Monday, January 29, 2007

LA FILMOTECA

Luego de varios años he regresado a la Filmoteca de Lima ubicada al interior del Museo de Arte. Está igual, quizás más vieja. Los asientos me parecen incómodos, acostumbrado ahora a las cómodas butacas de la Ventana Indiscreta o de los multicines. Me parece que hasta el mismo señor que recogía los boletos a la entrada sigue allí. Hace muchos años venía acá, con una ex enamorada. Nos sentábamos en la última fila. Eso es lo bueno del cine, te acoge en su íntima oscuridad. Luego, por múltiples razones, dejé de venir.

Hoy me encuentro por una razón excepcional: le sigo el rastro a una película de Buñuel, “Nazarín”, que no pude ver en “La ventana…” el día que la dieron allá.
No sé cómo será la proyección, pero, me imagino, que no será muy buena, viendo los dos viejos parlantes que están al costado de la pantalla (el dolby surround y los demás artilugios de sonido no han llegado todavía a la Filmoteca).
Se dice que no está bien hablar mal de un viejo amor, y la Filmoteca fue uno muy querido. Gran parte de mi cenefilia se nutrió en su sala cuando los asientos eran de madera pura y dura y salías con un dolor en el trasero pero con gusto de haber visto por primera vez una película de Bergman o de Fellini. Es mejor callar y dejar ese bonito recuerdo en la memoria, ya que de eso tanto ella (la Filmoteca) como yo nos alimentamos y nos abriga tanto o más que un café caliente en invierno.

Estoy en esas cavilaciones cuando el señor que recogió mi boleto (ahora sí estoy seguro, es el mismo de épocas pasadas) se acerca a mi butaca y entre tímido y entrecortado, con la vista puesta en el suelo, me dice que lamentablemente no se podrá proyectar la película porque soy el único asistente y se requiere un mínimo de tres o cuatro para empezar una función, que disculpe más bien, que otra vez será. Le digo que está bien, que no se preocupe, que efectivamente parece que el ciclo de Buñuel no ha sido muy publicitado y me dirijo a la salida. Afuera hace frío a esa hora, me cierro la casaca polar hasta el cuello y me dirijo a tomar un café bien caliente pensando que no habrá un “otra vez será”.
Eduardo Jiménez J.
ejjlaw@yahoo.es

Tuesday, January 23, 2007

¿VENEZUELA VA CAMINO AL SOCIALISMO?

Si bien el presidente Chávez ha pedido al Congreso que Venezuela se denomine desde ahora “República socialista de Venezuela”, por experiencia histórica se sabe que el socialismo, como un nuevo estadio social, no se pasa por simple cambio de denominación o por retórica demagógica, sino que obedece a la estructura de su modo de producción, y por lo que sabemos, el modelo chavista no tiene nada de socialista sino más de bien de nacionalismo reciclado de los años sesenta.

Por eso, no es novedad que el proyecto chavista anuncie nacionalizaciones de empresas consideradas “estratégicas” como son las telecomunicaciones y electricidad, debido a que una característica de los procesos nacionalistas son precisamente las expropiaciones de empresas consideradas estratégicas en el marco de la política nacional; y, a pesar que Chávez anuncia un “socialismo para el siglo XXI”, su modelo por antonomasia (igual que lo era para el candidato Ollanta Humala) es el modelo nacionalista del gobierno del general Juan Velasco Alvarado en Perú (1968-75). El modelo chavista no mira al futuro, sino al pasado.

