Es difícil afirmar o
negar si el gobierno de Ollanta Humala, por los últimos hechos ocurridos, ha
iniciado un viraje hacia el estatista programa de gobierno inicial llamado “La
gran trasformación”, documento de fuerte raigambre velasquista.
No me parece que el
tema vaya por cuestiones programáticas (retomar la gran trasformación),
ideológicas (recuperar el nacionalismo velasquista) o principistas
(resurgimiento del “corazoncito chavista” del presidente), sino creo va por el
lado pragmático.
Es cierto que el
contexto en que se anunció la compra de los activos de Repsol no podía ser
menos afortunado: el aval que Perú otorgó a las controvertidas últimas
elecciones en Venezuela, la presencia del propio Ollanta Humala en la asunción
a la presidencia de Nicolás Maduro, así como la sempiterna ambigüedad de la
reelección conyugal. Síntomas que el gobierno de Humala abandonaba la hoja de
ruta para abrazar la gran trasformación e iniciar un viraje a la autocracia al
estilo venezolano.
Creo más bien que el
anuncio de la posible y luego negada compra de los activos de Repsol son
“globos de ensayo” a fin de pulsear cómo tomaría la sociedad propuestas que son
francamente discutibles (la herramienta legal ya estaba lista con la
publicación de un controvertido decreto supremo que facilitaba la operación).
En cierta forma es poner una agenda en debate público y determinar el grado de
apoyo o rechazo que propicia. En este caso fue más lo segundo que lo primero;
por lo que, como sucedió con otros intentos polémicos de la pareja
presidencial, retrocedió en su intención, como lo dejó entrever la primera dama
y días después fue ratificado por los funcionarios de Petroperú. Y retroceden
porque más importante que poner en debate una política de estado (su rol
empresarial) es el intento de reelección encubierta, el cual a ningún costo
debe sufrir un desgaste de capital político, y la pareja presidencial se dio
perfecta cuenta que el tema de la compra de los activos de Repsol era un tema
que tendría un alto costo político, así como puntos en la aceptación ciudadana.
Por eso retrocedieron en el intento de comprar la refinería La Pampilla y los grifos.
Pero, ¿era viable una
compra de los activos de Repsol y volver al rol empresarial del estado?
Personalmente no me
opongo al rol empresarial del estado, incluso me pareció un grave error el privatizar
los activos de Petroperú en los años noventa y no repontenciar o ampliar la
empresa a través de asociaciones público-privadas y, de paso, regular el precio
final de la gasolina, uno de los más caros de la región. El rol empresarial del
estado, bien hecho, es positivo, como sucede en distintos países capitalistas.
Lamentablemente en Perú la historia de las empresas públicas fue nefasta por el
uso político de los gobiernos de turno (“caja chica” del gobierno central y
fuente de empleo para los incondicionales del régimen) y el correlato poco
técnico propició que gran parte de la deuda pública fuese causada por las
empresas del estado deficitarias, generando la hiperinflación que conocimos a
fines de los ochenta y déficit público (las cuentas del estado “en rojo”).
El manejo poco
técnico de las empresas públicas obedece a la escasa institucionalidad del
estado peruano, a diferencia de países como Chile o Colombia. La poca
institucionalidad propicia que el gobierno de turno use las empresas estatales
para fines políticos. Por eso fueron creados “los candados” que la propia
Constitución Política establece en su régimen económico (subsidiario rol
empresarial del estado y solo por ley expresa). No fue únicamente por el
ambiente neoliberal que se vivió en el momento de la promulgación de la carta
del 93, sino por la pésima experiencia empresarial del propio estado en los
años setenta y ochenta.
