Monday, January 28, 2008

EL PORNO Y YO

Mi primera relación con el porno fue en secundaria. Tendría unos quince o dieciséis años cuando un compañero de clase trajo una revista extranjera que contenía fotografías bastante explícitas. El texto no lo entendíamos, pero las fotos daban cuenta muy evidente y sin tapujos del sexo oral que una mujer le practicaba a un hombre. Era la primera vez que veíamos imágenes de hombres y mujeres desnudos teniendo sexo. En aquella época –inicios de los setenta, cuando los militares gobernaban el país- solo se encontraba material porno que entraba de contrabando, o por medio de amigos en alguna embajada, o –la vía más directa- con generales dentro de nuestra familia.

La dictadura de aquel entonces, cuidando nuestra salud sexual, había prohibido todo tipo de revistas, películas o libros que atentaran contra “la moral y las buenas costumbres”; incluso habían sido prohibidas películas como “El último tango en Paris”, a pesar que vista a la distancia no pasaba de un juego entre inocente y medio malévolo de un viejito (Marlon Brando) rejuveneciendo con la joven y voluptuosa María Schneider, una chiquilla con los senos bien duritos y ávida de tener experiencias nuevas no concedidas por su novio, más preocupado en hacer películas que en atender como es debido a la prometida; todo en plena época de la revolución sexual (la famosa “escena de la mantequilla” que tanta alharaca causó en Lima cuando fue su estreno, ahora no pasa de una practica bastante común). Hasta “El decamerón” de Pier Paolo Pasolini fue prohibido. Había conseguido su pase a exhibición de la temible censura de la época –especie de Stasi peruana-, pero el día de su estreno, faltando pocos minutos para su proyección en el mítico cine Roma con sala colmada hasta el último asiento, llega un camión del ejército repleto de soldados con armas al ristre y un teniente al mando, rodean el cine como si fuera una madriguera de terroristas e incautan la película “por órdenes superiores”. Los espectadores que estábamos en el Roma –había logrado “colarme” a una película apta para mayores- tuvimos, entre resignados y molestos, que abandonar la sala.

Se estaba educando al “ciudadano revolucionario del mañana” –a fin de ser “iguales”, todos los escolares ya usábamos un horrible uniforme plomo rata-, así que no se podía permitir mal formar nuestras tiernas mentes, a pesar de ser vox populi que muchos generales, gobernantes de los destinos del Perú, veían en funciones privadas lo que al común de los mortales nos estaba vedado. Sin embargo, nunca faltaban esas revistas extranjeras, como la llevada aquella vez por mi compañero de clase, y que originó en algunos alumnos desarreglos nerviosos por un exceso de masturbaciones diarias (“el vicio solitario” como decían nuestros abuelitos).

Los tenedores de un proyector privado –el Beta, ni el VHS, menos el DVD, asomaban todavía- se agenciaban algunas peliculitas porno venidas subrepticiamente por la frontera; pero, generalmente se debía hacer malabares para conseguirlas, tener contactos y el precio era caro. Curiosamente, la prohibición del gobierno militar originó todo un mercado negro del cine porno, convenciéndome en carne propia y a temprana edad que las prohibiciones al final traen más perjuicios que beneficios, y que la libertad es mejor en todo sentido, hasta para apreciar una película pornográfica.

Aquellos que no podíamos pagar los altos precios de las publicaciones o filmes del mercado negro, teníamos que contentarnos con una actriz argentina que exhibía sus atributos en cintas con nombres tan sugestivos como “Carne”, “Lujuria tropical” o “La tentación desnuda”, dirigida siempre por su esposo Armando Bó. Isabel Sarli causó muchos sueños húmedos entre los jóvenes de la época.

