Friday, December 21, 2012

YO SOY


El concursante está parado en medio del escenario, los reflectores lo enfocan, va a comenzar su interpretación no sin antes proclamar resueltamente “yo soy…” y a continuación el nombre del cantante que imitará. Comienza así una larga competencia que durará varias semanas y donde al final de la batalla solo habrá un ganador que se lleve los veinticinco mil dólares. Ya van cuatro temporadas más una corta rueda de revancha que han hecho del programa concurso “Yo soy” quizás el más exitoso de los últimos años.

Reality producto de una franquicia cuya exclusividad para Perú la tiene GV producciones, la productora de Gisella Valcárcel, el programa concurso nativo de los países bajos se replica en distintas latitudes del mundo con un  formato similar: concursantes que deben imitar al milímetro a algún cantante famoso.

Semana tras semana se presentarán los aspirantes al premio mayor cuyo referente es un cantante vivo o ya fallecido, conocido o no tan conocido entre nosotros, de idioma castellano o de habla inglesa, teniendo al frente a un jurado implacable con el mínimo desvío, más que jurado, celoso censor que observa al detalle que el concursante no se salga de “la línea correcta”: las reglas del concurso obligan a una mimetización absoluta con el personaje original. No pueden existir desvíos, creaciones propias, sino el concursante debe copiar al milímetro voz y entonación, al igual que gestos, mímica, dominio escénico y hasta físico idéntico al modelo imitado. No hay lugar para la creatividad.

Aunque en cierta manera sí. Debe hacernos creer por tres o cuatro minutos que nos encontramos frente al modelo original. Debe “hechizarnos” con una “magia” que durará apenas unos minutos, algo así como lo que sucede con los buenos escritores, que deben “atrapar” al lector y hacerle creer que el texto leído representa un mundo real; de igual manera los muchachos (y algunos no tan muchachos) que van en busca de fama y fortuna, nos deben encantar.

Esas semanas de competencia comienzan con un casting, seleccionando el jurado a los concursantes que pasarán al torneo. Luego vendrá la competencia, todos contra todos, donde solo habrá un ganador. Dudo mucho que dentro del grupo exista una camaradería sincera como “los detrás de cámaras” nos quieren hacer creer.  Existiendo una competencia tan despiadada es imposible que se genere un clima de colaboración mutua o de amistad sincera como nos endilgan, más como argumento edulcorado, como parte del show, que una “realidad real”.

Semanas estresantes para los que se encuentran en la arena, mayor aún cuando se acerca la gran final. En más de una oportunidad se ha apreciado síntomas claros de estrés por la fuerte presión que significa un concurso donde se exige fidelidad exacta en la copia del modelo original. No importa si estás con fiebre, dolor, diarreas, faringitis o si un ser querido ha muerto: debes seguir igual como te lo recuerda dictatorialmente el productor-jurado, “el pequeño césar” sin pelos en la lengua ni en la cabeza. Haz firmado un contrato como Fausto y debes continuar, me importa un pepino lo que te pase por dentro. En caso de rebeldía o desobediencia, un ejército de abogados al servicio de la productora les recordará a estos chicos el contrato que han firmado, las cartas notariales comenzarán a llegar a sus domicilios con amenazas de juicios y embargos si se salen una línea de lo suscrito.

Precisamente ese concursante está sometido a un contrato, cuyos términos no son revelados al público, pero imaginamos debe contener compromisos de sometimiento a las reglas del concurso, exclusividad y reserva de las cláusulas contractuales, entre otros aspectos. Algunos ex concursantes incluso han insinuado abiertamente que esos contratos son abusivos, pagan un fuerte “derecho de piso” sin ninguna contraprestación por el lado del canal o de la productora. En las semanas del torneo –e incluso en las semanas previas, cuando son reclutados- tienen que dedicarse en exclusiva al concurso. Entre extenuantes ensayos y presentaciones en vivo por la noche no hay tiempo disponible para hacer otra cosa, sino dedicarse por entero al programa, sin aparentemente ninguna contraprestación de la otra parte.

De ser cierta la sospecha, “los concursantes” que son la base del programa (debido a que de imitar mal o no parecerse al modelo original, “el show se cae”) serían los únicos en no recibir una compensación por su trabajo, a pesar de las grandes dosis de tiempo y esfuerzo que invierten en su mimetización. Sería interesante que algún medio, haciendo ejercicio del periodismo de investigación -si es que existe todavía en el Perú periodismo de investigación-, consiga una copia de esos contratos leoninos que firman todos los concursantes que intervienen en el reality. Creo que en más de un detalle nos va a asombrar.

El “jurado-censor” (que suponemos sí cobra unos honorarios por su trabajo) es un tema aparte por la importante gravitación en salvar o “bajar el dedo” a algún concursante. Suerte de “emperadores romanos” desde su olimpo mediático, pueden “sentenciar” o “salvar de la muerte” a alguno de los competidores esgrimiendo un falso eruditismo. Se ha dicho incluso que muchas veces sus decisiones son arbitrarias. Gente proveniente de la farándula, dudo que tenga los conocimientos musicales suficientes para determinar las bondades o no de alguno de los aspirantes al premio mayor, como ha quedado al descubierto en más de una oportunidad cuando un concursante se armó de valor y les ha replicado sobre los “sesudos comentarios” que el jurado esgrime.

No menos cierto es que en este tipo de realities interviene el público a través de su voto por la opción favorita o “mandando al cadalso” a alguno de los participantes. Y, en las últimas temporadas ha sucedido un hecho reiterativo: el ganador es aquel que imita a un cantante muy conocido en nuestro medio. No necesariamente es el mejor imitador, pero el imaginario popular lo ayuda notablemente; así contra todo pronóstico se han impuesto los imitadores de Julio Iglesias y de Fher de Maná contra otros de mayor valía pero cuyos imitados no son tan conocidos por estos lares. El concursante que quiera llegar a la final es más recomendable que imite a un “cantante comercial” que a uno no tan oído y visto en nuestro medio como les ha sucedido a los copistas de Robert Plant o Janis Joplin. Cosas de la democracia.

