Por: Eduardo Jiménez J.
@ejj2107
La fecha dice poco para muchos; pero este año se
conmemora los 40 del histórico paro general del 19 de Julio, el único en la
historia contemporánea que realmente paralizó casi en su totalidad la ciudad de
Lima.
Pero, creo que el paro se ha magnificado. Se dice que
marcó el inicio del fin de la dictadura militar de ese entonces. Muchos que
estuvimos allí creímos eso; pero, visto a la distancia de los años, no es tan
simple como parece.
Lo que sucede es que hay una falsa impresión de causa y
efecto, debido a que a las pocas semanas de producido el paro, el gobierno
militar convoca al proceso de transición a la democracia, con una Asamblea
Constituyente para el año siguiente, donde participan todas las fuerzas
políticas de ese entonces, incluyendo la izquierda, y elecciones generales para
1980. Dicho sea, el gobierno de Francisco Morales Bermúdez respetó cabalmente
el cronograma.
Visto así, todo parece indicar que el paro general del 19
de Julio fue la causa de la convocatoria del cronograma de retorno a la
democracia; pero, la pregunta es si un paro de trabajadores puede “derrumbar” a
un gobierno dictatorial. La respuesta obvia es no. El gobierno militar estaba
debillitado y no era muy popular, pero no estaba para derrumbarse.
Y si buscamos antecedentes a nivel de otros países de la
región que sufrían igualmente dictaduras, ninguna se derrumbó por un paro de
trabajadores. Las causas del fin casi siempre han tenido que ver con el desgaste
de la propia dictadura, causas extrínsecas al país, o una combinación de ambas.
Quizás, y es solo una hipótesis, el gobierno militar usó
el paro como pretexto para regresar a sus cuarteles. Se sabe que sectores
castrenses presionaron para “el retorno a la civilidad”, mientras otros más
bien minoritarios abogaban por una “continuación de la revolución”. Parece que
en ese “tira y afloja” institucional ganó la primera posición.
Tengamos presente que el gobierno militar peruano era
“institucionalista”, no caudillista como muchos que azolaron el continente. No
era como las dictadutas militares típicas de América Latina que siguen al
caudillo de turno, sino respondía a criterios institucionales. Y Morales
Bermúdez, más que el propio Velasco Alvarado, tenía un perfil institucional.
(En cierta forma Velasco Alvarado sale del poder por no respetar esa
institucionalidad).
En ese marco se produce “el regreso a los cuarteles”. En
forma ordenada, con cronograma de por medio, y pactando garantías para los
generales y mandos superiores que estuvieron en el poder por doce años, pacto
que Belaunde en su segundo gobierno respetó en su totalidad. No fue un retorno
a la civilidad desordenado, como sucedió algunos años después con los
argentinos a raíz de la guerra de las Malvinas. Difícilmente un gobierno que se
derrumba y sin poder, puede negociar esas condiciones.
Tampoco tuvimos, y ello es necesario remarcarlo, un
genocidio sistemático como el acaecido en el cono sur del continente. Salvo
casos puntuales de desaparecidos y violaciones a los derechos humanos, no
tuvimos la razzia sin piedad que asoló a Chile, Argentina, Uruguay, Bolivia o
Brasil. Eso posibilitó que el “malestar” contra los militares no fuese de la
magnitud que se observó en los países vecinos. Es más, en ciertos momentos
críticos de nuestra historia reciente, el ciudadano promedio “extraño” la
presencia de los uniformados en el poder.
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