La verdad que las películas de la Sarli eran más el título que el contenido, casi siempre tonto, un poco ingenuo y a veces medio truculento; pero al no existir más oferta, los adolescentes iban con asiduidad monacal a las salas de barrio donde proyectaban sus filmes. Debemos recordar que los muchachos de entonces éramos bastante ingenuos y casi casi estábamos descubriendo el sexo a los catorce y quince años, muy diferente a los chicos de ahora que tempranamente descubren los arcanos que rodean al acto sexual por el internet y la televisión (recuerdo hace un tiempo una amiga de mi generación se escandalizó por las películas triple X que pasaban en el hostal donde estábamos, sin saber que sus hijos muy posiblemente ya habían visto y revisto las mismas películas por el internet, la tv o el dvd).

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En el cercado de Lima –Jirón Chota si no recuerdo mal - existía una salita de cine llamada “Rívoli” que se llenaba totalmente de escolares para ver a la Sarli semi desnuda o en poses sugestivas. Como actriz no era gran cosa, pero aprovechaba su gran recurso corporal, esperando con ansias los muchachos de entonces ver que le desgarren la ropa y se insinúen las protuberancias de sus grandes senos o de sus poderosas ancas. Como cinéfilo “convicto y confeso” que ya era por aquellos años, creo a sus películas no les daba más de un tres en una escala del uno al diez.

Por cierto, las películas de la Sarli estaban dentro del llamado “soft core” o porno blando, permitido por la censura del gobierno militar a diferencia del “hard core” o porno duro, con sexo explícito y mostración de genitales, hallado únicamente en el mercado negro.

El cine “Rívoli” quedaba a pocas cuadras del colegio donde estudiaba (un colegio de varones púberes viviendo angustiados por el sexo), así que los días viernes, terminadas las clases a las dos de la tarde, y apenas sonaba la campana, nos íbamos en dirección al Jirón Chota. Felizmente el administrador era bastante tolerante y las películas aptas para mayores de 21 –la mayoridad en aquellos años- permitía el ingreso a jóvenes de dieciséis, quince, o a veces de menos edad. Allí presencié mi primera película porno o la que supuse era una película porno. Mis compañeros ya me habían comentado del “Rívoli”, que “sí dejaba pasar” a menores, así que un viernes, terminando las clases, me animé y fui solo. Ya en aquella época me había fijado ciertas reglas de disciplina para ver un filme y una era ir sin compañía a fin de no sufrir interrupciones durante la función y poder apreciar mejor la proyección (aunque, en honor a la verdad, esa regla ha tenido a lo largo de su aplicación excepciones ocasionales cuando la compañía ha sido agradable).

Entré a la sala sin saber nada del filme. Era una comedia sobre un muchacho que por la edad siente las urgencias del sexo y en uno de esos enredos tiene relaciones sexuales con su propia madre, que lo “estrena” en las artes amatorias, comenzando así su vida sexual, contado todo en un tono risueño y desenfadado, sin dramatismo alguno. Se titulaba “Soplo al corazón”, que de porno no tenía nada, y era del gran realizador francés Louis Malle, de quien vería años después algunas de las películas que guardo con más aprecio en mi memoria.

Sucedía que cines como el “Rívoli” proyectaban cualquier película con escenas de sexo o de “calateo” que llamase la atención del público objetivo concurrente a la sala (escolares deseosos de ver cópulas y mujeres desnudas en el écran). Así, por ejemplo, proyectaron también “Edipo Rey” de Pier Paolo Pasolini, que tampoco era un porno y, dicho sea de paso, a esa edad no entendí muy bien. (Me reencontraría con Pasolini algunos años después, ya un poco más grande y con más películas vistas en mí haber, iría entendiendo poco a poco su cine, conservando en el corazón con mucho cariño su “trilogía de la vida”).

Algunos años después, ya casi al final de la dictadura, ingresaron las películas del “flaco” Olmedo y el “gordo” Porcel. El gobierno militar estaba más preocupado en reprimir las protestas populares y en buscar una salida decorosa a una situación política cada vez más insostenible, así que Porcel y Olmedo invadieron las salas limeñas para hacer olvidar a la gente las subidas de precio de los productos de primera necesidad, ocasionadas por los “paquetazos” (“sinceramiento de precios” en la jerga financiera-burocrática) de un ministro de economía que con los años se convertiría en “gurú” de las finanzas y funcionario internacional gracias a sus constantes cambios conforme el vaivén del viento en la política local.

