Por: Eduardo Jiménez J.
Agosto fue un mes aciago para la
política, las letras y las artes. Casi
consecutivamente se fueron Henry Pease, Enrique Zileri, David Sobrevilla,
Rafael y Victoria Santa Cruz y, ahora, Felipe Osterling.
Mi primer acercamiento a Felipe
Osterling fue por el derecho: su tratado de Obligaciones, escrito al alimón con
Mario Castillo, era y es consulta indispensable para el estudiante, con mayor
razón cuando mi tesis de bachillerato versaba sobre un aspecto importante de
las obligaciones como es el pago de intereses. Siempre le tuve respeto como
“padre” del importante Libro VI del Código Civil; y si bien fue bastante
conservador en la estructura final del texto (hecho que después me percaté era
inherente a su carácter), se debe reconocer que es uno de los pocos temas del
Derecho Civil donde los cambios se realizan muy lento.
Ideológicamente no fue un liberal, más
bien fue el conservador que encajó muy bien en el Partido Popular Cristiano (“club de abogados” como alguien, en ese
entonces, lo denominó acertada e irónicamente); aunque fue un socialcristiano
por convicción y formación. Quizás la educación en colegios religiosos, los
estudios en la PUCP
“pre-modernizante” de la casona en la Plaza
Francia , marcaron ese tono que iba bien con su carácter. Un
tanto en esa tradición que insufló Riva Agüero para lo que pensaba debía ser
una universidad católica.
Profesor por largos decenios, hacía
cátedra no solo en el aula, sino también en la tribuna política. Un auténtico
profesor lo es dentro y fuera de aulas. En ello fue un ejemplo para muchos de
su generación y las que vinieron después. Dejó de ser profesor y se convirtió en maestro.
Un ejemplo del Osterling académico fue
que solo publicaba aquello que pensaba valía la pena. No fue tanto hombre de
multifacética obra, con mucha extensión pero poca profundidad, sino de escasa
extensión, casi reducida al tema de Obligaciones, pero con evidente profundidad.
En ese sentido fue un obseso, en el
buen sentido del término, y uno de los pocos realmente juristas, en el sentido
preciso de la palabra.
El Osterling
político me llamó la atención mucho después. No tanto el ministro de
justicia del segundo gobierno de Belaunde, sino el que desafió el autogolpe de
Alberto Fujimori en 1992. La célebre foto donde increpa airado a los militares
que le impiden ingresar al Congreso en calidad de presidente del Senado dio la
vuelta al mundo.
Su vida política activa terminó en ese
momento, pero no su participación en la política como opinante, como hombre
preocupado por la cosa pública.
Osterling pertenece a esa vieja raza de republicanos que, sin importar la
tienda donde militan, su interés está en los problemas del Perú y sus posibles
soluciones.
Esa raza que se va extinguiendo con la
desaparición de Henry Pease desde el ejercicio de la cátedra y la política, de
David Sobrevilla desde la filosofía comprometida con la realidad, de Enrique
Zileri desde el periodismo crítico, y Felipe Osterling desde la tribuna del
derecho. No fue de esos “juristas” que se creen asépticos y prefieren no opinar
de política (y terminan sirviendo a dictaduras o gobiernos autoritarios). Todo
lo contrario, quiso “ensuciarse las manos” en su compromiso con el país, más
allá de las intolerancias que todavía imperan en nuestro medio.
Sus últimos años los dedicó a escribir
sus memorias y a poner a punto la versión definitiva de su Tratado de
Obligaciones, de reciente circulación.
Viejo republicano, quizás con él se
está extinguiendo una forma de acercarse a la política, comprometida con el
país y sus instituciones más allá de los apetitos inmediatos. Descanse en paz.
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