Por: Eduardo Jiménez J.
@ejj2107
Una verdad evidente es que Mario Vargas Llosa no es un
escritor muy querido por el público como lo fue Julio Ramón Ribeyro o lo es
Alfredo Bryce Echenique. El primero ya era idolatrado en vida y, muerto, casi
es considerado un santo laico; mientras que a Bryce se le perdona todo, hasta
los plagios descarados que perpetró en ciertos artículos publicados en los
diarios (felizmente no postula para presidente de nada).
Quizàs la falta de querencia contra Mario obedece a su
carácter controversial, polémico, que “pisa callos” sin importar a quién.
Expone sus opiniones directamente, en un ambiente como el limeño acostumbrado a
la ambigüedad e hipocrecía. Por ello es más temido que querido, más respetado
que amado.
Hombre de su tiempo como lo fue su gran modelo de
intelectual, Jean Paul Sartre, comprometido con pasión en causas diversas,
profesando una honestidad consecuente, sin doblez, sea como antaño cuando
defendió la revolución cubana o ahora defendiendo el laicismo del estado o el
matrimonio igualitario.
El paso del marxismo al liberalismo no fue abrupto. Del
rompimiento con el modelo cubano en los setenta, pasó a una suerte de
socialdemocracia escandinava y, luego, entre los ochenta y noventa al
liberalismo clásico. Fue una lucha agónica consigo mismo, antes que un “cambio
de camiseta” como les sucedió a muchos intelectuales de aquellos años.
Buen polemista, pero mejor prosista, no solo de novelas,
sino ensayos y, claro está, artículos periodísticos, género que cultiva desde
los quince años. Cuando se publiqué la edición definitiva de sus obras
completas, de hecho abarcará considerables tomos. Obvio que no todo es de
pareja calidad (ni a Cervantes se le puede pedir eso). De sus novelas, tres o
cuatro resisten el paso del tiempo. Del teatro no podemos decir lo mismo. Sus
ensayos sí son más contundentes y quizás la posteridad lo catalogue a Mario
como notable ensayista y gran novelista. Racional pero también persuasivo, sabe
argumentar coherentemente, sin descuidar la prosa.
Si bien su paso por la política activa fue corto, de 1987
a 1990, cuando tienta desastrosamente la presidencia de la república, nunca ha
dejado de preocuparse por la cosa pública.
En los noventa realiza una crítica feroz contra el gobierno de Fujimori por
corrupto y ladrón. Muchos confundieron su actitud con resentimiento por perder
la presidencia, pero el tiempo le daría la razón: el de Fujimori fue quizás uno
de los gobiernos más corruptos y miserables de nuestra vida republicana.
Recuperada la democracia en el 2000, se convirtió en
“garante” de esta, avalando dos candidaturas que llegaron a la presidencia: la
de Toledo y la de Humala. La de Humala fue la más sensible y controversial,
sobretodo porque gran parte del electorado no confiaba plenamente en su
“conversión” a demócrata, luego de abrazar ardoramente el polo rojo del
chavismo. Sin embargo, cumplió su palabra y –al igual que Toledo- abandonó el
poder con baja aprobación y cubierto de escándalos y denuncias.
Esta vez Mario quiere hacer lo mismo, apoyando la
candidatura de PPK en contraposición a la de Keiko Fujimori, la hija del dictador como suele decir;
pero lo veo más difícil. El antifujimorismo no es tan amplio como antaño y las
resistencias no son como lo fueron a inicios de siglo. Como que el elector está
diciendo que debemos voltear la página y ver el futuro sin tantos debes al
pasado.
Con la obtención del Premio Nobel en 2010 parecía que ya
estaba más allá del bien y del mal; pero, como el mismo refiere, el temor a
convertirse en una estatua, ha hecho que siga latiendo la contradicción dentro
de si, a tal punto que a una edad donde casi todos los hombres descansan, para
bien o para mal, al lado de la compañera de toda la vida, de ver apasiblemente
crecer a los nietos, él optó por el “escándalo social” al emparejarse con
Isabel Preysler, la socialité más
conocida de España, ex y viuda de muchos grandes, y ser Mario parte de la
comidilla de “la sociedad del espectáculo”, a la que tanto denostó en sesudos
ensayos. Ironías de la vida.
A los ochenta cumplidos sigue tan vigente como cuando
tenía dieciocho, cuando se enamoró de la tía Julia, se fue a Madrid y luego a
París, se divorció de la tía y se casó con la prima Patricia, escribió una
novela que fue polémica cuando se publicó (La
ciudad y los perros), apoyó la revolución cubana, luego abjuró de esta. Y
el resto es historia conocida.