Un público ansioso colmaría los cines donde se estrenaban “Los caballeros de la cama redonda”, “Los doctores las prefieren desnudas” o “Encuentros muy cercanos con señoras de cualquier tipo”. Conocimos también a las “vedettes” argentinas: altas, bien proporcionadas, “carne blanca” como decíamos (Tula Rodríguez demoraría algunos años en ser “sex symbol”). Susana Giménez y Moria Casan ocasionaron los sueños perplejos de más de un peruano. Aunque en justicia, las películas de la dupla Olmedo-Porcel estaban en el género de la picaresca que en el porno blando propiamente, aunque en época de escasez bien valían las tortas…

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En aquellos años mis gustos cinéfilos se habían vuelto más exigentes y virado hacia las “películas de autor”, descubriendo a cineastas como Kubrick, Bergman, Kurosawa, Fellini, Antonioni, Anderson o aquella generación de jóvenes realizadores representantes de una visión distinta del cine norteamericano, y que marcaron mi cinefilia, como Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Brian de Palma, Peter Bogdanovich, Woody Allen, entre otros renovadores del Hollywood clásico.
Gracias a la revolución sexual que vivió Norteamérica en los sesenta y a los cambios en la mentalidad y sociedad que acaecieron por esos años –influenciados por la guerra de Vietnam-, el Código de conducta moral Hays -censurador de imágenes o palabras atentatorios contra “el pudor” y que reinó en la industria del cine por más de treinta años- quedó abolido. Ahora se permitían las malas palabras, la jerga, la violencia desmesurada, el acto sexual y los desnudos totales en las producciones, sin que el orden político o los grupos puritanos pudiesen hacer nada. Esa libertad y nuevos aires permitieron la renovación del cine norteamericano, bastante aletargado y que sufría de un proceso esclerótico creativo muy similar al visto ahora en las producciones hollywoodenses.

Era un asiduo concurrente a los “cine clubs”, y en especial a uno ubicado en la Av. Arica, el famoso auditorio Don Bosco, administrado por unos muchachos uruguayos que habían huido de las sangrientas dictaduras que asolaron los países del cono sur en la convulsa década de los setenta.
Salía con el trasero adolorido –las sillas eran de madera- pero contento de haber visto una buena película. Me convertí en un asiduo concurrente de la salita del Don Bosco, muchas veces faltaba a clases en la universidad para no perderme alguno de los filmes proyectados; incluso tenía un abono mensual para concurrir cuantas veces quisiera. Aquellos años, con toda seguridad, fueron los más felices de mi vida. De esa época data también una corta relación con una muchacha uruguaya. Médica de profesión, algo mayor que yo, de izquierda como yo, creía en un mundo más justo y mejor como yo, huía de la dictadura y de las desapariciones de opositores políticos en el Uruguay de Bordaberry, y cargaba con la angustia y culpa de haber dejado al esposo allá, del cual no tenía noticias.
Gracias a M… mi cinefilia creció y comencé a valorar más el cine europeo, y en especial a la “nouvelle vague” francesa. De su mano aprendí varias cosas esenciales en la vida, así como a valorar un cine distinto al norteamericano. Siempre estaré en deuda con ella; pero, esa es otra historia que quizás algún día me anime a contar.

