Por Eduardo Jiménez J.
¿Un personaje público tiene vida
privada o esta desaparece? La tiene, aunque en menor medida que una persona
común y corriente. La regla es que a mayor exposición de la persona a la cosa
pública, menor diámetro tiene su vida privada; y viceversa: los que no somos
personajes públicos gozamos de una amplia vida privada, dado que la misma no
interesa a los demás.
¿Es válido hackear correos de una cuenta personal de correo de un personaje
público?
Más allá de la legalidad que busca
ocultar estos intríngulis, no hay respuesta absoluta. Dependerá del contenido
de esa cuenta. La respuesta será absolutamente afirmativa si en los correos se
comentan hechos de interés que todo ciudadano tiene derecho a conocer al ser cosa pública, como sucedió con la cuenta
interceptada del ex primer ministro Cornejo, donde una conocida lobista, socia
nada menos que de la mismísima hermana del actual ministro de economía, solicitaba
una ampliación del período de pesca de anchoveta para beneficio directo de una
compañía pesquera donde ella -coincidencia de coincidencias- era directora.
Al hacer una ponderación, pesa más el
derecho a conocer un hecho público que la privacidad del correo. Conflictos de
intereses, donde lo público y lo privado se diluyen; y donde el entonces primer
ministro utilizó una cuenta privada para tratar asuntos relativos a su gestión
ministerial.
Es lo que sucedió también con el
ministro de energía y minas, descubierto in fraganti, por otro correo hackeado,
donde se detallaba que permitía graciosamente que una empresa regulada por su
sector elabore el reglamento de una importante ley. Es decir, el gato de despensero.
Y estos dos casos son apenas un tímido
ejemplo del tráfico de influencias que se produce a diario en el Ejecutivo que,
como se recordará, se iniciaron apenas asumieron las riendas del estado con el
famoso affaire de Las brujas de Cachiche, donde estuvo
implicado Omar Chehade, primer vicepresidente de Ollanta Humala.
O pongamos algo más pedestre: el tráfico
de influencias de los dos últimos ex presidentes del congreso nacional para
nombramiento de “asesoras”, las que en realidad eran, en buen castellano, amantes,
o como vulgarmente se denomina “trampas”.
No nos interesaría si las asesoras en
cuestión hubiesen sido sufragadas con el peculio de los dos congresistas del
oficialismo cuando ejercieron el cargo de presidentes del Parlamento; pero el
interés público radica en que los nombramientos fueron pagados con el dinero de
los contribuyentes, de todos nosotros, por lo que tenemos derecho no solo a
saber, sino a que rindan cuentas y se sancione drásticamente a los dos
congresistas y, por añadidura, devuelvan el dinero gastado en emolumentos,
regalos y viajes de sus “asesoras”.
En una democracia con mayores
controles de lo público hace buen tiempo los dos congresistas en entredicho hubiesen
sido defenestrados de sus cargos, más con el agravante de haber detentado el
cargo de Presidente de un poder del estado, y quizás purgado una condena
privativa de libertad por haber utilizado recursos públicos para fines privados
(mantener a la amante). Como vemos, acá no pasó nada, más allá de lo
anecdótico.
Si bien el tráfico de influencias se
ha producido también en otros gobiernos, como que en el presente el hecho da la
impresión que se ha acentuado. Y eso que estamos hablando de un gobierno que
iba a liderar “la gran trasformación”, incluyendo la moral del “hombre nuevo
peruano”.
Un hecho al que debemos dar gracias a
la tecnología es el uso de un software que permite cruzar información de
distintas bases de datos y conocer oportunamente si alguno de los candidatos
cuenta o ha contado con sentencia judicial por delito cometido.
