Por: Eduardo Jiménez J.
@ejj2107
Hace cincuenta años, en Marzo de 1968, se estrenaba una
película diseñada como serie B, una de esas tantas de ciencia ficción distópica,
que presentaba un mundo donde los seres racionales son los simios y los
“animales” los humanos. El mundo al revés.
La película causó tanto impacto que se realizaron cuatro
episodios más a lo largo de los años 70, unos dibujos, un olvidable remake de Tim Burton y un interesante reboot en el presente siglo, esta vez
con la contaminación viral como fin de la especie en reemplazo de la guerra
nuclear, tan presente en los años de la guerra fría.
En cierta manera El
Planeta de los simios fue la sátira a lo Jonathan Swift, una reflexión en
clave sarcástica sobre el futuro del hombre y la destrucción de su hábitat. El
amargo y desolador final, donde el coronel Taylor (Charlton Heston) maldice al
constatar que el planeta de las pesadillas donde cayó su nave espacial es la
tierra de la que partió dos mil años atrás, tenía ribetes trágicos.
La película planteaba que el proceso que permitió al homo sapiens elevarse por encima de
la vida animal y construir lo que conocemos como civilización podía ser
revertido por él mismo, regresando a sus atávicos orígenes. Es lo que sucede
con el lenguaje, ese complejo lógico-simbólico que permitió al hombre elaborar
las ideas abstractas. En el filme, el ser humano ya lo había perdido, volviendo
al mundo de las señas y gruñidos; signo de que podemos involucionar o degenerar
y regresar a nuestro estado natural, antes de separarnos de las otras especies
millones de años atrás. Creo que es posible cada vez que veo a adultos, jóvenes
y niños estar prendidos de las imágenes de su celular o tablet.
También contiene una crítica a los principios dogmáticos sustentadas
en la pura fe y que no admiten refutación, encarnadas en el doctor Zaius, el
orangután que funge de guardián de la fe y los libros sagrados, irónicamente
con el título de “ministro de la ciencia”, signo de una sociedad con una
ideología que se alimenta de su propia dogma y por tanto no admite
refutaciones. Al decir de los liberales como Popper, estamos ante una sociedad
cerrada, enemiga de la ciencia y fanatizada: todo se encuentra en el libro
sagrado y no es necesario buscar otra verdad o cuestionar la existente. Sin
querer, El planeta de los simios
denuncia también a las grandes religiones, asentadas en principios irrefutables
que excluyen cualquier otra aseveración.
La oposición entre Zaius y Cornelius es la eterna
contradicción entre el dogma y el saber científico, entre la fe y la verdad,
entre “el espíritu de la tribu” y el de la libertad crítica.
Contra el pensamiento del doctor Zaius, tenemos a
Cornelius, el chimpancé arqueólogo que haciendo excavaciones en la llamada
“zona prohibida” (sinónimo de tabú), ha encontrado indicios de una civilización
anterior y más desarrollada, la humana, con objetos sumamente sofisticados para
la ciencia y técnica de los simios.
Zaius, con el poder que le otorga su cargo, trata a toda
costa de persuadir a Cornelius a fin que no continúe con sus excavaciones, a
veces ridiculizándolo (“cuidado que entierre su reputación”); no obstante,
Cornelius quiere continuar, porque intuye, con la fe del investigador, que
puede alcanzar un peldaño más arriba en la ciencia.
Pese a los sofisticados avances digitales de las
posteriores versiones del Planeta de los
simios, me quedo con la original de 1968, con sus simios de hule y
escenografía de cartón (era tal la escasez de presupuesto, que la sociedad
futurista de los simios debió ser reducida a una suerte de medioevo primitivo
con viviendas a lo Picapiedra y unas cuantas casas esparcidas aquí y allá). Con todas las
limitaciones, es más creíble, quizás porque se contó una historia donde los
efectos especiales estaban al servicio de aquella, y con magníficas
actuaciones, empezando por la de Heston en uno de sus mejores papeles, dándole
un toque trágico a su personaje.
Como en las tragedias griegas, el personaje va en busca
de una gran respuesta a sus dudas, pero lo que encuentra puede ser tan
desolador que era mejor no buscarla, como le sucede a Taylor al darse cuenta
que no estaba en un planeta diferente sino que había regresado a la tierra dos
mil años después, totalmente devastada por el propio hombre. El hombre como lobo del hombre, al decir
de Hobbes, está presente en esa memorable escena final que resume su gran
búsqueda y confirma sus más hondos temores e intuiciones.
Cincuenta años después, El planeta de los simios sigue tan vigente como el día de su
estreno.
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