Friday, March 15, 2019

¿ES VIABLE LA DEMOCRACIA EN AMÉRICA LATINA?


Por: Eduardo Jiménez J.

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       @ejj2107


Me refiero al largo plazo y a las crisis que está presentando en la actualidad el sistema democrático, así como a las variantes autoritarias que se han visto en algunos países.

En una suerte de nuevo renacimiento o de promesa incumplida desde los albores de la república, hace cuarenta años, cuando comenzó un proceso de apertura democrática nunca antes visto en América Latina, se creyó que el proceso por si mismo iba a traer un bienestar general, adaptando con matices el modelo de economía de mercado, acompañado de la alternancia en el poder, requisito indispensable para la continuidad del sistema. Quizás por carencias evidentes de la sociedad, nos concentramos demasiado en el crecimiento económico y dejamos de lado aspectos cruciales como el estado de derecho, las instituciones y la corrupción.

Ni la crisis de la deuda externa de los años 80 (agravada entre nosotros con el terrorismo de Sendero Luminoso y la hiperinflación), puso en jaque al sistema. Se logró sobrevivir y salir de los problemas en democracia.

El cuestionamiento surge cuando el modelo económico en democracia no produce el beneficio esperado y sí mayor desigualdad social en un continente de por si bastante desigual. Lo que sumado a la crisis de representatividad de los partidos políticos, trajo la crisis del sistema y la búsqueda de alternativas populistas-autoritarias, a la espera de un “hombre fuerte” que ponga “orden” y fin al caos y a las desigualdades.

Existieron dos elementos que no se tomaron en cuenta cuando se inicia la apertura democrática en AL: la precaria institucionalidad, en la cual podemos incluir la de los partidos políticos, y la corrupción.

La corrupción es compleja y no basta con leyes disuasivas para frenarla. Se encuentra enraizada en la cultura nacional; y, al parecer, afecta más a países que fueron colonias españolas. Sedes nativas del imperio donde se compraba cargos, concesiones mineras y fallos judiciales al mejor postor, arrastraron ese lastre al ser repúblicas. No es raro que todos los intentos que se hayan hecho para impedirla hayan fracasado y que se encuentre en el subconsciente colectivo como algo natural una “mordida” o una “coima” sea para aprobar una licitación o excarcelar a un delincuente.

Precisamente ello ha traído como consecuencia que en países que mantenían una longeva democracia como Venezuela, haya sido reemplazada esta por un autoritarismo cada vez más desembozado, llegando a la dictadura pura y dura.

Venezuela es un caso interesante de estudio de cómo puede verse trunca la viabilidad democrática. El único oasis de democracia por cincuenta años, que parecía ya consolidada, por la corrupción de los partidos gobernantes y la débil institucionalidad, hacia fines de los años 90 llega al poder en democracia una alternativa distinta a los partidos tradicionales que comienza con una prédica populista de bastante éxito mientras se tienen los ingresos de la renta petrolera.

Venezuela también plantea el caso de la “maldición de los recursos naturales” o la dependencia de los mismos y no buscar sustitutos al modelo primario exportador que siente las bases de un proceso de economía sostenida que pasa necesariamente por una trasformación de las materias primas, a fin de no depender de recursos no renovables que bajan dramáticamente de precio en el mercado internacional.

Pero, la crisis venezolana no obedece solo a la baja del precio del petróleo, sino a que la corrupción había minado a los partidos en el poder (Acción Democrática y el Copei), formando una clientela en torno a estos. La baja institucionalidad, la impunidad y la falta de controles adecuados hicieron el resto; cosa que cuando llegaron “las vacas flacas” el pueblo comenzó a exigir el cambio de los gobernantes. Del populismo al autoritarismo estábamos solo a un paso.

La lección que podemos extraer del caso venezolano es la necesidad no solo de cambiar el aparato productivo, sino la necesidad de reforzar las instituciones, incluyendo a los partidos políticos. El problema es cómo.

Pero, si el populismo llevado a extremos delirantes puede aniquilar cualquier democracia incipiente, no menos cierto es que la plutocracia puede hacer lo mismo.

Es el otro gran peligro. Cuando las decisiones políticas obedecen a los intereses del poder económico y no de las mayorías. Es una grave “tara” que arrastramos también desde la Colonia y que, salvo matices, continuó en la república. Poderes fácticos formales y de hecho, legales e ilegales, como lo demuestra el creciente y sofisticado sistema de lavado de activos para volver “legal” mucho dinero obtenido de actividades ilícitas.

Cuando las desigualdades económicas –y por extensión sociales- se enmarcaban dentro de la llamada “república aristocrática”, con una minoría criolla que tenía realmente el estatus de ciudadano, las desigualdades podían verse como algo “natural”; más cuando el sistema se abre a los excluidos (entre nosotros en el gobierno reformista de Juan Velasco Alvarado), se hace imposible continuar con las exclusiones de antaño. El proceso incorporó a un mayor número de ciudadanos, hasta hace pocas décadas excluidos de toda decisión pública y beneficio.

El otro punto es la corrupción. Mientras no se sancione adecuadamente a los que delinquen y más bien se premie la impunidad, difícilmente la democracia va a tener buen augurio. El escándalo Odebrecht (la megacorrupción que ha azotado a casi toda AL) nos puede servir de termómetro de cómo andamos.

Lo que plantea a su vez la reforma urgente del sistema de justicia. Al permitir la impunidad de los actos de corrupción (muchas veces valiéndose de subterfugios legales) manda señales que cualquier acto de corrupción puede quedar impune; por tanto, el costo de cometerlo es bajísimo frente al beneficio que se obtiene. Y, la reforma del sistema de justicia, no pasa únicamente por cambio de leyes, es más institucional que de maquillaje legal.

Si hacemos una reforma profunda e integral, la democracia en América Latina tiene futuro. Si pasamos por una reforma política y del sistema de justicia. Y, de paso, aplicamos políticas más equitativas en la distribución de la renta. Cuando pase eso, quizás la democracia sea tan natural y la institucionalidad tan obvia como respirar. Se habrá vuelto “inmortal”.

Cuando seamos ciudadanos que nos aburrimos tanto en nuestra tierra que buscaremos “emociones fuertes” en algún país “medio civilizado e informal”, respetamos la luz roja de los semáforos, pagamos religiosamente nuestros impuestos, los corruptos son sancionados drásticamente sin importar la condición social o económica, tenemos apenas dos hijos por familia o quizás ninguno, y no sabemos ni siquiera quién es el presidente de turno que nos gobierna, habremos dado ese salto, nos habremos vuelto maduros como sociedad, aunque también camino a la “vejez” como sucede en Europa occidental; aunque esa es otra historia.

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