Friday, April 27, 2018

DE GRADOS Y TÍTULOS EN LA SOCIEDAD ACTUAL

Por: Eduardo Jiménez J.
        ejimenez2107@gmail.com
       @ejj2107

Así como antaño algunos españoles empobrecidos y con ansias de arribismo se autodesignaban como condes o marqueses sin serlo, hoy se ha vuelto recurrente en los parlamentarios de Perú mentir en su hoja de vida sobre supuestos grados y títulos universitarios conseguidos, sea acá o afuera. Pululan por ahí varios “doctores” sin haber pisado jamás un claustro universitario. Ya no hablemos de aquellos que “compraron” su tesis al peso y los plagios recurrentes de libros y artículos en el mundo académico.

Pero, ¿por qué mentir en los estudios si la ley solo exige para ser congresista o presidente de la república ser peruano de nacimiento y la edad?  En teoría hasta podría ser analfabeto el candidato a un cargo de elección popular.

No creo que sea solo vanidad. Quizás existe un trasfondo de complejo de inferioridad en una sociedad como la peruana tan desigual y donde tienen mucha importancia los papeles que acrediten estudios, como antaño lo tuvieron los títulos nobiliarios. Entre nosotros no se instituyó la cultura del trabajo y el orgullo del emprendedurismo propio sin importar demasiado los títulos. Más bien el titularse “doctor” acarrea un estatus de distinción en la sociedad actual y un respeto a quien lo detenta más allá de las cualidades intrínsecas de la persona. Y si se tiene la piel un poco más oscura, el título la “blanquea”. Como que racistas seguimos siendo.

Es cierto que el asunto se ha vuelto casi mundial. Para acceder a un puesto de trabajo, sobretodo de alto nivel, es entendible una especialización, maestrías y doctorados en ciertas universidades, idiomas, experiencia profesional, así como la adecuada documentación que lo acredite. Igual sucede con los que siguen la carrera de docencia universitaria. La época de los autodidactas, de aquellos que se formaban leyendo o aprendiendo solos, es pasado. Ahora, como dice un conocido dicho, “papelito manda”.

Pero un político no requiere un título. Puede provenir del mundo de los negocios y no haber culminado ni siquiera la escuela y acceder a un cargo público de elección popular sin necesidad de pergaminos. En otras sociedades no se sienten tan compelidos a exhibir un grado universitario aquellos que ingresan a la política. Es más, de tenerlo, no se usará para nombrar o designar a la persona. Bastarán sus nombres, sin el doctor antepuesto. Entre nosotros, el “doctorearse” es costumbre nacional entre abogados, médicos y por supuesto políticos.

A tal punto ha llegado la obsesión en los políticos de ostentar un grado o siquiera acreditar haber acabado la escuela, que llegan a falsear documentos e inventarse compañeros de estudio y profesores que solo se encontraban en su imaginación, como una connotada “madre de la patria”, cuyos argumentos de excusa, un tanto retorcidos, daban para un buen cuento fantástico.

Claro, no son los únicos. Hace poco se descubrió que, nada menos, un magistrado del Tribunal Constitucional peruano se hacía pasar por doctor por una prestigiosa universidad extranjera, sin haber cumplido jamás requisitos mínimos como defender una tesis universitaria o haber terminado satisfactoriamente los estudios de post grado. Vanidad de vanidades.

En el mundo laboral y académico existen casos muy sonados de falseamiento de títulos, para no mencionar los plagios de obras cuya autoría pertenece a otros y hacerlas pasar por propias, u “olvidarse” del citado de la fuente en algún artículo científico. A la jefa de un conocido organismo educativo le costó el cargo el desliz ante tamaño olvido.

Ya no exhibiremos títulos de Condes o Marqueses como en la Colonia, pero sí de Magísteres y Doctores.

Friday, April 20, 2018

LO LOCAL Y LO GLOBAL

Por: Eduardo Jiménez J.
        ejimenez2107@gmail.com
       @ejj2107

Todo exceso trae una reacción. Lo parece confirmar la globalización actual (ha habido otras en el pasado) que ha creado tensiones entre lo local (la nación) y lo global, lo que no tiene fronteras. La tensión entre uno y otro no es solo en los países de América Latina; sino también en países de las ligas mayores como los Estados Unidos de Donald Trump, la Rusia de Putin, la China post Mao o las políticas más localistas de Gran Bretaña y la Unión Europea post Brexit, que ven con preocupación el efecto que la globalización trae en sus economías y el empleo. Y como un gran canalizador de fondos en distintas partes del mundo, las finanzas internacionales, sin patria y sin muchas regulaciones (escasas regulaciones que ya produjeron una seria crisis financiera en 2008).

