Thursday, December 24, 2009

NAVIDAD

Para Kike y Marcelo

Estas fiestas procuro apartarme del bullicio generado por el frenesí de las compras navideñas, del ansia desbocada por expresar amor a través de presentes, del panetón y el espumante junto al caliente chocolate en pleno verano austral. Procuro también eludir la mayor cantidad de compromisos, como si el nacimiento de Jesús (de ser creyente sincero, claro está) fuese motivo justificatorio de conjugar cenas pantagruélicas con abundante licor de cualquier tipo o precio. No creo que a Jesús le guste presenciar como sus fieles devotos celebran báquicamente el supuesto natalicio del Redentor (porque eso del 25 de Diciembre –cuando se celebra el rito del solsticio de invierno en el hemisferio norte- fue una fecha tomada por la iglesia siglos después para acomodarse a las costumbres “bárbaras” de los pueblos que iban convirtiendo al cristianismo).

Recuerdo que ya de niño se vivía esa fiebre desaforada por las compras navideñas, aunque no con el frenesí compulsivo de ahora que impregna a todas las capas sociales, donde no se salva ni el rico ni el pobre del descontrol por expresar amor a través de regalos y copiosas cenas. De tener todo lo terrenal una razón divina, Dios sería el principal capitalista del universo, justificación teológica para un sistema económico donde usted puede comprar la felicidad al contado o en cómodas cuotas mensuales.

En mi época la Navidad iba acompañada de los todavía legales cohetecillos, cohetones, rascapies y luces de bengala vendidos sin problema en cualquier parte (la temible “mamarata” no existía). Eso sí me gustaba, creo que tenía “alma de terruco”. A la medianoche dejaba una alfombra roja de cohetones frente al departamento donde vivía y los que me quedaban los reventaba a la mañana siguiente dentro de casa. La cena navideña no había sido invadida por el insípido y anglosajón pavo, y, generalmente se prefería un “lechoncito” al horno acompañado del humeante tamal, guarnecido con una refrescante ensalada mixta. El panetón ya estaba presente y había desplazado al humilde pan dulce de nuestros abuelos. Motta y D’onofrio eran las únicas marcas y venían como hasta ahora en caja, no se conocían todavía los plebeyos panetones en bolsa, así como la taza de chocolate caliente era solo marca Sol del Cuzco y no la cocoa de ahora que, a veces, pasa como gato por liebre. En cuanto a regalos, prefería yo mismo comprarme mis juguetes y no esperar lo que caiga por azar del destino. Generalmente iba ahorrando de mis propinas semanales en una alcancía y la diferencia iba por cuenta de mi familia. Ya al juguete “le había echado el ojo” meses atrás. Claro, era uno de regular precio, casi siempre de la original Casa Oeschle que contaba con una sección especial de juguetería en su local al costado de los portales de la Plaza de Armas, el famoso “Oeschle de juguetes”, con primores que ya nunca más se volvieron a ver en la Ciudad de los Reyes. Tiempos idos.

Quizás mis navidades de hijo único introvertido, sumergido en un mundo de adultos a los que me era más fácil comprender y jugar que con niños de mi propia edad, propició ese carácter huidizo a celebrar bulliciosamente las fiestas, a lo que contribuyó mi posterior agnosticismo, apartándome de toda festividad religiosa. (No celebro ni mi cumpleaños).

Igual me sucede con el Año Nuevo. No soy de los que se pone una prenda amarilla para recibir el nuevo año, tampoco ingiero como desaforado las típicas doce uvas a la medianoche o salgo a pasear con una maleta para propiciar futuros viajes, menos me la paso bailando hasta caer tumbado al piso de cansancio y de alcohol. Como buen escéptico no creo en las supercherías ni tampoco en ritos mágicos que permitirán, por un extraño arcano, que el nuevo año sea mejor que el anterior. No creo en “la suerte”, sino que la suerte se la hace uno mismo. Por eso prefiero escapar del “mundanal ruido” y quedarme recluido en mi casa viendo alguna película. A la mañana siguiente no estaré con un terrible dolor de cabeza, ni con malestar estomacal y mucho menos endeudado.

Sin embargo, a pesar de mis reticencias y sin llegar a ser el viejo Scrooge de la novela de Dickens (menos el Grinch del Dr. Seuss), debo confesar que algo de ese “espíritu navideño” me contagia por estos días y ahora comparto y obsequio juguetes a un par de niños mellizos, hijos de mi actual pareja, que a los seis años todavía no se andan con estos filosemas navideños (aunque hay uno que posiblemente siga mi sendero agnóstico, condiciones tiene). Ya es la segunda navidad que pasamos juntos y en cierta forma me hacen acordar al niño de los cohetones y luces de bengala, aunque al contrario mío, son bastante extrovertidos y bulliciosos, con propiedad se puede decir “juntos son dinamita” y comprendo que de vez en cuando saquen de las casillas a su madre, cuya paciencia, para ser francos, ya está en debe. Humano es y merecen, como todo el mundo, un poco de felicidad y afecto.
En fin, Feliz Navidad de un agnóstico para los auténticos creyentes y paz para los hombres de buena voluntad.
Eduardo Jiménez J.
ejjlaw@yahoo.es

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