Por: Eduardo Jiménez J.
@ejj2107
El viejo Marx decía que la historia se
repite, solo que en la segunda ocasión era comedia lo que antes fue drama.
Algo de ello parece esbozarse en las
postrimerías del gobierno de Humala: una suerte de déjà vu de lo que fue el autoritarismo neoliberal del gobierno de
Fujimori en los noventa. Por lo menos algunas medidas en el ámbito laboral,
como la cuestionada ley de empleo juvenil (“ley pulpín”), nos retrae a aquellos
tiempos de la ideología del cholo barato
y el tigre de los andes (todo al ritmo del chino).
Es cierto que políticamente la ley
trae réditos a la oposición. Es poco complicado ubicarse en contra de una norma
que recorta derechos. La inversión es poca y la rentabilidad (política) es
alta. De allí que gran parte del establishment
se haya plegado a la izquierda del gobierno, rechazando la ley. Hasta los
fujimoristas, Alan García II y Pedro Pablo Kuczynski la rechazaron¡¡¡
Pero no menos cierto es que el
gobierno se encuentra atrapado en la complacencia al gran capital, cuya eterna
monserga son los sobrecostos laborales,
lo que se encuentra en relación inversa al rechazo ciudadano. Es que el
ambiente de sensibilización de los derechos laborales es mucho mayor hoy en día
que en los años noventa, donde la población en forma más o menos conciente
aceptó un recorte de derechos en aras de un futuro mejor para sus hijos. Fue una
suerte de pacto social tácito de sacrificio
generacional en el entorno del terrorismo, desgobierno y pocas posibilidades
económicas en aquel entonces.
Obviando las interpretaciones
constitucionales, que serán variadas; nos encontramos con la efectividad de la
norma, vale decir si conseguirá los fines deseados. Y en este extremo es que
pueden comenzar a verse los fallos, en el sentido que la ley aprobada pueda ser
objeto de un abuso por parte de los empresarios, sustituyendo a trabajadores
con derechos por otros con no tantos. Y, lo peor, con la complacencia de un
gobierno débil y que hace mucho arreó las banderas de las reivindicaciones
populares (si alguna vez las tuvo).
Tampoco es probable que la norma
beneficie a los miles de trabajadores de las pequeñas empresas, sumidos en la
explotación más vil, los que pese a las facilidades otorgadas a las MYPES jamás
han formalizado a sus trabajadores.
Más allá de los dilemas políticos del
gobierno humalista, sería patético que termine siendo recordado como un
gobierno entreguista al gran capital nacional y extranjero, incluyendo la mano
de obra, lo que significó para muchos de sus votantes una esperanza de cambio.
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