Luego del receso de verano, Yo soy regresa. La franquicia es una mina de oro. Prácticamente se tiene una materia prima a la que, a modo de los esclavos, no se le paga nada, salvo la vaga promesa de un premio y un poco de fama. La pregunta es si continuará la mina así de suculenta o se estará agotando. Creo que el cantante Raphael tiene la respuesta cuando afirmó que estos programas se van a terminar por saturación. Las franquicias de este tipo se agotan por la repetición continua, el desgaste diario. En un momento determinado ya no llaman la atención o se produce un agotamiento de los insumos (leáse “cholo gratis”, perdón “aspirantes con talento”), al final de cuentas son recursos escasos, por lo que la sintonía comienza a decrecer. “Rating manda”.

Hasta que no se produzca ello, veremos todas las noches a hombres y mujeres, jóvenes y no tan jóvenes, aspirando llegar al ansiado premio o siquiera tener su cuarto de hora de fama porque “yo soy…”.
Eduardo Jiménez J.
ejjlaw@yahoo.es

Tuesday, December 11, 2012

EL BOOM Y LOS CINCUENTA AÑOS DE LA CIUDAD Y LOS PERROS

El homenaje recibido en distintos lugares a la célebre novela de Mario Vargas Llosa, La ciudad y los perros, con edición homenaje de la propia Academia de la Lengua, marca un hito en la narrativa hispanoamericana, a tal punto que por convencionalismo se ha fijado en el año de la primera edición (1962) como la fecha de inicio del llamado boom, sonido onomatopéyico que alude a la explosión de la narrativa de esta parte del mundo.


Pero, ¿fue solo un movimiento comercial promovido por editoras españolas como sus detractores aseveran?

Sería mezquino afirmar esa sentencia tajantemente. El puñado de escritores que estuvieron en la cresta de la ola (Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes) contaba con una calidad incuestionable. Renovaron las letras hispanas, cuando en la propia cuna del castellano, España, la creatividad se había apagado de la mano del franquismo. Bebiendo de las canteras de Joyce, Proust, Faulkner y Hemingway comenzaron a contar las historias del desencanto vividas en pueblos remotos, inventados o reales.

Es justo reconocer que también existió un marco publicitario, de marketing al decir de la jerga actual, que permitió “vender” los libros de estos jóvenes escritores. Carlos Barral fue quizás el principal animador de esta hornada literaria. Al final de cuentas a los editores les importaba que vendan sus libros. Fueron best sellers, pero de calidad.

Otra característica fue la pose, ya no de “escritor maldito” a la usanza de los franceses del XIX, pero sí de la mal denominada profesionalización del escritor. El escritor visto como un profesional de las letras, cuyo deber sobretodo es vivir para la literatura.

Posición discutible, una suerte de trabajador de las letras a tiempo completo, en contraposición a las generaciones anteriores de escritores dominicales como el propio Vargas Llosa los motejaba un tanto despectivamente.

La experiencia ha demostrado que el dedicarse en exclusiva a las letras no conlleva necesariamente tener obras de calidad pareja; y viceversa, aquellos que eran escritores en tiempo libre o cuando la satisfacción de sus necesidades materiales lo permitía, hicieron obras que traspasaron la barrera del tiempo.

Precisamente atentó contra esta supuesta profesionalización del escritor y las obras maestras que podía escribir los contratos que los célebres escribas firmaban con las editoriales. El recibir adelantos por derechos de autor les permitía vivir holgadamente, pero tenían como contrapartida que -al igual que los escritores de best sellers “comerciales”- entregar cada cierto tiempo una nueva novela a la editorial.

Como bien anotó Marco Aurelio Denegri, ello trae como consecuencia que el escritor se repita a si mismo. Cree “una formula” que con variantes repite de novela a novela. Es imposible hacer “obras maestras” en serie. Muchos de esos autores callaron esa parte nada romántica de sus compromisos contractuales, mientras daban la imagen de “independencia literaria”.

Otra característica de los escritores del boom fue su compromiso social y político. Nacidos al calor de la revolución cubana, su posición a favor del socialismo en Cuba les dio la imagen de “escritor progre”, con idas y venidas frecuentes de la isla, defendiendo a capa y espada la revolución, hasta que el encanto se rompió cuando el gobierno de Castro comenzó a virar cada vez más hacia la Unión Soviética, restringiendo libertades y censurando obras.

El célebre “Caso Padilla” fue el parteaguas que dividió a los escritores del boom en dos; aquellos que continuaron fieles a la revolución como García Márquez y aquellos que optaron por un cambio gradual hasta anclar en el campo del liberalismo como el caso de Vargas Llosa.

¿Qué queda de todo ese bullicio del boom?

Dos escritores vivos, cada uno exhibiendo un premio Nobel, cuya principal obra la escribieron antes de convertirse en “vacas sagradas”, otros ya murieron dejando una obra importante tras de si, y están aquellos que no tuvieron la suerte de tener el respaldo de una gran editorial, pero que anteriores o contemporáneos a las celebridades del boom, dejaron una obra memorable y que sin muchos premios o reconocimiento de ventas, su huella es vital en las letras. Pienso en los también desaparecidos connacionales Julio Ramón Ribeyro, Eduardo Zavaleta o Manuel Scorza. No fueron “best sellers” pero la importancia de su obra está fuera de dudas. No fueron parte del boom pero lo merecieron.

Eduardo Jiménez J.
ejjlaw@yahoo.es