Tuesday, May 05, 2009

EN EL LEJANO OESTE

Es lo que me pareció, después de mucho tiempo de no regresar, el largo viaje al populoso distrito de Comas, a fin de acompañar a mi tía a visitar a una vieja amiga recientemente operada. Será que me he acostumbrado a los viajes cortos, sea al centro de Lima donde se encuentran la mayoría de los juzgados, a mi oficina en Lince, o a Surco para visitar a “la pequeña” cuando no viene por acá. Los más “extensos” viajes que ahora realizo son “a los dos San Juanes”: a San Juan de Miraflores y a San Juan de Lurigancho, ambos por motivos profesionales. Quizás sean “los almanaques” o la falta de costumbre, pero regresar a Comas y en especial recorrer la autopista Túpac Amarú era como regresar al pasado, cuando veinte años atrás, con más pelo negro e ilusiones que ahora, iba y venía a lo largo de “la Túpac” cuando trabajada como cajero en una agencia ubicada en el límite del distrito de Comas con el de Carabayllo: en la “pituca” urbanización San Felipe, aquella que albergaba a los prósperos comeños de aquel entonces. Eran quince kilómetros de ida y quince de vuelta, de lunes a viernes, de salir a las 6.30 de la mañana de mi casa (lo que implicaba levantarme mínimo a las cinco de la madrugada), amén que en la noche me iba a estudiar a la universidad de seis a diez de la noche (cuando no estaba en el cine, de resultar alguna clase aburrida o de parecerme un profesor poco competente en el tema), aparte de preparar en los ratos libres mi tesis para el bachillerato, una mezcla de derecho y economía (que hasta ahora me sorprende cómo la pude hacer, con cerca de 200 páginas y una bibliografía consultada que iba desde los clásicos de la economía, pasando por los maestros del derecho hasta llegar a las novísimas ciencias sociales). Pero a pesar de eso no sentía el viaje.

Fue mi época de conocer otras realidades, distintas a la del muchacho clasemediero que hasta ese momento no se desplazaba más allá de los distritos del sur. Fue conocer una realidad boyante, hirviente, de un nuevo mundo, más informal, sin hacerle mucho caso a las reglas oficiales, pero que crecía a lo largo y ancho, ocupando hasta la punta de los cerros que, a modo de gran muralla, rodean la autopista a ambos lados (mis “ex compañeros de ruta” se equivocaron: en “los conos” no germinaba la futura revolución socialista sino un capitalismo popular, bastante salvaje, como todo capitalismo en sus inicios). Me di cuenta que allí estaba la nueva Lima, que allí estaba fermentando lentamente la nueva clase media peruana, un poco más rústica todavía y no tan refinada como la de los distritos tradicionales, pero que en algunos años más reemplazaría a la extinta y caduca clase media a la que yo pertenezco, “civilizándose” en el camino y adquiriendo una mejor educación para sus hijos, como que así ha sido.

Recorrer la autopista me devolvió a aquellos nostálgicos tiempos, de sexo al paso, del gran cine Túpac Amaru, de algunos entrañables compañeros de trabajo que me enseñaron a tomar (regla de oro: nunca tomar con el estómago vacío), cuando la marca líder era Cristal y la Pilsen servía “para limpiar el vaso” (salvo en el Callao, donde era al revés), de los muchachos que se acercaban a la agencia a ofrecer relojes de oro robados a precios baratísimos, producto de un “arranchayfuga” a transeúntes desprevenidos o con algunos gramos más de alcohol en la sangre, de amigas de quienes guardo un grato recuerdo (hace muchos años una persona mayor que yo me enseñó a terminar siempre en los mejores términos posibles –valga la redundancia- con las mujeres: no hay peor enemigo que una mejor despechada o dolida, sino pregúntenle a Carlos Delgado o a Silvio Berlusconi).

Ese “flash back” me llevó a constatar una vez más que allí, en “los conos” (como despreciativamente todavía se les denomina) está el futuro. La nueva Lima.

Llegamos un poco tarde a la casa de la amiga de mi tía. Su casa se encuentra a medio hacer, con un segundo piso para una de las hijas con familia propia, mientras que ella vive en el primero. Conversó con mi tía un rato de los amigos y compañeros de trabajo comunes que están vivos o ya pasaron a mejor vida, yo seguía un tanto aburrido la conversa, viendo como pasaban lentamente los minutos en el reloj de pared de la sala. Vino la despedida de rigor, la promesa un tanto remota de una próxima visita. Usamos una mototaxi sin puertas laterales para salir a una avenida principal y tomar el carro de vuelta a casa (creo que mi tía primera vez se subía a una moto de esa naturaleza). Hicimos una ruta distinta, tomando esta vez la avenida Universitaria para el regreso, a fin de salir a la bulliciosa e incansable La Marina (la avenida que nunca duerme). La gente iba y venía a lo largo de la extensa avenida Universitaria, como legiones de hormigas, mientras la rauda combi se abría paso en la oscuridad que comenzaba a caer del cielo.
Eduardo Jiménez J.
ejjlaw@yahoo.es

No comments: