Por: Eduardo Jiménez J.
@ejj2107
Así como antaño algunos españoles empobrecidos y con
ansias de arribismo se autodesignaban como condes o marqueses sin serlo, hoy se
ha vuelto recurrente en los parlamentarios de Perú mentir en su hoja de vida
sobre supuestos grados y títulos universitarios conseguidos, sea acá o afuera. Pululan
por ahí varios “doctores” sin haber pisado jamás un claustro universitario. Ya
no hablemos de aquellos que “compraron” su tesis al peso y los plagios
recurrentes de libros y artículos en el mundo académico.
Pero, ¿por qué mentir en los estudios si la ley solo
exige para ser congresista o presidente de la república ser peruano de
nacimiento y la edad? En teoría hasta
podría ser analfabeto el candidato a un cargo de elección popular.
No creo que sea solo vanidad. Quizás existe un trasfondo
de complejo de inferioridad en una sociedad como la peruana tan desigual y donde
tienen mucha importancia los papeles que acrediten estudios, como antaño lo
tuvieron los títulos nobiliarios. Entre nosotros no se instituyó la cultura del
trabajo y el orgullo del emprendedurismo propio sin importar demasiado los
títulos. Más bien el titularse “doctor” acarrea un estatus de distinción en la
sociedad actual y un respeto a quien lo detenta más allá de las cualidades
intrínsecas de la persona. Y si se tiene la piel un poco más oscura, el título
la “blanquea”. Como que racistas seguimos siendo.
Es cierto que el asunto se ha vuelto casi mundial. Para
acceder a un puesto de trabajo, sobretodo de alto nivel, es entendible una
especialización, maestrías y doctorados en ciertas universidades, idiomas, experiencia
profesional, así como la adecuada documentación que lo acredite. Igual sucede
con los que siguen la carrera de docencia universitaria. La época de los
autodidactas, de aquellos que se formaban leyendo o aprendiendo solos, es
pasado. Ahora, como dice un conocido dicho, “papelito manda”.
Pero un político no requiere un título. Puede provenir
del mundo de los negocios y no haber culminado ni siquiera la escuela y acceder
a un cargo público de elección popular sin necesidad de pergaminos. En otras
sociedades no se sienten tan compelidos a exhibir un grado universitario
aquellos que ingresan a la política. Es más, de tenerlo, no se usará para
nombrar o designar a la persona. Bastarán sus nombres, sin el doctor
antepuesto. Entre nosotros, el “doctorearse” es costumbre nacional entre
abogados, médicos y por supuesto políticos.
A tal punto ha llegado la obsesión en los políticos de
ostentar un grado o siquiera acreditar haber acabado la escuela, que llegan a
falsear documentos e inventarse compañeros de estudio y profesores que solo se
encontraban en su imaginación, como una connotada “madre de la patria”, cuyos
argumentos de excusa, un tanto retorcidos, daban para un buen cuento fantástico.
Claro, no son los únicos. Hace poco se descubrió que,
nada menos, un magistrado del Tribunal Constitucional peruano se hacía pasar
por doctor por una prestigiosa universidad extranjera, sin haber cumplido jamás
requisitos mínimos como defender una tesis universitaria o haber terminado satisfactoriamente
los estudios de post grado. Vanidad de vanidades.
En el mundo laboral y académico existen casos muy sonados
de falseamiento de títulos, para no mencionar los plagios de obras cuya autoría
pertenece a otros y hacerlas pasar por propias, u “olvidarse” del citado de la
fuente en algún artículo científico. A la jefa de un conocido organismo
educativo le costó el cargo el desliz ante tamaño olvido.