Efectivamente, igual que pasó en el Perú de los sesenta, Chávez también fue producto del enorme desprestigio de que gozaban los partidos políticos de ese entonces. En el caso peruano se llegó a la denominada “convivencia” entre un partido de masas como el partido aprista con la oligarquía criolla representada por la Unión Nacional Odriista, con la finalidad de oponerse desde el Parlamento a las reformas del primer gobierno del arquitecto Fernando Belaúnde Terry (1963-68), hasta concluir –gracias a la ceguera política de ese entonces- en el golpe de estado del general Velasco e iniciar un gobierno autoritario con reformas nacionalistas y aplicación, en lo económico, del modelo de sustitución de importaciones, terminando con la vida política y de libertad de expresión en el país, proceso político-autoritario que duró doce años. En el caso venezolano, fue la convivencia hasta la médula de la corrupción de los dos partidos que se alternaron en el poder por cerca de cuarenta años: Acción Democrática y el socialcristiano COPEI. Hijo político de esa etapa de la vida política venezolana fue Hugo Chávez, que surgió como alternativa de cambio y simbolizaba el “orden” frente al desgobierno y la corrupción.

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Pero, aparte de las nacionalizaciones, Chávez ha “recomendado” la necesidad de que el Banco Central no tenga autonomía, con lo cual se estaría recortando independencia en el manejo a un organismo que precisamente tiene por finalidad, entre otras, regular el tipo de cambio y la tasa de interés, así como mantener en buen nivel las reservas internacionales; por lo que al parecer la medida apunta a una “farra fiscal” sin restricciones que mantenga contentos a los allegados al régimen, incondicionales entre los que se cuentan a los empresarios que –como sucede también acá- se mantienen callados y contentos mientras tengan prebendas del régimen.

Para aplicar ese modelo se necesitan amplios recursos financieros. Velasco se tuvo que endeudar en el exterior, Chávez tiene los ingentes recursos del petróleo. Por otro lado, la enorme injerencia del estado en la sociedad, la economía y la política hace que todos dependan de los recursos del gobierno, desde quien solicita un puesto de trabajo hasta los empresarios que hacen lobby en la antesala de un ministro con la finalidad de obtener una licitación pública, pasando por las dádivas del avisaje estatal en el sector comunicaciones. Si eres amigo del gobierno llueven avisos, caso contrario escasearán hasta obligarte a cerrar.

Lo paradójico del caso es que ese modelo de intervencionismo estatal trae más corrupción, precisamente contra lo que combatió Chávez al iniciar su vida política.

Pero el modelo autoritario nacionalista cuando se siente fuerte –como es el caso venezolano- puede adquirir formas desfachatadas de abuso del poder, como no renovar licencias a medios de comunicación que son contrarios al gobierno. Es lo que ha pasado con un canal de televisión en Venezuela al que el mismo Chávez –actuando como si el Estado fuera su “chacra”- denegó la renovación de la licencia.
Síntoma de esa fortaleza es también la posibilidad lanzada por él mismo de instaurar la reelección presidencial indefinida vía “consulta popular”.

El modelo nacionalista, en la variante chavista, tiene también por añadidura la “exportación” de la “revolución bolivariana”. Producto de la globalización, el modelo, y sobretodo su caudillo, trata de tener presencia en los países vecinos y ganar aliados y peso geopolítico en la región, no importa si es al precio de convertir las relaciones internacionales en una “política de callejón”, donde más que argumentos abundan los insultos a los mandatarios que no le simpatizan (el último de una larga lista fue el Secretario General de la OEA, José Miguel Insulza a quien calificó de pendejo –en la acepción caribeña de la voz-), buscando de esa manera callar a sus opositores en el exterior.
Aparte de la intimidación matonesca, otra arma poderosísima para conseguir aliados es la política de la “chequera abierta”, financiando con créditos blandos en petróleo o en “asistencia técnica” a países “hermanos” como Cuba, Bolivia y Nicaragua. Lo malo de esta política es que no produce alianzas muy sólidas a largo plazo, además que los “incondicionales” de Chávez en el exterior son países pequeños como Bolivia o Nicaragua, sin mucho peso relevante en la región; incluso a nivel extraregional solo ha podido conseguir el dudoso apoyo de países como Irán o Corea del Norte, razón por la cual perdió clamorosamente cuando Venezuela postuló a un sillón en el Consejo Permanente de la ONU.

