Me parece que existe
un hilo conductor entre dos hechos distantes en el tiempo y en los actores
involucrados: la reforma agraria de 1969 y su último coletazo con el pago de
los bonos emitidos por el estado hace más de cuarenta años; y la más que
probable recesión en la región Cajamarca el día de hoy, post Conga, lo que
traerá como secuela mayor pobreza y baja calidad de vida para sus pobladores.
Desde el punto de
vista económico, la reforma agraria del gobierno militar fue un total fracaso.
La parcelación en pequeñas unidades productivas de las grandes haciendas del
Perú oligárquico trajo pobreza y atraso al campo. Sin la debida asesoría
técnica y financiera, el minifundista se vio obligado a trabajar para
subsistir, y los bajos precios que se le pagaban por sus productos subsidiaban
a la ciudad. Esa situación más o menos se ha mantenido: según el censo agrario
el minifundio es predominante, y difícilmente en ese contexto se puede
erradicar la pobreza y el atraso. Son ciudadanos que votarán por líderes
mesiánicos, esos de verbo inflamado y escasa actitud para el gobierno. Los
programas que han querido apoyar al agro son más paliativos que verdaderas
soluciones y, a todas luces, como están las cosas, necesariamente se debe
retomar la economía de escala que permita una mejor productividad de las
tierras.
Pero, la reforma agraria trajo un hecho social y
político impensable para los diseñadores del modelo: asumir la condición de
ciudadanía con derechos inherentes en una mayoría de peruanos que dejaron la
servidumbre y formas de explotación pre capitalistas.
Muchos migraron a la
ciudad en busca de mejores oportunidades, produciéndose el proceso de expansión
urbana que todos conocemos, lo que a su vez los convirtió en citadinos y a sus
hijos en ciudadanos de primera categoría en un país desigual. El medio empleado
para el ascenso social fue el mismo que se utilizó en distintas épocas y
latitudes: la educación.
Cuarenta años después
de todo este proceso, la reforma agraria nos vuelve a asaltar con un asunto
colateral a esta: los bonos con los que se pagó la expropiación de las grandes
haciendas. La expropiación no se pagó al contado -como ahora lo prescribe la
propia constitución política- sino por medio de bonos. El estado se comprometía
a pagar en veinte años la deuda agraria; sin embargo, como sucede en países
como Perú, la deuda no llegó a pagarse del todo y muchos se quedaron con
papeles inservibles y una vaga y lejana esperanza de ser redimidos algún día por
algún gobierno que tuviese a bien honrar la obligación. Conozco familias de
linaje aristocrático arruinadas con la reforma y viviendo dignamente su
pobreza; otros aprovecharon el momento. Hubo de todo.
Muchos por la
necesidad vendieron a precio vil sus bonos, gran parte de los cuales se
encuentran en manos de especuladores que pacientemente esperaron a que el
estado peruano, tarde o temprano, redima la deuda; y ahora que nuestro país se
porta más serio y tiene más dinero, es hora que los pague. Y ahí viene el
problema quizás más ético que legal.
El presidente del
Tribunal Constitucional que ordenó el pago de los bonos de la reforma agraria
fue empleado de uno de los principales tenedores de estos papeles: el Banco de
Crédito. Bueno, se dirá fue empleado en tiempo pasado. Pero por ese solo hecho
y teniendo en cuenta que ese funcionario de la más alta magistratura tiene
derecho a votar doble, en su doble condición de miembro del TC y presidente del
tribunal, debió abstenerse. Cuestiones de guardar formas, quizás “cuestiones de
viejos” para muchos. De repente; pero la mujer del César no solo debe ser
honrada...
Y a tal punto ha sido
el escándalo luego de la votación que por allí uno de los magistrados de
nuestro “guardián de la constitución” ha pedido la nulidad de su voto, con lo
que se torna precaria la seguridad jurídica en torno a la polémica resolución
del pago de los bonos agrarios.
No voy a entrar en el
debate si la deuda agraria ya prescribió como sostiene un sector de juristas;
eso es harina de otro costal. Yo creo que no, pero el asunto merece airearse.
