Monday, February 25, 2008

SOCIOLOGÍA DEL AMOR: EN TORNO A EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA

Existe un principio en las adaptaciones cinematográficas que casi siempre se cumple: de una buena novela es muy difícil obtener una buena película (más bien la película suele resultar mala); e inversamente proporcional, de una mala novela o de un cuento o relato corto es posible obtener una buena película (a lo que agregamos siempre y cuando se cuente con un buen guionista y un buen director).

Es que las comparaciones entre libro y filme resultan inevitables. Más cuando se tiene conocimiento de la obra literaria. Además, una buena novela es muy difícil llevarla a la pantalla por lo complejo y difícil que resulta resumir más de quinientas páginas, quedando naturalmente distorsionada; aparte que ambos –libro y filme- tienen lenguajes diferentes, por lo que si algo funciona bien en uno, no necesariamente será igual en el otro. Por eso es imposible adaptar magistralmente a la pantalla El Quijote de la Mancha, En busca del tiempo perdido o Conversación en la Catedral. Menos el Ulises o Cien años de soledad.

Hay excepciones a esa regla, como la adaptación de Muerte en Venecia de Luchino Visconti (que es una novela corta de Thomas Mann) donde ambos –libro y filme- son de excelente factura, o El Gatopardo (Visconti de nuevo). Pero son eso, excepciones.

En cambio, un cuento o relato corto puede trasformarse en un buen guión, “creciendo” en magnitud e importancia, así como en complejidad de los personajes, y si a eso se añade una buena dirección de actores, tenemos muchas veces una obra maestra. Igual sucede con las malas novelas, las que pueden ser enriquecidas con una buena adaptación y dándoles un alcance que el texto literario jamás lo tuvo. Un ejemplo claro: El padrino. La novela no es gran cosa, pero en manos de Francis Ford Coppola llegó a niveles de tragedia griega (“es imposible que escapemos a nuestro destino”).

Así que los lamentos de los lectores de “El amor en los tiempos del cólera” salen sobrando por obvios. No solo por tratarse de una superproducción al estilo de Hollywood, donde ha prevalecido lo azucarado de la historia, sino también porqué el director no ayuda mucho a hacer “despegar” una trama que se mantiene a vuelo rasante en las más de dos horas de proyección. Es que Mike Newell (quien cuenta en su haber una entrega de Harry Potter y la insulsa La sonrisa de la Monalisa) no era el apropiado. Pasó lo mismo que al elegir al director de Soy leyenda. Eso ocurre cuando los productores quieren ahorrarse unos “milloncitos” y optan por contratar a un director “más barato” o que no cuente con la independencia necesaria para efectuar los cambios que sean ineludibles (un “yes, sir”), pensando que el reparto, “el ambiente de época”, las canciones de Shakira o la deliciosa fotografía son suficientes.

En lo que si discrepo con cierta crítica es en la culpa que se le quiere achacar también al “cast” internacional. Se ha dicho que es un reparto internacionalizado, globalizado, tenemos actores españoles, italianos, colombianos y otras menudencias que dan como resultado “un arroz con mango”. Claro, los amantes de la novela (entre los que me cuento) hubieran preferido una versión en “castellano caribe” que en un estándar inglés subtitulado. Y tienen razón. Pero, la argumentación de una falta de autenticidad local de los actores no resiste un análisis serio. Sería como alegar que carecerían de autenticidad las actuaciones de Shakespeare y estaba descalificado por ser inglés para interpretar en la época isabelina personajes de la Grecia clásica, de la antigua Roma o de la Italia medieval. El reparto internacional y el uso del inglés en los diálogos no es motivo para descalificar un filme, siguiendo esa misma lógica los chinos sólo podrían interpretar a personajes chinos, los franceses sólo a franceses y así hasta agotar las nacionalidades. El actor profesional puede interpretar distintos papeles (si usamos ese razonamiento, Javier Bardem estaría descalificado para interpretar a un serial killer en No country for old men), no solo referidos a su lugar de origen o idioma, y el tener un reparto internacional bien llevado hace la obra más interesante.
Los protagónicos cumplen, unos más que otros, pero cumplen y bien. Los defectos del filme van por otro lado (más está relacionado con “ensamblar” todas estas piezas y darle un aliento de conjunto a la historia). Quizás cuando algún día se realice la “versión caribeña” de El amor en los tiempos de cólera, tendremos una con los giros idiomáticos propios (que dicho sea de paso, la novela más se presta a miniserie que a película).