Pero, el estilo de Chávez es más parecido al de Fujimori (quien, por cierto, le concedió asilo cuando perpetró el frustrado golpe de estado contra Carlos Andrés Pérez): un vacío total de las instituciones democráticas, dejándolas en cascarón, y colocando a incondicionales en cargos clave. Un ejemplo fue la reciente instalación de la Corte Suprema en Venezuela, cuando, en actitud más que vergonzosa, los propios magistrados lanzaron vivas al caudillo. O, recientemente, cuando el Congreso venezolano, en una clara muestra de obsecuencia servil, delegó facultades al presidente Chávez para que legisle ampliamente por decreto sobre distintas materias, que van desde la estructura del Estado, pasando por los tributos, “seguridad ciudadana”, la llamada “participación popular” y por supuesto las nacionalizaciones anunciadas.
¿Alguien puede hablar de poderes autónomos en Venezuela?

Otra característica del modelo nacionalista es que no disminuye las desigualdades sociales ni baja los niveles de pobreza. Por la misma lógica del modelo –y por más que Chávez diga que es “el socialismo del siglo XXI”-, el nacionalismo no elimina las desigualdades sociales, ni menos a los ricos, sino que se basa en un clientelismo, tanto de la burguesía como de los sectores populares, otorgando a los primeros licitaciones y contratos con el gobierno, y a los últimos dádivas asistenciales, creando lazos de dependencia a fin que apoyen al régimen y al gobernante en el poder, en una suerte de Estado corporativo. De allí que las cifras de pobreza y delincuencia no hayan bajado en Venezuela (principalmente en Caracas), sino todo lo contrario, han aumentado.

A nivel de análisis de tendencias políticas, el chavismo ha permitido también dividir al campo de la izquierda pos muro de Berlín en dos tipos claramente diferenciados: aquellos que añoran los tiempos de mano dura y “dictadura”, con un marxismo fosilizado en la época maoísta o estaliniana, donde muchas veces su alineación con Chávez no es tan pura, ideológicamente hablando, sino que influyen mucho los “petrodólares” del dictador; y otra izquierda más moderna, liberal, inclusiva en el mundo y que propone cambios en el sistema pero sin excluir a sectores de la población o incluso a países enteros. Es la izquierda liberal que acepta realistamente la globalización como fenómeno irreversible, pero que busca que esta beneficie a todos y no sólo a algunos países o grupos de poder.

La izquierda arcaica, seguidora de Chávez, no es nada democrática, más bien es autoritaria, retrógrada y tiene émulos en distintos países, incluyendo el Perú; lo que ha permitido “desenmascarar” –uso un término caro a los marxistas de viejo cuño- sus verdaderas intenciones, más allá del barniz aparentemente democrático del cual están revestidas. La otra izquierda, la moderna, liberal, inclusiva, trabaja a largo plazo y mira al futuro, más que a proyectos pasados.

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Personalmente, creo que Chávez tiene para rato. Quizás esté en la cúspide de su poder, en pleno apogeo; pero, lo que demuestra la historia antigua y moderna es que tarde o temprano ninguna tiranía dura eternamente y mientras más se aferra el tirano al poder, más estrepitosa es su caída. En el caso de los proyectos nacionalistas pasados, tanto el de Velasco en los setenta como el de Perón en los cincuenta, demuestran que una vez agotado el modelo, la nación termina más pobre, endeudada, y con una economía destrozada y partidos políticos desarticulados, y que rehacer todo el tejido social demora no años sino décadas. Venezuela, luego de la borrachera nacionalista de Hugo Chávez, despertará así un día de su sueño de opio: totalmente decepcionada de su gobernante que ahora reverencia como su “salvador”, dándose cuenta que existe más desigualdad e injusticia social, y sobretodo totalmente desengañada, sabiendo que jamás estuvo en el “paraíso” socialista y que ahora es más pobre y más hambrienta que antes.
Eduardo Jiménez J.
ejjlaw@yahoo.es

