No creo que las
protestas de, sobretodo, las universidades públicas con respecto al proyecto de
ley universitaria que se debate sea solo principista, más me parece obedece a
intereses propios, de un sistema de argollas e intereses creados que se ha
anquilosado al amparo de la ley vigente.
Pero tampoco creo que
una nueva ley “resuelva el problema”. El proyecto que se debate tiene aspectos
interesantes como el voto universal para elegir a las autoridades o la
necesaria acreditación de las universidades, pero no va al problema de cómo
alcanzar la idónea calidad educativa.
El último movimiento
de reforma social de la universidad en América Latina data del “grito de
Córdova”, hace casi un siglo, cuando la universidad se democratiza y se abre a
los sectores medios de aquel entonces, pero el número de alumnos seguía siendo
escaso. La universidad pública comienza a crecer en demanda a partir de los
años cincuenta del siglo pasado cuando el proceso de modernización y
urbanización atrae a sectores sociales postergados que tienen en la educación
un vehículo de ascenso social. Por otra parte, frente a este fenómeno de
aumento en la demanda educativa, los sectores dominantes no enfrentan el
problema desde el gobierno, sino que deciden alentar la creación de nuevas
universidades privadas y llevar a sus hijos a estudiar allá, desinteresándose
totalmente de las universidades públicas que antaño cobijaron a la elite
dominante. Es así que en los años sesenta se produce la primera gran oleada de
universidades privadas, ahora ya consolidadas.
En los ochenta el
sistema universitario estatal evidencia la crisis –que ya la jalonaba de años
anteriores- por la penetración de Sendero Luminoso en las universidades
públicas. Complicidades con el terror más que evidentes en muchos docentes,
alumnos y autoridades universitarias, lo que unido a la notable baja de la
calidad en la enseñanza, politización demagógica, mediocridad y casi nula
investigación, coadyuvó a que muchos estudiantes eligiesen universidades privadas
y el descrédito de las públicas se mantuviese como un estigma difícil de
soslayar.
Y si bien el
presupuesto es magro, algunas públicas
que gozan del canon tampoco han hecho grandes esfuerzos por
modernizarse. El problema en las universidades públicas no es solo dinero (que
es importante), es también competitividad y calidad educativa. Y eso no se
consigue solo con una ley, por más buenas intenciones que tenga.
Terminada la etapa
terrorista, el problema de la enseñanza pública no se soluciona, sino que se
cubre con la facilitación de creación de nuevas universidades privadas. En los
años noventa se produce la segunda gran oleada de universidades privadas. Se
debió en gran parte a las facilidades para crear nuevas instituciones
educativas al amparo de lo que se conoce como “universidades empresas”, es
decir entidades de educación superior reguladas como sociedades anónimas; no
solo en Lima, sino también en otras ciudades del país. El dictum, conforme a la
prédica neoliberal vigente en aquellos años, era que el mercado podía corregir
los problemas educativos por si solo aumentando la oferta de los centros de
enseñanza, algo que los hechos demostraron no fue así.
A la fecha estas
“universidades empresas” se encuentran igualmente consolidadas y han penetrado
incluso el poder político con representantes en el Congreso de la República o fungiendo de
autoridades ediles o regionales.
Pero el boom
universitario privado trajo un hecho importante: muchos alumnos de los estratos
medios y populares pudieron acceder a estudios superiores a un precio
razonable, lo que bajó la presión por acceder a la pública como fue hasta la
década de los ochenta; aparte que las universidades públicas post sendero no pasaron por la necesaria
reforma que era necesaria para adecuarlas a los nuevos tiempos. Falta de presupuesto,
malas administraciones, conformismo y mediocridad entorpecieron el cambio.
Pero el problemas de
las públicas no es solo presupuesto (muchas gozaron y gozan del canon y no
hicieron grandes intentos por elevar la calidad educativa), ni tampoco solo elevar
el sueldo a los profesores (que se lo merecen, pero debería revisarse la
homologación que la vigente ley universitaria establece); sino creo que va más
por criterios de competencia y de mejorar los estándares de calidad, para lo
cual se haría necesario que los incentivos a las públicas sean otros y
obedezcan más a cumplimiento de metas que a simple “pliego de reclamos” como
sucede en la actualidad.
Volviendo al
fenómenos del crecimiento en número y cantidad de alumnos de las universidades
privadas, si lo trasplantamos a términos de oferta y demanda podemos decir que
la mayor oferta educativa permitió satisfacer la creciente demanda de los
sectores medios emergentes y niveló los
precios (traducidos en derechos de enseñanza), existiendo una serie de productos de distinta calidad y precio. Desde
uno barato y de dudosa calidad hasta otros más caros pero mejores (aunque en
algunos “caros” bien se aplicaría la máxima no
todo lo que brilla es oro). El resultado es que existen universidades
locales con calidad muy buena, buena, regular y francamente malas.
Asimismo, esta
mercantilización hizo cambiar de estatus a alumnos y docentes. Los primeros son
vistos como “clientes” por los propietarios de las “universidades-empresa”,
dejando de lado el concepto de alumno o, mejor aún, discípulo que debería ser
el paradigma en la enseñanza. Mientras los profesores son vistos como simples
operarios educativos, “costos reemplazables”, limitando notablemente la
libertad de cátedra del maestro. El resultado, grosso modo, ha sido que muchas
universidades nuevas sean en el fondo solo colegios o núcleos escolarizados,
más no centro de debate de ideas o de investigación.
Que esa gran oferta
educativa variopinta deba ser regulada, es necesario. Y acá no valen coartadas
apelando a la bendita “autonomía universitaria”. Existen muchas universidades
que solo lucran tanto en las universidades empresas como en las “sin fines de
lucro”, es cierto; pero también existen las buenas, aquellas que buscan
conseguir excelencia académica e investigación.
Un medio de poner orden
en la calidad educativa es con la acreditación, pero me temo que como está
planteada sea más un formalismo que un sello de calidad. De repente es hora de dar
otro paso audaz como en los años noventa, pero esta vez de liberar la oferta
educativa universitaria nacional y permitir el ingreso de universidades
extranjeras con estándares de calidad. La tecnología ya lo permite para ciertas
carreras y es posible ampliarlas. Lamentablemente en ese aspecto las
universidades nacionales (públicas o privadas, tipo empresas o sin fines de
lucro) se muestran reticentes. La respuesta es obvia: ninguna de nuestras
universidades (ni públicas o privadas, ni las empresas o las sin fines de
lucro) se encuentra dentro de las quinientas mejores del mundo. Ninguna.
Un poco de
competencia haría bien a nuestras viejas y no tan viejas universidades; aunque
de repente de aprobar medida tan audaz veamos otras marchas como las vistas
anteriormente, apelar de nuevo a la sacrosanta “autonomía universitaria” o
hacer lobby a algunos congresistas con fuertes vínculos en el negocio educativo
a fin que dicha norma no se apruebe. No sería extraño.
Eduardo Jiménez J.