Tampoco entraré en el problema formal del procedimiento, que tiene sus bemoles,
y hasta se comenta por ahí de un “escrito fantasma” que originó la resolución
del TC. Habría que establecer previamente si quien suscribió el escrito tenía
poder de representación suficiente y si este estaba vigente o no al momento de
los hechos; así como si el Tribunal Constitucional se encontraba facultado a
establecer los parámetros del pago de los bonos. Personalmente creo que eso era
más competencia del legislador que del juez supremo constitucional.
Menos comentaré la
propuesta, un tanto descabellada, de “justicia poética” del historiador Antonio
Zapata, en el sentido de pagar los bonos solo de los que compraron legítimamente
las tierras de las haciendas expropiadas durante la reforma agraria; asunto
peliagudo y de difícil solución práctica. Mucho menos viable me parece la
posición de los que discriminan sin mayores argumentos entre pagar a los
expropiados originales o a sus legítimos herederos y no pagar a los terceros
que compraron los bonos; lo cual nos traería más de un problema no solo legal y
constitucional, sino internacional. Pero es un hecho que el problema tiene sus
aristas y va más allá del simple pago.
Se dirá ¿qué tiene
que ver todo esto con Cajamarca y en especial con los actores del affaire Conga?
La conexión es que
esos actores, Gregorio Santos, el padre Arana y todos los demás, son “hijos de
la revolución”, de la reforma que los convirtió en ciudadanos y que ahora
reclaman sus derechos desde un plano de paridad política. Según nuestras
abuelas serían unos igualados; pero
son ciudadanos ya no siervos de la hacienda.
No les doy la razón
en sus exigencias, porque me parece la estrategia y las alternativas de
solución que plantean están equivocadas. Huelen a sebo de culebra. Los políticos regionales se han convertido en los
nuevos curacas como acertadamente los
califica el sociólogo Gonzalo Portocarrero. Persiguen ocupar el lugar de los
antiguos hacendados y de los partidos nacionales que brillan por su ausencia;
pero a su vez no rompen con el establishment,
con el orden establecido, sino que utilizando un lenguaje radical y azuzando a
las masas buscan “acomodarse” en el sistema. Claro, para eso se requiere
identificar un “chivo expiatorio” como el culpable de todo el atraso, la
pobreza y la desigualdad en la región, y darle duro y parejo. El caso de
Ollanta Humala como esta suerte de líder mesiánico y salvador es el más
conocido, y el más patético y decepcionante también.
Cajamarca es
esencialmente minera y difícilmente el agro como está y menos el turismo pueden
sustituir los ingresos que proporciona la minería. Más inteligente que la ciega
oposición al proyecto Conga de Santos, Arana y compañía era aprovechar esos
recursos que genera la gran minería para invertir en educación, salud e
infraestructura, y que Cajamarca salga de la pobreza. Pero optaron por el
camino de la demagogia y la agitación que produce muy buenos réditos políticos
a corto plazo, y los resultados ya los vemos: la región Cajamarca va camino no
solo a la recesión, sino a convertirse en la región más pobre del país. Y ¿creen que a Yanacocha
–la empresa concesionaria de Conga y el chivo
expiatorio culpable - le ha hecho algún daño? Ninguno que no puedan paliar.
Más bien su plan B es llevarse la inversión que pensaban destinar a otras
regiones más amigables. Así es el capital, nos guste o no.
Cuarenta años
después, los efectos económicos negativos de la reforma agraria dan como
resultado que las variables sociales y políticas se muevan en otro sentido. De
repente se hace necesaria una madurez de la clase política regional. Dependerá
cómo solucionen los problemas de quienes dicen representar: con demagogia y más
pobreza o con sensatez y pragmatismo.
Dependerá cómo estos hijos de la revolución afronten los
nuevos problemas para saber si estamos ante una clase política madura y que
encare con realismo los retos del siglo XXI o si estaremos ante otra
oportunidad perdida.
Eduardo Jiménez J.
ejjlaw@yahoo.es