En ese contexto, algunos hablan de las pugnas entre una “burguesía nacional” versus una “cosmopolita”, con una serie de operadores e ideólogos que representan los intereses de una u otra. Quizás podemos hablar más que de burguesía, de intereses nacionales versus intereses globalizantes. Desde esa óptica, Trump para algunos sería representante de esa burguesía más localista, que llegada al poder y a diferencia de sus predecesores, está tratando de defender los intereses nacionales de Norteamérica (protección de los mercados internos, su decisión de salirse de tratados comerciales, trabajo prioritario para los anglosajones y expulsión de los foráneos,vallas arancelarias a productos importados, y el simbólico muro con México). Visto así, tienen cierta lógica las aparentes boutades del presidente norteamericano. Estamos muy lejos del optimismo de Fukuyama y su fin de la historia.

En política, los excesos de la globalización están trayendo como reacción políticas nacionalistas (por cierto, no todo nacionalismo es malo, pero ese tema lo reservaré para otro artículo), lindantes con el chauvinismo, la xenofobia y políticos que en democracia pueden llegar al poder gracias a un discurso populista, demagógico y antiglobalizador. Es el caso de México y Andrés Manuel López Obrador, que tiene amplias posibilidades de llegar a la presidencia, precisamente por oponerse a las políticas más pro libre mercado de los candidatos del PRI y el PAN, los otros dos contendientes.

La globalización en si tampoco es mala. Nunca como antes el mundo es tan pequeño y sabemos lo que pasa al otro lado a la distancia de un clic. Ello, así como los grandes benefiicios que trae el internet y la cultura y economía digital, no está en discusión, ni tampoco crear un gran mercado común. El problema estriba en que en las tensiones entre lo particular (el estado-nación) y lo general, las trasnacionales globalizadas quieren absorber a los estados o pasarlos por alto, con regulaciones ex profeso a su favor o, mejor aún, sin regulaciones de ninguna clase. De allí que una serie de operadores e ideólogos “pro libre mercado” quieren pasar todo lo que sea globalización y trasnacionales como panacea y solución a todos los males, enfatizando que cualquier regulación del estado por más nimia que sea atenta contra los sagrados principios. (Un ejemplo bastante risible lo vimos en Perú en las discusiones bizantinas esgrimidas en el tema de la “libre canchita” resuelto por Indecopi y los cines. Según estos “líderes de opinión” Indecopi nos ponía casi al borde del comunismo más despiadado por regular que los espectadores puedan ingresar al cine con productos como la canchita -el popular pop corn- comprados o preparados fuera de los multicines).

Las reacciones en contra de la globalización se manifiestan en populismos de distinto tipo, fundamentalismos y, a veces, en dictadura radical. Por ello, tampoco podemos descartar un regreso a la política de los militares, sobretodo en sociedades con democracias e instituciones precarias. Si bien parece remoto, el “ruido de sables” podría producirse si a los civiles se les va de las manos los problemas económicos y sociales, o la situación del país resulta ingobernable y la corrupción se convierte en tema cotidiano. Y no me refiero únicamente a los militares guardianes del statu quo, sino aquellos que pueden plantear reformas desde el poder, desplazando a los civiles por incapaces. Guste o no a la derecha más rancia, Velasco vive.

Lo preocupante es cuando en el ejercicio de la política llegan a la presidencia candidatos que son o fueron operadores de la globalización financiera, como el expresidente PPK, lobista de empresas trasnacionales. Cuando hacen de la polítca un medio para ganar más dinero ellos y las empresas que representan, sin interesarles demasiado su país. Es evidente que no les importará lo que el pueblo sienta o quiera. Su patria es el dólar y su divisa la comisión. Igual sucede con los “gabinetes de lujo”, con muchos pergaminos obtenidos afuera y ejercicio laboral en trasnacionales, pero con poco sentimiento para el terruño y sus connacionales. Para ellos el Perú es algo remoto y sujeto solo a un tanto por ciento en los grandes negocios que las multinacionales puedan hacer.

Quizás por eso han fracasado en la región varios presidentes con desarraigo local, la patria apenas fue un accidente de nacimiento del destino, y su mentalidad está puesta en los dictados foráneos. Presidentes que han oscilado entre la mediocridad y el desafuero. Quizás por eso es necesario también presidentes más políticos, más localistas, más afincados al terruño. Que miren más adentro que afuera. E igualmente es necesario no olvidarnos de la nación y el estado. No han muerto, siguen vivos. La gran confederación de naciones de los utopistas de antaño y hacer del mundo una única gran patria, sigue siendo un sueño muy remoto; y mientras no existan otros “inventos” de la civilización humana que puedan reemplazar al estado-nación y la política, tenemos que seguir usándolos, sin olvidarnos de lo local, de “la patria chica” en este mundo globalizado.