Otro error de apreciación está relacionado con la crítica al tratamiento de la sensibilidad de la época; olvidándose que la historia ocurre entre los siglos XIX e inicios del XX cuando ni remotamente estaba enraizada la revolución sexual en las sociedades occidentales que permitió liberar los tabúes y prejuicios de antaño. Más bien la película acierta en lo que podríamos denominar una “sociología del amor”. El romanticismo como grado excelso del amor de pareja, con el apasionamiento y los sentimientos desbordados como parte de la cultura de una clase media ilustrada, nutrida sobretodo de los autores franceses que influenciaron notablemente a más de una generación, donde la comunicación de los amantes era generalmente por medio epistolar, medio idóneo para cortejar a la amada (el internet y el chat se encontraban en los pre-sueños de la humanidad) y lo más audaz consistía en tocarle la mano a la novia al salir de la misa. Esa atmósfera está muy bien tratada en el filme y no es nada cursi, a pesar de parecerlo a los ojos contemporáneos. Difícilmente podemos juzgar una sensibilidad de épocas pasadas con los parámetros de la nuestra, debido a que se corre el riesgo de cometer un error de perspectiva.

Para terminar, la escena con la cual me quedo: la de Angie Cepeda como la viuda que aprovechando la trifulca de los estruendos de la guerra civil en la calle, aprovecha para acostarse con el meditabundo y triste Florentino Ariza. Es una escena natural, fresca como la Cepeda misma cuando interpretó a La Brasileña en Pantaleón y las visitadoras. Sólo por ella vale quedarse en la butaca por más de dos horas (aunque en mi caso personal, la compañía con quien aprecie el filme fue más grata que la película misma).
Eduardo Jiménez J.
ejjlaw@yahoo.es

Monday, February 18, 2008

EL TERCIO SUPERIOR Y CUZCO INSURGENTE

A veces se juntan varios temas en menos de una semana, lo cual demuestra que no somos un país nada aburrido y sí uno todavía algo folclórico como lo ha demostrado la reacción de nuestros hermanos cusqueños ante la ley de promoción de inversión privada en sitios históricos (que de “privatizadora” no tenía nada). No todos claro; pero existen grupos políticos que usan la misma estrategia de hace treinta, cuarenta años atrás, como si el Perú y sus gentes no hubiesen cambiado nada, con un esquema conceptual propio de los años setenta. No se quejen después que en las urnas queden huérfanos de apoyo. Los electores no son tan tontos como piensan y si ven que están matando a la gallina de los huevos de oro (el turismo), mejor le quitan el cuchillo a quien perpetra el crimen, que quedar huérfanos de ingresos, que de eso viven. La política puede matar a la economía si es usada irresponsablemente.
En fin, cuando algún día no pase nada y ni siquiera sepamos quién es el presidente de la república o de una región, cuando la población joven sea minoría y hayamos perdido el “alma” de ser peruanos para ser unos tipos fríos emocionalmente e indiferentes ante el prójimo, que planificamos nuestras vacaciones con dos años de anticipación y más puntuales que un suizo, estaremos dentro del grupo de las democracias maduras y aburridas, donde ya no pasa nada, con un nivel per capita elevado y camino a la extinción como sociedad. Felizmente esa época yo no la veré.

