y al contexto socio-económico mundial en que fueron promulgadas ambas cartas y cuya repercusión se sintió también en nuestro país.
¿Con cuál nos quedamos? Algunos, sin pestañear, proponen retornar al régimen económico de la Constitución del 79, como si en el Perú y el mundo no habría pasado nada en los últimos treinta años. Otros, inclinados al liberalismo mercantil, proponen no tocar ni una coma del contenido económico de la Carta del 93. Personalmente estoy inclinado a una mixtura de ambos regímenes. Los dos contienen instituciones útiles y merecen rescatarse, no podemos a rajatabla condenar uno para imponer el otro, aunque la “combinación” requiere una delicada operación quirúrgica que armonice las instituciones de ambas concepciones, en un marco que le permita una participación regulatoria y empresarial activa al Estado, pero respetando las reglas del mercado y sin caer en un controlismo o dirigismo absoluto, donde debe primar el interés público pero sin descuidar los micro intereses particulares que se mueven en la sociedad y que son el motor de la riqueza. (En lo particular me inclino por tomar como base para la reforma del régimen económico a la carta del 93, debido a que la del 79 es excesivamente reglamentarista y controlista, pero eso sí, rescatando de esta última ciertas instituciones importantes que contiene).

Y, para terminar, en la parte dogmática de la constitución, la referente a los derechos fundamentales de la persona, ¿seguiremos con la costumbre de seguir incorporando más derechos constitucionales que quedan en el papel o nos esforzaremos por hacer realidad siquiera alguno de ellos? Hasta ahora, por ejemplo, la universalidad del seguro social sigue siendo un buen deseo más que una tangible realidad. Si cada gobierno democrático desde 1980 en adelante se hubiera propuesto en serio hacer realidad siquiera un derecho social durante su mandato, hoy la situación de millones de peruanos sería muy distinta.

Como vemos, la discusión tal como está planteada a fin de decidir con cuál constitución política nos quedamos es más retórica que real, con un discurso bastante pobre, repetitivo, carente de ideas originales y más bien repleto de clichés, que no afectará para nada la vida de los millones de peruanos de a pie; y, quizás nos encontremos que de aquí a algunos años, cuando se presente alguna crisis política bastante seria, estaremos de nuevo hablando de “una nueva constitución”. La sociedad va por un lado, mientras que los promotores de la discusión bizantina viven encerrados en su torre de marfil o de sus propios intereses.
Eduardo Jiménez J.
ejjlaw@yahoo.es

Tuesday, February 13, 2007

GRATUIDAD DE LA EDUCACIÓN UNIVERSITARIA, ¿ES POSIBLE?

Creo que ha todos nos gustan las cosas gratis, también es cierto que existen ciertos derechos sociales que se han conseguido a lo largo del tiempo, entre ellos la gratuidad de la educación; pero más allá de los derechos “conquistados” o del gusto que se tiene por lo que no cuesta nada (vean las “colas” que se forman hasta para conseguir gratis una galletita con mermelada), preguntémonos un momento si es posible una buena educación pública superior cien por cien gratuita.

Sería lo ideal, pero la respuesta salta a la vista. Es imposible.

De allí que el proyecto de la congresista Martha Hildebrandt* haya causado tanto revuelo y sobretodo porqué va contra lo políticamente correcto. Lo políticamente correcto en este caso es desgarrarse las vestiduras en público y vociferar a voz en cuello que eso es una salvajada, una herejía, que es atentar contra los más pobres, que el Estado debe de poner más dinero en las universidades públicas, que vamos hacia su privatización y otros argumentos más de carácter retórico. Es alinearse con aquellos que quieren mantener el statu quo, dejar las cosas como están, con los grupos de interés de por medio, a pesar que la educación pública universitaria es deficiente y en muchos casos mediocre (aunque la privada, salvo contadísimas excepciones, no escapa tampoco a esas características).

Todo depende del cristal con que se mire. Para un estatista, cualquier reforma educativa es solo sinónimo de más rentas. Para un neoliberal, significa solo privatizar lo público y mantener una costra de privilegios. Sin embargo, la realidad es más compleja.

Se ha dicho que el proyecto de la congresista Hildebrandt es anticonstitucional.
Argumento persuasivo a fin de conseguir adeptos a una posición (se ha convertido en un cliché abogadil cuando se quiere opinar en contra de algo) que real. Veamos porqué.

La carta de 1993 no universaliza la educación superior gratuita, sino que la condiciona a dos presupuestos básicos: estado socio-económico del estudiante y rendimiento académico (art. 17º, primer párrafo, de la Constitución Política). Ambos presupuestos son copulativos. Vale decir que si se aplicara la carta vigente estrictamente muchos de los incluso estudiantes de pregrado actuales (los de posgrado de las universidades públicas pagan sus derechos de enseñanza como en cualquier universidad privada) deberían pagar por sus estudios. Se estima que la cifra de estudiantes que provienen de un colegio privado y que ingresan a una universidad pública oscila entre el treinta y el cincuenta por ciento, dependiendo de la universidad a la que ingresen.
Por lo tanto, el proyecto de la congresista Hildebrandt no sería inconstitucional, se está ciñendo estrictamente a la carta vigente.

Ahora veamos la parte fáctica o real. El quid del asunto son las rentas y como administrarlas. Es cierto que las rentas de las universidades públicas siempre son escasas, pero como sucede con la educación escolar pública, la solución es más compleja que el simple aumento salarial a los profesores o implementar una mejor infraestructura, cosas importantes pero no las únicas.
Tan importante como las rentas es el saber administrarlas, y en este aspecto algunas universidades públicas se han caracterizado por no ser muy racionales en la utilización de sus recursos, mientras otras sí. Igual sucede con la generación de recursos propios. Existen universidades públicas que se las han ingeniado para generar sus propios recursos. Uno de los filones son los posgrados, que si bien son pagados, cuestan un poco menos que en una universidad privada, igual sucede con los diplomados, los cursos libres, seminarios y demás que imparten abiertos a todo el público.

Y, si queremos ir un poco más lejos, un cambio sustancial pasa también por algo desagradable para la mayoría de docentes, pero necesario: la evaluación periódica y la posibilidad de expulsar de sus filas a los malos profesores, y abrir las puertas al ingreso de docentes de otras universidades. Es sabido que en ciertas universidades públicas no admiten profesores de otras universidades, por más que tengan méritos académicos, prefiriendo a un profesor mediocre que sale de sus claustros y que simpatiza o tiene un carné partidario con el grupo político que detenta el poder en esa universidad, que a otro mejor preparado pero que proviene de una universidad distinta. Es la típica concepción del feudo medieval. Es mi “propiedad” y nadie ingresa.

También se hace necesaria y urgente una nueva ley universitaria acorde con los nuevos tiempos, debido a que la vigente hace tiempo que quedó desfasada. Esperemos que en el Congreso se pongan a trabajar seriamente un proyecto que sea sólido, coherente y realista.

Estamos seguros que el proyecto de la congresista Hildebrandt dormirá el sueño de los justos en alguna Comisión legislativa, políticamente no conviene, a pesar que la realidad y los hechos incontrovertibles digan lo contrario.
* Proyecto de ley Nº 939/2006-CR
Eduardo Jiménez J.
ejjlaw@yahoo.es