Tuesday, January 16, 2007

LA SENTENCIA DE LA CIDH

Sin duda que para nosotros, los peruanos, como actores directos de la tragedia del terrorismo que vivimos en los años ochenta, la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que fija indemnizaciones para las víctimas o los deudos de los reclusos por terrorismo que fueron pasibles de ejecuciones extrajudiciales en el penal Castro Castro en el año de 1992 nos parece chocante y hasta aberrante. Chocante y aberrante indemnizar a terroristas o a los deudos de estos (aparte de otras cosas como las inscripciones de sus nombres en “el ojo que llora” ubicado en el Campo de Marte o el homenaje de desagravio público), después de todo, el mal que sembraron en el país y que causó tantas pérdidas humanas irreparables, aparte de las materiales en infraestructura destruida, todavía las recordamos aquellos que sufrimos en carne propia la insania del terror.

Y cada vez estoy más convencido que “el caldo de cultivo” del terrorismo en el Perú no se debió a las condiciones de pobreza existentes como todavía algunos tozudamente sostienen, sino que el detonante fue un grupúsculo de izquierda altamente ideologizado y que pasó de las palabras a los hechos hacia fines de los años setenta. Quien haya tenido alguna vez contacto con algún militante de Sendero Luminoso se dará cuenta que eran tan fanáticos como un predicador evangélico de estos tiempos, sólo que en vez de anunciar el paraíso en el cielo, lo preconizaban aquí, en la tierra.

Por todo lo que pasamos, la sentencia de la CIDH iba a causar irritación y rechazo en la sociedad y una vez más se habla de “salirnos de la Corte”.
La CIDH no es infalible, se equivoca como cualquier organismo colegiado, como se pueden equivocar nuestros jueces cuando fallan en un caso. Humana est. Pero, hay un hecho que es importante rescatar de todo este mar de confusiones en que nos hemos visto envueltos a raíz del fallo. Podemos estar en lo subjetivo, en nuestro fuero íntimo, de acuerdo o en desacuerdo con el fallo, pero lo que no debemos olvidar es que estamos en un Estado de Derecho, y como tal, debemos respetar y acatar los fallos de los organismos internacionales a los que estamos sujetos, nos guste o no nos guste. Esa es la diferencia entre actuar como un presidente responsable y sometido a la ley y otro de tipo caudillesco, manipulador, que cree que el Estado y el país es su feudo privado.

Debemos diferenciar muy bien entre los criminales terroristas que tanto daño hicieron al país y el Estado de Derecho que no se puede rebajar a su condición, bajo el riesgo de irnos nosotros mismos como estado y sociedad deteriorándonos gradualmente e igualándonos a ellos.
Cuando el Estado de Derecho usa las mismas armas que los terroristas (asesinatos extrajudiciales, desapariciones forzosas, uso de tortura, chantaje, etc.) baja a su condición y sobretodo se resiente la legalidad, de allí a caer en la oscuridad y la anomia social apenas hay un paso.

Por eso llama mucho la atención que el presidente de la república, Alan García, actuando de forma impulsiva, manipulatoria y muy temeraria, a fin de ganar réditos políticos inmediatos con el tema, haga anuncios como que no acatará el fallo o, peor aún, insista en su proyecto de la pena de muerte para los terroristas (mucho peor cuando se ha demostrado que no es disuasiva). Como presidente de todos los peruanos está obligado a guardar la serenidad del caso y no a los impulsos a que nos tenía acostumbrados en su primer gobierno, cuando confundía la fantasía megalomaníaca de poder con el gobernar. Ganar réditos políticos con un tema como el terrorismo hará aumentar su rating en las encuestas, eso es evidente, pero, como bien sube, fácilmente bajará de nuevo, ya que la opinión pública es altamente voluble (la opinión pública se parece a la mujer ligera de cascos: cambia fácilmente de novio o de amante).