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Si España tuvo su movida terminado el franquismo, nosotros también tuvimos nuestra “movida limeña”. Con el advenimiento de la democracia se terminó la censura y los peruanos pudimos ver por fin la “trilogía de la vida” de Pier Paolo Pasolini o “El último tango en París” con lleno de salas por semanas enteras (por cierto, esta última la acabo de ver hace poco en dvd y contiene escenas bastante aburridas, donde uno, literalmente, se cae de sueño). Llegaba también la actriz holandesa Sylvia Kristel y su trilogía sobre Emmanuelle -que algunos años después la completó con una más-, inaugurando en nuestro medio el llamado “porno de lujo”, películas porno de presupuesto elevado, en el histórico cine “Colón” que exhibiría algunos memorables en la época. Otra de la misma tendencia fue “Historia de O”, que a pesar de contener escenas explícitas de sexo anal (o como diría el Dr. Marco Aurelio Denegri peneano-rectal), vista a la distancia de los años como que ha envejecido, la película es medio tiesa, acartonada. También ingresó el célebre Tinto Brass con “Calígula” en la categoría del “porno histórico”, cuya exhibición causó revuelo en todo el mundo y más en una ciudad como Lima, sacudiéndose lentamente de la pacatería. La película fue condenada por cierta prensa beatona (cuenta la leyenda que ante el escándalo suscitado por el estreno, algunos de los participantes en el filme pidieron que sus nombres fueran retirados de los créditos). En nuestro país fue el cine Roma de nuevo quien tuvo el monopolio del filme y la gente daba literalmente vueltas alrededor de la manzana a fin de conseguir un boleto. Esta vez, felizmente, no se presentó ningún teniente con “orden superior” que incautara la cinta, así que la pudimos ver tranquilamente, apreciando a un gesticulante Malcolm McDowell como Calígula, pero sobretodo a una actriz que daría luego mucho que hablar en el futuro por su buen desempeño actoral: Helen Mirren.

Otra que también causó revuelo fue “El imperio de los sentidos”, y si bien no es un porno stricto sensu, causó estupefacción en la Lima de inicios de los ochenta por la exhibición explícita de coitos y genitales (por ejemplo, se muestra una “fellatio” en primer plano), por lo que algunos comentaristas escasos de luces aventuraron en calificarla como pornográfica. Nagisa Oshima, su realizador, había ido audazmente hacia la frontera bastante indefinida entre el porno y el erotismo. El resultado fue una obra de arte que pervive en el tiempo, no obstante que a algunos espectadores les “chocó” el final donde la protagonista amputa el pene de su amante y, sujetándolo entre sus manos, deambula errática y medio ida entre las tropas japonesas.

Empezando el segundo gobierno de Belaunde se abolió la censura, entró en vigencia la Constitución Política de 1979, una de las más avanzadas de la época, y cayó la temible Stasi peruana, así que el porno duro entró a las salas limeñas libre de todo impedimento y por la puerta grande. No obstante, el Arquitecto restaurador, a fin de evitar que “la moral y las buenas costumbres” no se vieran rebalsadas, reglamentó que el “hard core” se proyectara a partir de la medianoche. Supuestamente la medida era disuasiva –a fin de evitar la concurrencia de demasiados parroquianos-, de tintes moralizantes y hasta religiosos, por no decir cucufatos, pero lo que generó fue todo un mercado a partir de las doce de la noche, como si se tratara de un embrujo mágico. No solo una buena cantidad de espectadores ansiosos por la proyección se congregaban, cual aquelarre, un poco antes de la medianoche –generalmente hombres solitarios que esperaban en el hall del cine se abra la boletería-, sino también los tradicionales vendedores de sánguches y emolientes, de chocolates, chicles y cigarrillos, así como las “chicas de la noche” que esperaban desfogar a los apremiados espectadores al salir de la función, y que a veces, con la complicidad de los boleteros, ingresaban a la sala en plena proyección a ofrecer sus servicios, con lo que presenciábamos un doble espectáculo: el de la pantalla y el de las chicas practicando una “fellatio” en la misma butaca a un parroquiano apurado o cargando con este al baño. Así que las noches en Lima, luego de los “toques de queda” en las postrimerías del gobierno militar, comenzaron a ser más movidas y entretenidas. Por cierto, descubrimos también que las “chicas malas” no eran tan malas como las habían pintado, y sí más bien bastante interesantes, haciéndome amigo y parroquiano seguro de una de ellas, con la cual mantuve una relación compleja de “cliente- amigo cariñoso-confidente” por varios años.
Recuerdo una película de ese entonces. No tengo muy preciso el título (además para llamar la atención aquí les etiquetaban títulos insinuantes como Las noches húmedas, Sexo sádico, Los “anales” de Patricia, entre otros más o menos llamativos), pero era una comedia porno bastante entretenida. Tenía argumento y trataba de un tipo que se las ingeniaba para tener sexo con las mujeres haciéndose pasar por médico. Su sobrenombre no podía ser más evidente: “Doctor sexo”.

