Por: Eduardo Jiménez J.
La capacidad subjetiva de albergar en
una sola persona el bien y el mal, lo hace un personaje llamativo para la
ficción. El bien y el mal reunidos en un único ser, como es en la vida real. Un
policía honesto, artífice de la captura del siglo, pasó de héroe a villano en
las mismas páginas policiales que cubrían la hazaña de capturar a Abimael
Guzmán en aquel, ya lejano, 1992.
La respuesta más directa a la pregunta
del título es que lo jodió la ambición, el dinero fácil, algo que no se
consigue siendo honesto. De allí a contactar con las personas equivocadas, como
el clan Orellana, solo hay un paso. Pero, creo hay algo más en el caso de
Benedicto Jiménez.
El ser relegado en su propia
institución luego de ser actor principal en “la captura del siglo”, mientras
otros, con menos méritos que él, eran promovidos; el pasar al retiro y vivir
con una pensión modesta; el no sentirse recompensado como él pensaba, crea una
suerte de “desquite” con la sociedad. Si por las buenas esta no me lo da, lo
tomaré por las malas. Si a ello se suma que no se posea sólidos cimientos
éticos (como los tuvo su gran antagonista en la captura, el general Ketín Vidal),
el cruzar el umbral de la delincuencia no es complicado. (Por cierto, toda la
gran polémica con Ketín Vidal fue por el reconocimiento de los créditos en la
captura: Ketín tuvo todos los honores en calidad de general en jefe, mientras
Benedicto y su gente del GEIN pasaron a un segundo plano).
Pero, creo ha existido algo más que
conseguir dinero fácil y abundante. Quizás ansia de reconocimiento público. Su
trayectoria pos captura lo demuestra. Algo recuerdo, hace muchos años, de un
bochornoso incidente en una elección de mi gremio, el Colegio de Abogados de
Lima, donde Benedicto quiso entrar a la
mala a la sede del Colegio, desconociendo un resultado electoral desfavorable
a su candidato. Métodos hamponescos y
mercenarios al servicio de quien mejor pagase, síntoma del contrato con el diablo que suscribiría con Orellana años más tarde.
Ello me trae a colación, tiempo
después del incidente narrado, de su candidatura a la alcaldía de Lima por el
Partido Aprista con el apelativo El
Sheriff. Su sobrenombre lo decía todo: iba a imponer ley y orden. Tampoco
consiguió el reconocimiento que creía merecer y su fugaz paso por la política
se eclipsó en el olvido.
De allí se le perdió de vista, hasta
que reaparece como director de la revista judicial que patrocinaba su nuevo mecenas,
Rodolfo Orellana.
Hasta el nombre de la revista sonaba a
burla, Juez Justo, o cachita como decimos los peruanos. Una
revista que se dedicaba a calumniar a los que osaban denunciar los manejos
turbios de su jefe, que utilizaba el amedrentamiento judicial y el reglaje
contra los que no habían sido comprados por su actual patrón. Fue parte de su
método de trabajo a cambio de dinero y poder. Métodos más de soplón que de
policía. Podemos decir que en ese momento ingresó de lleno al lado oscuro de la fuerza.
En cierta forma, estaba en la cúspide
del poder. Director de una revista, hombre público respetado. Ahora sí era
temido por jueces, fiscales y periodistas. Se codeaba con políticos y empresarios, con aquellos que pocos años
atrás lo ninguneaban o lo miraban por encima del hombro. Otros, lo endiosaban,
alabándolo. (Basta escuchar el audio de sobonería adulona de una de sus
abogadas donde le informa de un conocido y controvertido juez supremo que verá
su caso). Imagino que en esta nueva etapa de su vida pensaba que el
reconocimiento ya había llegado como esperaba: dinero y lo que el dinero puede
comprar, pero sobretodo poder.
Quizás los sicoanalistas lo pueden explicar
mejor. Pero, en un momento lo que nos da placer, luego nos puede infligir
dolor, nos pasa la factura del goce que hemos recibido. Eso les sucede, por
ejemplo, a los drogadictos; y, en general, a todos los que solo buscan un
placer sensorial. Esa sensación pasajera se vuelve en contra suya. O, peor aún,
necesitan más de esa sensación para sentirse bien. Similar fenómeno les ocurre
a los que gozan del poder y vuelven a este porque se les ha convertido en una
“droga”, como en los políticos.
Supongo que con todo el dinero y poder
acumulado pensaría proyectarse en un futuro no muy lejano a intentar de nuevo algún
cargo público importante: alcalde provincial, presidente regional o, porqué no,
presidente de la nación.
Por esas ironías de la vida, luego de
la captura vuelve a cobrar notoriedad, quizás no como lo había pensado, pero
vuelve a estar en los titulares noticiosos y en boca de todos. Vuelve a gozar
la efímera fama.
Vicios privados, públicas virtudes. La
verdad, Benedicto Jiménez es digno de una novela o una película, siquiera una
miniserie.