Aparte que es un contrasentido lógico del propio AGP: la CIDH lo favoreció con un fallo cuando Fujimori lo perseguía, sentencia con la cual reforzó su imagen de perseguido político y de procesado al que amparaba la razón y el derecho; y, ahora, cuando es presidente en ejercicio niega un fallo de la misma corte que lo benefició antaño.
Además que con su negativa a acatar el fallo, avala tácitamente las ejecuciones extrajudiciales perpetradas durante el gobierno de Fujimori (recordemos que los hechos que dan origen al fallo de la CIDH datan del año 1992, poco después del “autogolpe” de su primer mandato) y por extensión a las violaciones sistemáticas a los derechos humanos producidas durante el fujimorato. (Aunque los más suspicaces sostienen que la ardorosa defensa de AGP de la pena de muerte y de las ejecuciones extrajudiciales a terroristas más se debe a interés propio que ajeno, en vista que se ha reabierto el caso de las ejecuciones extrajudiciales acaecidas en El Frontón durante su primer gobierno).

Si dejamos de lado el estado de derecho y buscamos sólo el cortoplacismo de la elusiva aceptación popular, al final de cuentas buscaremos coartadas para saltarnos al propio estado de derecho y al principio de legalidad, amén de las garantías que nuestra propia constitución señala, y así se justificaría disolver el congreso como lo hizo Fujimori en el 92 y que tanta aceptación le supuso en su momento o manipular los medios o, lo que sería más ruin, manejar el estado como una chacra personal, similar a lo que hace su homólogo Hugo Chávez en Venezuela (con el cual se da ahora besos y abrazos luego de haberse apuñalado mutuamente).

Para terminar, quisiera resaltar un hecho que también ha sido manipulado por los medios y por varios políticos: el fallo de la CIDH habría resuelto sobre cosas no pedidas por las partes, como el homenaje de desagravio público o las inscripciones del nombre de los caídos en el “ojo que llora”. Llama mucho la atención que incluso algunos colegas abogados hallan manifestado que el fallo es “extrapetita” (es decir que excede a lo pedido por las partes), confundiendo –presumo que por desconocimiento- lo que es un fallo en el fuero civil y otro muy distinto en el fuero constitucional.
En el fuero civil los procesos se inician, se tramitan y se concluyen sólo por iniciativa de parte, debido a que se trata de derechos de libre disponibilidad de estas, por lo que pueden abandonar el proceso en cualquier momento, transigir sobre los derechos reclamados, renunciar a estos, etc. Es por eso también que el juez no puede resolver más allá de lo peticionado por las partes.
En el fuero constitucional, al ser los derechos aquellos intrínsecos a la naturaleza del ser humano, parte integrante y consustancial del hombre, como sería el derecho a la vida, el magistrado puede resolver más allá de lo peticionado por la parte agraviada e incluso disponer otras medidas que sean resarcitorias moralmente y que contribuyan a la paz social, sobretodo en países que vivieron fuertes convulsiones sociales como fue el nuestro en los años ochenta (y que parecía que en cierto momento, entre los ataques demenciales del terror, la hiperinflación y el desgobierno del primer mandato de AGP, el pobre Perú iba a desaparecer). Esa es la razón por la que la CIDH resuelve “extrapetita”, a pesar de no haber sido pedido por las partes, como un resarcimiento moral por parte del Estado, en vista que fue el perpetrador de las violaciones a los derechos humanos, por eso el homenaje público de desagravio y la inscripción de los nombres de los ejecutados extrajudicialmente en “el ojo que llora” (aunque Mario Vargas Llosa afirma que, desde hace mucho tiempo atrás y a pedido de los deudos, ya están inscritos).

