Por: Eduardo Jiménez J.
@ejj2107
Me refiero al largo plazo y a las crisis que está
presentando en la actualidad el sistema democrático, así como a las variantes
autoritarias que se han visto en algunos países.
En una suerte de nuevo renacimiento o de promesa
incumplida desde los albores de la república, hace cuarenta años, cuando comenzó
un proceso de apertura democrática nunca antes visto en América Latina, se
creyó que el proceso por si mismo iba a traer un bienestar general, adaptando
con matices el modelo de economía de mercado, acompañado de la alternancia en
el poder, requisito indispensable para la continuidad del sistema. Quizás por
carencias evidentes de la sociedad, nos concentramos demasiado en el
crecimiento económico y dejamos de lado aspectos cruciales como el estado de
derecho, las instituciones y la corrupción.
Ni la crisis de la deuda externa de los años 80 (agravada
entre nosotros con el terrorismo de Sendero Luminoso y la hiperinflación), puso
en jaque al sistema. Se logró sobrevivir y salir de los problemas en
democracia.
El cuestionamiento surge cuando el modelo económico en
democracia no produce el beneficio esperado y sí mayor desigualdad social en un
continente de por si bastante desigual. Lo que sumado a la crisis de
representatividad de los partidos políticos, trajo la crisis del sistema y la
búsqueda de alternativas populistas-autoritarias, a la espera de un “hombre
fuerte” que ponga “orden” y fin al caos y a las desigualdades.
Existieron dos elementos que no se tomaron en cuenta
cuando se inicia la apertura democrática en AL: la precaria institucionalidad,
en la cual podemos incluir la de los partidos políticos, y la corrupción.
La corrupción es compleja y no basta con leyes disuasivas
para frenarla. Se encuentra enraizada en la cultura nacional; y, al parecer,
afecta más a países que fueron colonias españolas. Sedes nativas del imperio
donde se compraba cargos, concesiones mineras y fallos judiciales al mejor
postor, arrastraron ese lastre al ser repúblicas. No es raro que todos los
intentos que se hayan hecho para impedirla hayan fracasado y que se encuentre
en el subconsciente colectivo como algo natural una “mordida” o una “coima” sea
para aprobar una licitación o excarcelar a un delincuente.
Precisamente ello ha traído como consecuencia que en
países que mantenían una longeva democracia como Venezuela, haya sido
reemplazada esta por un autoritarismo cada vez más desembozado, llegando a la
dictadura pura y dura.
Venezuela es un caso interesante de estudio de cómo puede
verse trunca la viabilidad democrática. El único oasis de democracia por cincuenta
años, que parecía ya consolidada, por la corrupción de los partidos gobernantes
y la débil institucionalidad, hacia fines de los años 90 llega al poder en
democracia una alternativa distinta a los partidos tradicionales que comienza
con una prédica populista de bastante éxito mientras se tienen los ingresos de
la renta petrolera.
Venezuela también plantea el caso de la “maldición de los
recursos naturales” o la dependencia de los mismos y no buscar sustitutos al
modelo primario exportador que siente las bases de un proceso de economía
sostenida que pasa necesariamente por una trasformación de las materias primas,
a fin de no depender de recursos no renovables que bajan dramáticamente de
precio en el mercado internacional.
Pero, la crisis venezolana no obedece solo a la baja del
precio del petróleo, sino a que la corrupción había minado a los partidos en el
poder (Acción Democrática y el Copei), formando una clientela en torno a estos.
La baja institucionalidad, la impunidad y la falta de controles adecuados
hicieron el resto; cosa que cuando llegaron “las vacas flacas” el pueblo
comenzó a exigir el cambio de los gobernantes. Del populismo al autoritarismo
estábamos solo a un paso.
La lección que podemos extraer del caso venezolano es la
necesidad no solo de cambiar el aparato productivo, sino la necesidad de
reforzar las instituciones, incluyendo a los partidos políticos. El problema es
cómo.
Pero, si el populismo llevado a extremos delirantes puede
aniquilar cualquier democracia incipiente, no menos cierto es que la
plutocracia puede hacer lo mismo.
Es el otro gran peligro. Cuando las decisiones políticas
obedecen a los intereses del poder económico y no de las mayorías. Es una grave
“tara” que arrastramos también desde la Colonia y que, salvo matices, continuó
en la república. Poderes fácticos formales y de hecho, legales e ilegales, como
lo demuestra el creciente y sofisticado sistema de lavado de activos para
volver “legal” mucho dinero obtenido de actividades ilícitas.
Cuando las desigualdades económicas –y por extensión sociales-
se enmarcaban dentro de la llamada “república aristocrática”, con una minoría
criolla que tenía realmente el estatus de ciudadano, las desigualdades podían
verse como algo “natural”; más cuando el sistema se abre a los excluidos (entre
nosotros en el gobierno reformista de Juan Velasco Alvarado), se hace imposible
continuar con las exclusiones de antaño. El proceso incorporó a un mayor número
de ciudadanos, hasta hace pocas décadas excluidos de toda decisión pública y
beneficio.
El otro punto es la corrupción. Mientras no se sancione
adecuadamente a los que delinquen y más bien se premie la impunidad,
difícilmente la democracia va a tener buen augurio. El escándalo Odebrecht (la
megacorrupción que ha azotado a casi toda AL) nos puede servir de termómetro de
cómo andamos.
Lo que plantea a su vez la reforma urgente del sistema de
justicia. Al permitir la impunidad de los actos de corrupción (muchas veces
valiéndose de subterfugios legales) manda señales que cualquier acto de
corrupción puede quedar impune; por tanto, el costo de cometerlo es bajísimo
frente al beneficio que se obtiene. Y, la reforma del sistema de justicia, no
pasa únicamente por cambio de leyes, es más institucional que de maquillaje
legal.
Si hacemos una reforma profunda e integral, la democracia
en América Latina tiene futuro. Si pasamos por una reforma política y del
sistema de justicia. Y, de paso, aplicamos políticas más equitativas en la
distribución de la renta. Cuando pase eso, quizás la democracia sea tan natural
y la institucionalidad tan obvia como respirar. Se habrá vuelto “inmortal”.
Cuando seamos ciudadanos que nos aburrimos tanto en
nuestra tierra que buscaremos “emociones fuertes” en algún país “medio
civilizado e informal”, respetamos la luz roja de los semáforos, pagamos
religiosamente nuestros impuestos, los corruptos son sancionados drásticamente
sin importar la condición social o económica, tenemos apenas dos hijos por
familia o quizás ninguno, y no sabemos ni siquiera quién es el presidente de
turno que nos gobierna, habremos dado ese salto, nos habremos vuelto maduros
como sociedad, aunque también camino a la “vejez” como sucede en Europa
occidental; aunque esa es otra historia.