En el pasado era imposible, sobretodo
porque determinar caso por caso si un candidato tenía o no prontuario era
descubrirlo cuando ya había juramentado el cargo o, peor aún, había concluido
su mandato. Ahora gracias al software Veritas (creado por “hackers buenos”)
hemos descubierto centenas de casos de candidatos sentenciados, desde delitos
por omisión de alimentos, pasando por violaciones y estafas, hasta terrorismo y
homicidios. Una verdaderas “joyitas”.
Otro grupo son aquellos que declararon
un título o grado académico no obtenido. Son los que mordieron la vanidad de
vanidades.
Para ser político no se requiere un
grado académico. Fueron, y grandes políticos, sin ningún título o grado que
ostentar, Víctor Raúl Haya de la
Torre o José Carlos Mariátegui. Haya, por los avatares
políticos de su dilatada vida, nunca pudo terminar la carrera de Derecho y
menos obtener su título de abogado; y Mariátegui, por razones de salud y de situación
económica, no terminó la educación primaria.
Sin embargo un discípulo de Víctor
Raúl, con mayor suerte y confort económico que el maestro y, por añadidura, ex
presidente de la república, decía ostentar, o por lo menos permitió que se
creyese que ostentaba, un doctorado en la prestigiosa universidad La Sorbona de París; y,
ahora, hasta se encuentra en tela de juicio su dudoso grado de magíster
obtenido en una universidad donde su correligionario y buen amigo es nada menos
que rector.
Claro, tiene cierto “estatus” que a un
político con cargo público, antes de su nombre venga, a modo de prefijo, el
consabido “doctor”, o que en las placas conmemorativas, a las que son muy afectos,
aparezca la conocida frase “obra inaugurado siendo presidente o alcalde el doctor ……”; pero, le debe costar su
esfuerzo, y doctores, realmente doctores, de verdad hay pocos. Vanidad de
vanidades.
Pero, volviendo a los candidatos de
las próximas elecciones, un grupo mayoritario de estos son los que no
declararon bienes ni rentas. Imaginamos que debe ser gente que vive de lo que
buenamente el partido al que pertenecen les da o lo que sus vecinos colaboran.
No faltará un amigo por allí que le preste gratuitamente una casa para que viva
con su familia, otro que le regale una camioneta 4x4 para que se desplace
cómodamente, y uno más que tiene una cadena de supermercados y le proporciona
de todo para la alimentación de él y su familia. Tipos suertudos la verdad,
como el ex alcalde que va a la reelección por Lima, con serias dudas y manchas
bien oscuras sobre su anterior gestión, título de una universidad donde no lo
obtuvo y con un título de arquitecto en otra, obtenido misteriosamente, y que hasta
ahora es un acertijo saber cómo vive o como dice la conocida letra de una
canción “cómo lo hace”. Debe ser
“rico” vivir así, sin trabajar, con amigos que te mantienen y de “yapa” obtienes
títulos y grados profesionales que te llueven del cielo.
Pero, existe otro importante grupo de
candidatos que tienen sentencia ya cumplida; es decir “pagaron su deuda con la
sociedad” como eufemísticamente se acostumbra decir. Si bien es cierto ello,
creo que el Estado, vía el Jurado Nacional de Elecciones, teniendo en cuenta el
interés imperativo de la sociedad (de nuevo la cosa pública), debería poner en
conocimiento de la ciudadanía quienes son estos candidatos que otrora
delinquieron y por qué delito, aclarando indudablemente que ya cumplieron su
condena. El elector decidirá al final si le entrega la confianza de su voto o
no. Han existido casos de condenados redimidos realmente y que luego contribuyeron
con una clara y notable función pública; pero, por el principio de trasparencia
y publicidad, el elector debe conocer los antecedentes, el pasado, del
candidato por el que piensa votar. Al final de cuentas es mejor tener un buen
elector informado a uno que no lo es. Y como dice el conocido adagio –al cual
era afecto el conocido ex presidente- “quien
no la debe no la teme”.
De nuevo el interés público y el
privado. En una república uno prevalece sobre el otro en determinados casos.
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