Por: Eduardo Jiménez J.
@ejj2107
Por instinto he recelado de los millonarios que entran a
la política. Generalmente lo hacen para aumentar su riqueza. Platón desconfiaba
de los oligarcas, del gobierno de los ricos. Y tenía razón. Van de espaldas al
pueblo, sea que el millonario venga de arriba o emerga de abajo de la pirámide social.
Por eso recelaba de PPK, pese a que cierta izquierda caviar lo puso cerca a
santo republicano en la segunda vuelta para enfrentarlo a Keiko. El resto de lo
que pasó es historia conocida.
“Las puertas giratorias”, aquel procedimiento que alude
al fácil cruce de los altos funcionarios entre la actividad pública y la actividad
privada se cumplió con creces en un presidente que hizo del loby su divisa y de
la comisión su bandera. Teniendo el poder de la más alta magistratura, era
evidente que lo iba a usar a favor suyo y de su entorno.
Aunque si lo vemos desde un punto de vista trágico, casi
griego, fue la primera víctima nacional de la megacorrupción de Odebrecht. Y
dudo que sea la última. Por ello, fue patético presenciar, en sus últimos días,
el desesperado pedido de “lealtad” que exigía al vicepresidente a través de sus
emisarios para que renuncie junto a él. Reflejaba una mentalidad de señor
feudal y que no le importaba el país. Algo así como “después de mí, el
diluvio”.
También fue triste ver cómo se compraba votos. El “cuánto
hay”. Lo que sirvió de catarsis para lo que vino después, haciéndonos recordar
años más oscuros; y también para presenciar una práctica que es bastante común
en la política, aquí y allá. El interés personal antes que el del país. En el
medio, un abogado del presidente practicando lo mismo que tanto denostaba en
otros. Vicios privados, públicas virtudes. Fue también el debut como aprendiz
de brujo del joven Kenyi, quemado por
su propia hermana. Si Shakespeare estuviese vivo y en Perú escribiría una
magnífica tragedia (o tragicomedia) sobre todo lo que pasó en estos días.
Pero, lo más grave de todo ello es que somos una sociedas
premoderna, en el sentido que no diferenciamos lo público de lo privado. Como
los caudillos del XIX, el estado y sus recursos es “la chacra” del que
transitoriamente está en el poder. De allí que hayamos fallado en todos los
intentos de poner una barrera entre una y otra, mientras la corrupción campea
en todos lados.
Queremos ser del primer mundo, ingresar a la OCDE, pero
nuestra cultura y costumbres son del medioevo, no hemos cambiado mucho. Por eso
acá no se cumplen los contratos y se
desconfía para hacer negocios con el que no pertenece al entorno cercano, a la
“tribu”. No se respeta la palabra empeñada ni lo que está pactado en el papel.
Hay que ser más “pendex” que la otra parte y sacarle la vuelta antes que el
otro lo haga.
Tampoco nos quejemos de la calidad de congresistas que
tenemos: acosadores sexuales, omisos a la asistencia familiar de sus hijos,
burladores de los derechos laborales de sus trabajadores, estafadores
consumados, mentirosos en su hoja de vida, etc., etc.: estamos eligiendo lo que
nosotros somos. Son nuestro espejo. Los sicoanalistas lo expresan mejor: por un
mecanismo de trasferencia elegimos a candidatos que tienen similar
idiosincracia a la nuestra. Por eso, cuando se recomienda que la próxima vez
piensen mejor a quién eligen, más es un buen deseo que una realidad.
Tendríamos que cambiar nosotros para modificar nuestro
patrón de opciones políticas. No es casual que en los últimos 25 años hayan
sido electos un Fujimori, un Toledo, un Humala o un PPK, que fue la encarnación
del “blanco pendex que la hizo”. Y no será casual que el 2021 votemos por
alguien parecido a como lo hicimos antaño.
Aunque en todo este cambalache político hay algo bueno
–seamos optimistas-. En anteriores épocas la crisis se habría resuelto con un
golpe militar, cortando la institucionalidad democrática. Desde el 2000 somos
más institucionales. Elegimos el cauce que establece la constitución. En
aquellos años convocando a elecciones generales, ahora reemplazando el vice al
presidente.
Tampoco fue la peor crisis política que tuvimos. La del
2000 fue más fuerte y complicada, y antes hemos tenido otras más sísmicas. Lo
que sucede es que el “ruido” y el aferrarse PPK al cargo con uñas y dientes,
“como gato panza arriba” (sic), hizo creer que la cosa era tan grave como lo fue
a fines del siglo XIX la salida de Cáceres de la presidencia. No hubo miles de
muertos cerca a la Plaza Mayor como antaño, pero sí miles de tuits que
cirdularon frenéticamente en las redes. Como dirían nuestros abuelos, “crisis,
las de mi época”.
También fue bueno que no se diera un movimiento de la
magnitud del que “se vayan todos”. No es que apruebe lo que tenemos en vitrina,
sino que en un movimiento de cambio radical los que vienen pueden ser peores
que los que se van. Les pasó a los italianos en los años noventa, cuando fue
barrida toda la clase política de ese entonces con el proceso mani pulite. Y el vacío de poder puede atraer
al aventurero, al que decida romper las reglas institucionales en nombre de la
corrupción vivida. Sea de izquierda o de derecha. Pregunten en Venezuela como
acabó la historia. Saltar al vacío es como jugar a los dados.
Quiero creer que los tres y pico de años que tiene al
frente el vice que asume funciones serán mejores. Un presidente no hace
“milagros”, pero dentro de los límites puede administrar adecuadamente las
riendas del gobierno, sin necesidad muchas veces de tanto “pergamino” como el
olvidable “gabinete de lujo” de PPK y sí con más olfato y calle política.
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