No es correcto afirmar tampoco, como ciertos medios han propalado, que la CIDH es “terruca” o amiga de los “terrucos”, pensamiento reaccionario que nos hace retroceder al clima de intolerancia del Perú de los años 30 (cuando –paradójicamente- era el APRA la acusada por la derecha más recalcitrante de las peores perversiones y males, y sus dirigentes, calificados poco menos que discípulos del mismo Lucifer).
La finalidad de la medida resarcitoria en el plano moral tiende a buscar la paz social como un valor supremo y que se condice con una sociedad civilizada y un estado de derecho. Como una especie de reconocimiento de errores cometidos en el pasado por el propio estado y que es necesario afrontar para mirar con mayor firmeza y seguridad el futuro, volteando una página bastante oscura de nuestra historia. Ese es el significado del resarcimiento moral de las inscripciones y el desagravio público, no otro.

Un presidente debe ser el primero en dar el ejemplo de respetar el estado de derecho y no de obviarlo o resentirlo, y muchas veces debe de tomar decisiones difíciles e impopulares, como acatar el fallo de la CIDH. Al final de cuentas, las decisiones más difíciles e impopulares son con las que se construye el futuro, las otras, las que buscan la aceptación inmediata del pueblo, el aplauso coral de la masa, duran lo que una sonrisa que se desvanece fácilmente y cae en el olvido.
Eduardo Jiménez J.
ejjlaw@yahoo.es

Wednesday, January 10, 2007

24: EL MUNDO INSEGURO DEL SIGLO XXI

Se dice que la obra de arte (y la ficción en general) que retrata una época e identifica las ideas, el sentir, los temores o las creencias, es la que queda más grabada en la memoria de una generación que pasa por esos trasiegos, y las que vengan entenderán mejor lo que pasó en aquella época gracias a esa obra.

Es lo que pasa con la serie de televisión 24. Ha sabido retratar muy bien los temores y angustias del ciudadano norteamericano después del atentado del 11 de Setiembre. La serie demuestra que Estados Unidor no está libre de un ataque terrorista, que es altamente vulnerable a una bomba nuclear o a una epidemia bacteriológica masiva, produciendo una sensibilización del público. De allí el enorme éxito que ha tenido.

Dividida en 24 capítulos de una hora “en tiempo real”, cada temporada trae una crisis que debe ser resuelta por los agentes de la Unidad Antiterrorista de Los Ángeles (CTU). Narrada como los viejos folletines decimonónicos o como las antiguas seriales, el capítulo siempre termina con una o varias escenas en suspenso, que dejan “enganchado” al televidente para saber qué pasará en el capítulo siguiente. A ello hay que sumar la aparición de un reloj digital a cada momento que va marcando el transcurrir de la hora, lo que crea más angustia y suspenso en el espectador.

El héroe de la serie es el agente Jack Bauer (interpretado por Kiefer Sutherland, el hijo del actor Donald Sutherland), quien al ser el protagónico siempre saldrá ileso y resolverá la crisis, acabando con todos los terroristas (los “villanos”).
Aunque el personaje central, más que un héroe en el sentido tradicional del término, es más bien un antihéroe, producto de estos tiempos de escepticismo y descreimiento general: hombre inteligente, sagaz, de reflejos rápidos, es tan diestro en disparar una pistola como en manejar un avión, entrar a un complicado programa de cómputo o desarmar una bomba nuclear (como quien se desamarra los zapatos). Pero, también es un manipulador de las personas que lo rodean. Es un sicólogo nato. Sabe aprovechar a la gente que trabaja a su lado a fin que colaboren con él y cuando no las necesita, las descarta. En eso es bastante frío y es un descendiente directo de James Bond, aunque sin el “glamour” ni el “bon vivant” que tiene éste último (aunque, en estilo, está más cerca de los “duros” del cine como John Wayne o Clint Eastwood). Asimismo no le tiembla la mano para torturar a sus prisioneros a fin de conseguir información. Si la persuasión no da resultado, procede a la tortura. Todo vale. Es un mundo donde los principios ni valores cuentan.