Pero, junto a las “chicas de la noche”, aparecieron también los primeros travestis para caballeros con gustos más exquisitos. Fuerte competencia para las primeras, al existir hombres buscadores de algo más “exótico” que una mujer para tener sexo, además el SIDA todavía no aparecía en el horizonte, así que las relaciones eran “piel a piel” y por la entrada que mejor guste o plazca. Algunos años después, los travestis se convertirían en lugar común de la oferta sexual que ofrece Lima de noche y ciertas avenidas de la ciudad son parte de su escenario habitual. Ya no llaman la atención ni mueven a escándalo como hace veinticinco años atrás.

Sin embargo, el ingreso del beta primero y el VHS después, desplazó el placer de ver una película porno de las salas a la tranquilidad del hogar, contribuyendo a ello las deficiencias técnicas en las proyecciones que a veces llegaban a un écran oscuro o totalmente borroso justo cuando estaba en lo mejor la “acción”. Otras veces sucedía que los “rollos” del filme venían alterados. Era un sistema de chasquis en motocicleta que trajinaban con los rollos de un cine a otro, originando a veces la confusión en la continuación de estos, así, en ciertas ocasiones, el final de la película venía primero y el inicio al final. Era una forma medio surrealista de apreciar un filme, hasta parecía cine de vanguardia que rompía los moldes clásicos de la narración.

También contribuyó al eclipse de toda esta época el terrorismo. Los chicos de Sendero decidieron seguir el precepto de Mao “del campo a la ciudad” y no se les ocurrió mejor manera que colocar coches-bomba a diestra y siniestra, causando apagones, volando edificios y practicando su “asesinato selectivo”. Uno, al levantarse, no sabía si al terminar la jornada regresaría vivo o entero a su casa, optando los limeños por quedarse en sus casitas y salir lo menos posible. Era la estocada final a las salas de cine antiguas y que se convertirían poco a poco en iglesias evangélicas -previo exorcismo de los demonios de la carne que pululaban en los otrora cines porno-, o en actividades más mundanas como salas de bingo y la esperanza de abrazar la fortuna con una moneda.

En lo personal, en esos años, mis intereses cinéfilos se habían vuelto cada vez más exigentes, y si una película no satisfacía mis gustos me aburría y sentía una pérdida de tiempo irreparable, por lo que el porno no me llamaba la atención: ver una sucesión de escenas de solo sexo sin una historia interesante que las enlace me resultaba mortalmente aburrido. Aparte que la etapa de la curiosidad juvenil de solo mirar como un voyeur había dado paso hacía mucho tiempo a la de practicar lo visto, más entretenido y emocionante que la ficción.