Hace mucho que pasó el tiempo en que creíamos que la democracia por si iba a ser la solución a nuestros problemas irresueltos. Fue nuestra “edad de la inocencia”. También pasó el tiempo en que creímos que la política ya no era necesaria. Los tropezones que hemos tenido en los cerca de cuarenta años de vivir en democracia es signo que la política sigue siendo imprescindible.

Friday, April 06, 2018

A CINCUENTA AÑOS DEL PLANETA DE LOS SIMIOS

Por: Eduardo Jiménez J.
        ejimenez2107@gmail.com
       @ejj2107

Hace cincuenta años, en Marzo de 1968, se estrenaba una película diseñada como serie B, una de esas tantas de ciencia ficción distópica, que presentaba un mundo donde los seres racionales son los simios y los “animales”  los humanos.  El mundo al revés.

La película causó tanto impacto que se realizaron cuatro episodios más a lo largo de los años 70, unos dibujos, un olvidable remake de Tim Burton y un interesante reboot en el presente siglo, esta vez con la contaminación viral como fin de la especie en reemplazo de la guerra nuclear, tan presente en los años de la guerra fría.

En cierta manera El Planeta de los simios fue la sátira a lo Jonathan Swift, una reflexión en clave sarcástica sobre el futuro del hombre y la destrucción de su hábitat. El amargo y desolador final, donde el coronel Taylor (Charlton Heston) maldice al constatar que el planeta de las pesadillas donde cayó su nave espacial es la tierra de la que partió dos mil años atrás, tenía ribetes trágicos.

La película planteaba que el proceso que permitió al homo sapiens elevarse por encima de la vida animal y construir lo que conocemos como civilización podía ser revertido por él mismo, regresando a sus atávicos orígenes. Es lo que sucede con el lenguaje, ese complejo lógico-simbólico que permitió al hombre elaborar las ideas abstractas. En el filme, el ser humano ya lo había perdido, volviendo al mundo de las señas y gruñidos; signo de que podemos involucionar o degenerar y regresar a nuestro estado natural, antes de separarnos de las otras especies millones de años atrás. Creo que es posible cada vez que veo a adultos, jóvenes y niños estar prendidos de las imágenes de su celular o tablet.

También contiene una crítica a los principios dogmáticos sustentadas en la pura fe y que no admiten refutación, encarnadas en el doctor Zaius, el orangután que funge de guardián de la fe y los libros sagrados, irónicamente con el título de “ministro de la ciencia”, signo de una sociedad con una ideología que se alimenta de su propia dogma y por tanto no admite refutaciones. Al decir de los liberales como Popper, estamos ante una sociedad cerrada, enemiga de la ciencia y fanatizada: todo se encuentra en el libro sagrado y no es necesario buscar otra verdad o cuestionar la existente. Sin querer, El planeta de los simios denuncia también a las grandes religiones, asentadas en principios irrefutables que excluyen cualquier otra aseveración.

La oposición entre Zaius y Cornelius es la eterna contradicción entre el dogma y el saber científico, entre la fe y la verdad, entre “el espíritu de la tribu” y el de la libertad crítica.

Contra el pensamiento del doctor Zaius, tenemos a Cornelius, el chimpancé arqueólogo que haciendo excavaciones en la llamada “zona prohibida” (sinónimo de tabú), ha encontrado indicios de una civilización anterior y más desarrollada, la humana, con objetos sumamente sofisticados para la ciencia y técnica de los simios.

Zaius, con el poder que le otorga su cargo, trata a toda costa de persuadir a Cornelius a fin que no continúe con sus excavaciones, a veces ridiculizándolo (“cuidado que entierre su reputación”); no obstante, Cornelius quiere continuar, porque intuye, con la fe del investigador, que puede alcanzar un peldaño más arriba en la ciencia.

Pese a los sofisticados avances digitales de las posteriores versiones del Planeta de los simios, me quedo con la original de 1968, con sus simios de hule y escenografía de cartón (era tal la escasez de presupuesto, que la sociedad futurista de los simios debió ser reducida a una suerte de medioevo primitivo con viviendas a lo Picapiedra y unas cuantas casas esparcidas aquí y allá). Con todas las limitaciones, es más creíble, quizás porque se contó una historia donde los efectos especiales estaban al servicio de aquella, y con magníficas actuaciones, empezando por la de Heston en uno de sus mejores papeles, dándole un toque trágico a su personaje.

Como en las tragedias griegas, el personaje va en busca de una gran respuesta a sus dudas, pero lo que encuentra puede ser tan desolador que era mejor no buscarla, como le sucede a Taylor al darse cuenta que no estaba en un planeta diferente sino que había regresado a la tierra dos mil años después, totalmente devastada por el propio hombre. El hombre como lobo del hombre, al decir de Hobbes, está presente en esa memorable escena final que resume su gran búsqueda y confirma sus más hondos temores e intuiciones.


Cincuenta años después, El planeta de los simios sigue tan vigente como el día de su estreno.