EL TERCIO SUPERIOR
Ha traído cola la propuesta del ejecutivo de contratar solo a profesores pertenecientes al tercio superior y no era para menos. La propuesta parece sensata. Contratar a los mejores egresados, es decir los ubicados en el llamado “tercio superior” de las universidades e institutos no está mal. Pero, la pregunta que nadie se hace por obvia es si los alumnos ubicados en dicho tercio son realmente los mejores como profesionales.
El presidente de la república dudo que haya estado en el tercio superior de estudiante. Según dicen los que lo conocieron de joven más se dedicaba al canto y la guitarra, y a dar discursos hasta a los mosquitos de la universidad que a estudiar aplicadamente los códigos y la jurisprudencia; y sin embargo como político es muy bueno (aunque los maledicientes dirán que por los resultados de su primer gobierno más bien debió estar en el tercio inferior). En todo caso, hubiera sido un buen cantante del “tercio superior”. ¿Cuántos ministros de su gabinete pertenecieron de estudiantes al tercio superior? Dudo que muchos. No hablemos ya de los congresistas, quizás más de uno pertenezca al “tercio inferior”. Pero, el asunto es más complejo que simples tercios.

La medición del tercio superior (puede ser también el quinto superior, el décimo superior, etc.) es por el promedio de notas que tiene el alumno en su desempeño estudiantil. Pero, ¿las notas reflejan realmente la capacidad de un alumno y el potencial como futuro profesional? Los que se dedican a la docencia saben que no. Las notas no reflejan que el alumno sea a futuro un buen o mal profesional o las capacidades intrínsecas para la profesión que ha abrazado, lo único que reflejan es que es un alumno aplicado, “chanconcito”, cumplidor con sus deberes y que incluso a veces puede obtener buenas notas por medios no muy santos. Y cuidado con la satanización que una parte de la opinión mediática hace. El fenómeno no se da solo en las universidades de “medio pelo” o en las nacionales como desdeñosamente se ha repetido más de una vez –curiosamente por comentaristas que estudiaron en una universidad nacional-, sino también en las autodenominadas universidades “de prestigio”. En todas partes se cuecen habas.

Así es. Las notas no dicen mucho sobre si ese alumno será un buen profesional a futuro. Conozco varios colegas que en la universidad no pasaban de regular y son excelentes profesionales; y otros que de estudiantes eran los primeros en la clase y no han pasado de una práctica mediocre. Los factores que determinarán si ese estudiante será un buen o mal profesional son más variados que las simples notas.

Esta vez tengo que darle la razón al Sutep. El gremio magisterial no es santo de mi devoción (los que lo duden pueden leer mi artículo Profesores no quieren que los ebaluen), es responsable de gran parte de culpa en la mediocridad de la calidad de enseñanza pública; pero hay que reconocer que acierta cuando señala que la norma es discriminadora.
Discriminar, según el DRAE, es excluir o dar un trato de inferioridad a una persona o un colectivo de personas. La discriminación puede ser objetiva, como es el caso de obedecer al sexo, raza, edad, idioma, etc. Es subjetiva cuando excluye en razón del pensamiento, credo religioso u opción sexual. En los concursos laborales cuando existe una barrera desde la convocatoria misma (pertenecer al tercio superior en el presente caso) se está discriminando o excluyendo desde el comienzo a un grupo de profesionales que no se encuentran en ese rango. Entonces, la otra pregunta es, si el Estado es el primero en discriminar, no habría entonces necesidad de que el propio Estado conceda la licenciatura “a nombre de la Nación” a los excluidos del tercio, ya que de nada les valdría el título otorgado, salvo para colgarlo en la pared de su casa. Mejor que les den solo a los del tercio de arriba. Y así con todas las demás profesiones. Si no lograste estar en el tercio o no estudiaste en una universidad “de prestigio”, piña, dedícate a otra cosa. Para qué gastar tinta, cartón y dinero. Ese es el mensaje implícito, no cerremos los ojos.

Pero, el problema no es tan sencillo. Cuando se trata de medir las cualidades de un profesional estamos en el campo de la “meritocracia”, pero para que exista debe ser el concurso abierto, objetivo y no discriminador; vale decir abierto a todos y estableciendo puntajes de acuerdo a su trayectoria profesional, incluyendo los estudios, notas obtenidas, etc. Ejemplo: aquel que tiene tesis publicadas o trabajos de investigación tendrá más puntaje que otro que carece de ello. O, si ya cuenta con experiencia docente, de igual manera. Pero, per se, los concursos deben ser abiertos y selectivos en el filtro que las bases del concurso y los puntajes impongan, y siempre con criterio objetivo de ponderación.