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Si bien no compro películas porno, tengo un amigo que es un gran coleccionista y de vez en cuando, al visitarlo, le “gorreo” alguna de su enorme catálogo. Existen de todas las nacionalidades: españolas, argentinas, italianas y por supuesto norteamericanas. El porno peruano no se ha quedado atrás y, entre otros medios, se vende por internet. Hace poco me topé con una página peruana que daba cuenta de una chiquilla teniendo sexo con dos hombres a la vez: uno por delante, otro por atrás. Por cierto, los “actores” peruanos físicamente ni por asomo se parecían a los europeos o norteamericanos: musculosos(as), practicantes del fisicoculturismo. La “protagonista” estaba bastante flaca y le colgaban las tetillas, mientras los “actores” daban la impresión de no ver la olla hace muchos días por lo flacos y desnutridos. Ni que se diga de las deficiencias técnicas en iluminación o fotografía, para no hablar ya del encuadre. Digamos que era un porno del tercer mundo. Como dice el viejo adagio “no es lo mismo un desnudo griego que un cholo calato”. Aunque si nos atenemos al principio de realidad, los cuerpos esqueléticos o gorditos y no tan adónicos reflejan mucho mejor la verdad de todos nosotros: imperfectos, deformes y muchas veces hasta risibles. Barriguitas o barrigotas, piernas chuecas, rollitos en la cintura más que evidentes, senos y nalgas flácidos, órganos masculinos de la finura y tamaño de un alfiler, son parte del imaginario común en cualquier parte del mundo. No crean todo lo visto en la pantalla: ni todas las mujeres son tan exuberantes como las actrices porno, ni los hombres tan dotados y con cuerpos musculosos como los “actores”. Eso es solo ficción. La vida real está plagada de aquellas imágenes de cuerpos contrahechos como las mostradas en aquel porno nacional.

No todas las películas pornográficas son pesadas e insostenibles a nivel argumentativo. Hace un tiempo mi amigo me prestó una titulada “Anal planet”. Era una comedia porno de ciencia ficción, donde un grupo de astronautas van deambulando por las galaxias, llegando a un planeta donde se ha inventado un casco para tener sexo virtual, hasta estallar este por demasiados coitos (el “professor”, inventor del casco, muere repitiendo to much sex, to much sex). Es graciosa, ligera y tiene historia entre escenas de sexo y sexo. Me gustó tanto que me la quedé de recuerdo y de vez en cuando la veo. Mi amigo no la va a extrañar entre centenares de películas de su enorme colección.

Algo similar me pasó con otro porno de “ambiente histórico”. Inscrita en la vertiente de la picaresca, trata sobre una chica de pueblo que en el siglo XVIII (la época no es muy precisa en el filme) va ascendiendo de condición social gracias a sus encantos y a cómo los emplea con los ricos con quienes se encuentra, llevando por título el nombre de la protagonista: “Tatiana”. Hasta donde tengo conocimiento se hicieron tres partes, lo que da a entender el personaje fue bastante popular en los años noventa, cuando se produjo el filme.

Ahora, gracias al dvd, por unos cuantos soles podemos ver tranquilamente una película porno en nuestra casa, y si se tiene pantalla ancha, home theatre y surround para apreciar en forma envolvente los gemidos, tanto mejor. Existen muchas tiendas especializadas en la venta de dvd’s porno, así que el negocio anda muy bien, contando con oferta de filmes no solo para heterosexuales, sino también dirigido a segmentos especializados del público (lo que en marketing denominan “nichos de mercado”), así tenemos porno para homosexuales, lesbianas, she-male, pederastas, sado-masoquistas, onanistas, zoofílicos, fetichistas y quizás hasta para necrófilos; y, en las pocas salas de cine que todavía lo proyectan ahora entran mujeres, acompañadas de su pareja o en grupo, no siendo más un coto exclusivo del hombre. La emoción de lo prohibido de antaño ha cedido el paso a la cotidianeidad insípida del ahora.

El porno se ha institucionalizado, se ha asimilado al sistema, se ha “democratizado”. En esta época el sexo ya no es un tabú, y el porno ya no es un artículo prohibido que uno miraba a hurtadillas de los padres o los maestros, como aquella revista que entre fascinados y con angustia por ser descubiertos veíamos unos adolescentes treinta años atrás. Ahora es tan común y tan fácil de conseguir para un joven como comprar un paquete de cigarrillos o una botella de ron, y creo que por eso el porno ya perdió su encanto.
Eduardo Jiménez J.
ejjlaw@yahoo.es

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