Si bien nos puede causar repulsión el que un agente de un gobierno democrático use las mismas armas que los terroristas (con lo que el Estado de Derecho se resiente profundamente y desciende al nivel de los agentes del terror), lo descubierto en Guantánamo con los prisioneros irakíes nos confirma que la tortura es usada para conseguir información, e incluso por pura diversión. Pero el duro agente Jack Bauer tiene un lado íntimo, vulnerable, que lo hace más humano y que que permite simpaticemos con él: su vida personal. Su vida personal es un desastre, prácticamente no tiene vida íntima al ser absorbido por su trabajo. Su mujer fue asesinada por una espía que era a la vez su amante, su hija se alejó de él culpándolo de la muerte de la madre, más adelante, cuando parece haber encontrado la felicidad en un nuevo amor, se presenta otra crisis que lo alejará de ella. Todos esos hechos marcan una vida desgraciada y hace que nos solidaricemos con él. Es un hombre condenado por su trabajo (al igual que sus demás compañeros), vive absorbido por el, sin tener ya tiempo para si mismo.

La tecnología también ocupa un lugar importante. El uso de computadoras, cámaras de video, celulares, Internet, son como un personaje más, que si bien no habla, está allí presente y muchas veces por la tecnología se mata o sirve para resolver un caso.

Otro aspecto fundamental en la serie –y que ya lo anotó Mario Vargas Llosa en un artículo- es que los políticos, y en general, los que tienen la capacidad para decidir, “zafan el cuerpo” y están más preocupados en conservar su puesto que en resolver el problema, siendo los agentes de campo como Jack Bauer y su pequeño grupo de colaboradores los que se las juegan, incluso yendo contra los reglamentos y pasibles de una sanción burocrática por sus superiores o hasta de su propia vida, si son un riesgo de “seguridad del estado” (a Bauer y su grupo se les considera como “piezas descartables”) para los políticos entronizados en el poder. Esa situación genera también en el televidente una simpatía hacia él pese a los métodos que usa (que al norteamericano común poco le importa) y un rechazo a esos políticos y funcionarios que “sólo cuidan su trasero” (la excepción será el presidente David Palmer, suerte de Abraham Lincoln negro, por el que Jack siente un respeto que es mutuo).

Es cierto que la salida de los problemas muchas veces tiene una gran dosis ficcional puesta al servicio del personaje central. Un espectador perspicaz se dará cuenta que “en la vida real” así no funcionan las cosas, como así es, pero precisamente es una convención de la ficción el que asumamos como “cierto” lo que vemos.

También es cierto que los árabes son presentados todos como terroristas o sospechosos de terrorismo, lo cual ha obligado a los productores ha realizar aclaraciones a fin de evitar acciones legales por parte de la Comunidad Árabe norteamericana (ya en un episodio de la temporada cuatro, a fin de “lavar” la imagen que se había presentado, unos chicos árabes-norteamericanos ayudan a Bauer a contraatacar a los terroristas).

La serie entra a su sexta temporada este año y se proyecta una película para el 2008, y probablemente el filón tenga para explotar un poco más, porqué a diferencia de hace cuarenta o cincuenta años atrás, cuando creíamos que el progreso estaba a la vuelta de la esquina gracias a la ciencia y la tecnología (y que hizo posible series de televisión tan hermosas como Viaje a las estrellas), hoy nos damos cuenta que ese futuro era una ilusión y más bien estamos en un mundo inseguro, oscuro, incierto y con posibilidades que la raza humana no viaje a las estrellas, sino que se extinga por sus propios desenfrenos. Ese mundo ha sido muy bien reflejado en la serie 24.
Eduardo Jiménez J.
ejjlaw@yahoo.es