Como han opinado varios especialistas, el estar ubicado en el tercio superior debe ser apenas un “plus” para un concurso público de docentes y no el requisito sine qua non para ser contratado por el Estado, y estar enmarcado dentro de un Plan Nacional de Educación. Estamos ante otra medida aislada del gobierno, como la tan promocionada una computadora por niño. Esperemos esta vez recapacite y de marcha atrás, y deje de lado medidas efectistas que sirven políticamente solo para ganar puntos en la aceptación general –que, en aprobación, del tercio inferior no pasa hace muchos meses- y no para reformar de veras la educación, que eso es lo que falta.
Eduardo Jiménez J.
ejjlaw@yahoo.es

Monday, February 11, 2008

QUE DIOS LO ACOMPAÑE

La primera vez que me dirigieron esta frase a modo de despedida fue en un supermercado. Pagué por mis compras y como siempre, por cortesía, me despido de la cajera con un “gracias” y esta me retrucó con un “Que Dios lo acompañe”.

Como soy agnóstico, me sentí raro con un despido donde está de por medio un ser divino. Sonreí por dentro (no por burla, al ser respetuoso de cualquier creencia, sino por las ironías de la vida que implicaba aquella frase) y me fui. Algunos días después, al entrevistarme con una especialista legal por el asunto de un expediente, me despedí con el consabido “Hasta luego doctora” y la especialista –bastante joven para ser beatona- me volvió a responder con un “Que Dios lo acompañe”. Dos veces en menos de una semana, pensé. Si, como los antiguos romanos, creyera en los augurios, creería que este es uno.

Es cierto que existen bastantes personas que son creyentes en alguna divinidad o pertenecen a alguna iglesia en particular. Muchos de mis amigos lo son. Generalmente católicos o evangélicos. Para algunos es un pasaporte para la impunidad (jüergean, “trampean” y toman hasta caer al suelo y al día siguiente van a misa a “limpiar” sus pecados), para otros –con más convicción y seriedad en su fe- es un modo de vida, practicando y respetando los valores tradicionales de su credo. Dentro de ese último grupo creo están aquellas dos personas que sin conocerme se despidieron de mí con un “Que Dios lo acompañe”.

Es cierto también que dentro de las instituciones públicas –las privadas no tanto- la presencia de íconos religiosos en lugares visibles es una constante. En el amplio hall del primer piso del Edificio Alzamora Váldez, cerca a los ascensores que dirigen a los innumerables juzgados de los pisos superiores, se encuentra la imagen de una virgen dentro de una urna. He visto que los litigantes le rezan antes de subir a conocer la suerte de sus expedientes. Algunos incluso le ponen velitas. En los despachos de los jueces, como un elemento más del decorado, se encuentra un enorme crucifijo donde se debe jurar –apoyando la mano derecha sobre una Biblia- antes de rendir una confesión supuestamente garantizando que se dirá la verdad, en vista que el juramento no es ante cualquiera, sino ante el Altísimo y el libro sagrado de los cristianos. Igual sucede en el Congreso. Del Ejecutivo ni se diga. Cada vez que puede le besa el anillo al Arzobispo de Lima, carga las andas del Señor de los Milagros en Octubre y en el Tedeum por el aniversario de la patria es el primero en la fila. En el Ministerio Público me cuentan que en la época de la Fiscal de la Nación Blanca Nélida Colán, su obsecuencia al fujimorismo no era óbice para mandar hacer “misas de sanación” y la señora era (y es) bastante devota. Siempre me he preguntado como puede tener coherencia dentro de la conciencia, un credo religioso acompañado de una práctica profesional inmoral.

El punto es que sin importar tanto nuestro actuar diario, las creencias van por otro lado, en algunos casos más sinceras que en otros. Algunas veces por “razones de estado” y en otras porqué en este mundo incierto creer en un ser divino y misericordioso es lo más seguro. Por eso creo no me sorprenderá más si la próxima vez al despedirme de un funcionario público o de un trabajador me replique con un “Que Dios lo acompañe”.
Eduardo Jiménez J.
ejjlaw@yahoo.es