Hay hombres que remontan sus
dificultades y se colocan por encima de las circunstancias y miran el
horizonte. A esa raza perteneció Mandela. Fue el político que se convirtió en
estadista y pasó a la
Historia con mayúsculas. Incendiario de joven, violento; los
largos años de privación de la libertad fueron el crisol donde se formó el
futuro estadista. Inspirado en Gandhi, su prédica de la no violencia fue una
estrategia política para obtener ventajas y posiciones de las flaquezas en la
lucha por la igualdad de derechos a las mayorías negras en Sudáfrica. Fue
vencer al apartheid con el desarme de la paz, cosa que de esa manera aislaba al
monstruo de apoyo internacional y congregaba a su causa, en el frente interno,
a los blancos de buen corazón. La prédica gandhiana no fue solo principista,
fue lucha política, como la del Mahatma en su momento.
Y si bien el perdón al enemigo blanco
una vez en el poder le granjeó enemigos entre sus propios hermanos negros, no
menos cierto es que de haber cundido el revanchismo Sudáfrica se hubiese
convertido en un escenario virtual de guerra civil o, en el mejor de los casos,
en ingobernable. A veces en la historia se debe tender la mano al enemigo, para
no perecer junto a él.
Que las cosas no se han solucionado y
que las diferencias en su país siguen siendo abismales entre blancos y negros,
es verdad. Pero para solucionar problemas difíciles en democracia falta tiempo
y esfuerzo de talentos humanos como Mandela. Y, si bien la muerte vuelve íconos
a ciertas personas, suerte de santidad laica, falta que se escriba la biografía
crítica del gran líder sudafricano. Con sus luces y sombras. Esos contrastes
que nos dicen más del hombre que la imagen de estampita que ya empieza a
circular.
Eduardo Jiménez J.
ejjlaw@yahoo.es
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