Si no existe
institucionalidad y prima la voluntad del gobernante de turno, siendo un poco
mal pensado, es fácil deducir que se quiere o se quiso tener un manejo político
de un bien con volatilidad política como es el petróleo. Comprando la refinería
de La Pampilla
y teniendo grifos a disposición, el estado iba a tener un control casi absoluto
del precio final de la gasolina y el GLP. Y teniendo un precio final de la
gasolina y el GLP este se puede subsidiar (cumplir, por ejemplo, con la promesa
de la campaña humalista en primera vuelta del balón de gas a doce soles),
teniendo satisfechos a todos: los ciudadanos, aumentando así la simpatía
electoral para una posible candidatura de la primera dama; los propietarios de
Repsol que se llevan cuatrocientos millones de dólares sin invertir un sol en
la modernización de La
Pampilla a la que estaban obligados; y las AFP que son
accionistas minoritarios y podrán respirar tranquilos al tener cerca a “papá
Estado” para que se haga cargo de los pasivos de la empresa. Es lo que en jerga
política se conoce como “socialización de las pérdidas”: el estado es “bueno” e
interviene para hacerse cargo de las pérdidas de las empresas privadas a costa
de todos los contribuyentes.
Justo existe un aspecto
donde no se ha puesto demasiado énfasis, el de los accionistas minoritarios
como son las AFP que poseen cerca del 21% del paquete accionario. El asunto es
que han invertido en una empresa deficitaria dinero de los aportantes, de todos
los cotizantes a las AFP, y si la empresa no marcha bien quienes van a sufrir
el castigo son los trabajadores al tener una pensión mucho menor al momento de
jubilarse (el sistema privado se sustenta en un portafolio que obtiene
dividendos o pérdidas, dependiendo cómo se invierta el dinero de los trabajadores).
Las AFP han tenido un silencio cómplice hasta el momento, como esperando que el
estado intervenga para reflotar la empresa y verse librados de tener que
aportar para la modernización de la planta.
Asimismo Repsol
estaba obligada a la modernización de La Pampilla el 2006, obligación que no satisfizo,
incumpliendo el contrato suscrito con el estado y, peor aún, el estado vía sus
organismos competentes no apercibió a Repsol para cumplir con la modernización
de la planta, inversión cercana a los mil millones de dólares.
Consiguientemente, y para variar, el propio estado también se encontraba en
falta. Pero, según datos confiables, Repsol es una empresa que se encuentra en
pérdida, cercana esta a los setecientos millones de dólares, por lo que la compra
sería no solo de sus activos sino también de los pasivos, costándonos la
transacción humalista a todos los contribuyentes unos dos mil millones de
dólares, cinco veces más que los cuatrocientos inicialmente anunciados.
Comprando La Pampilla el estado habría
“ayudado” a Repsol, al comprar una empresa deficitaria y que por añadidura
incumplió sus compromisos contractuales de modernización de la refinería,
ayudaría a las AFP que tampoco cumplieron con guardar parte de los dividendos
ganados para la modernización de la planta y tendría el control del precio
final de la gasolina y el GLP para fines políticos de cara al 2016. Todos
felices, todos contentos, pero a costa de todos los peruanos.
Ollanta Humala y su
esposa no van hacia la gran trasformación, mucho menos se están alineando con
la órbita chavista (habría que ser ciego político para hacerlo en estos
momentos), su fin es más prosaico, más pedestre: perdurar políticamente más
allá del 2016, hecho que no creo lo logren para bien de la democracia peruana.
P.D.:
Réquiem para Javier.-
Como todo hombre
cometió errores, de los políticos y de los otros; pero su integridad como
persona y entereza para la denuncia al costo que fuese posibilitó que el
Parlamento cumpla con una de sus funciones esenciales: la fiscalización. Los
últimos meses fue víctima de una poco oculta venganza política que le valió una
suspensión que una jueza determinó que había violado el debido proceso. En fin,
ya no pudo regresar al escenario de tantos apetitos y trifulcas. Se está yendo
la gente de valor, la que todavía creía en los ideales como Armando y Javier, y
quedan los otros. Signo de los tiempos.
Eduardo Jiménez J.
ejjlaw@yahoo.es
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