Por: Eduardo Jiménez J.
@ejj2107
Parece un sarcasmo de la historia que un pueblo que tanto
luchó por librarse de una tiranía, algunos años después termina en otra,
encabezada por quienes luchaban contra el tirano anterior. Como extraída de Rebelión en la granja, los antiguos
liberadores se convierten en los verdugos de hoy.
Nicaragua ostenta los niveles más altos de pobreza,
desnutrición, analfabetismo y desesperanza del continente americano. Parece que
cuarenta años de revolución hubiesen sido en vano. Que los muertos en la guerra
de liberación fueron un sacrificio vacío.
Lo que Nicaragua prueba es que una revolución por si no
garantiza una liberación ni mejores condiciones de vida para el pueblo. Que una
capa de privilegiados puede ser reemplazada por otra, y que sin instituciones
sólidas y poder descentralizado e independiente en el estado, es poco lo que se
puede hacer. Nicaragua prueba que el simple voluntarismo no es suficiente, y
que lo bueno puede trasformarse al final en algo malo.
Un factor importantísimo son las instituciones sólidas e
independientes. Lo que se ve en la tierra de Darío y en los países del Alba es
que con instituciones debilitadas y sujetas a un férreo poder dictatorial es
poco lo que se puede hacer por el bienestar general. Al final se cae en la
dictadura que tanto se denostó. No es que los actores sociales de la hora
primigenia hayan pensado en ello; pero, en naciones donde la idea de democracia
es muy vaga y remota, la dictadura justificatoria (supuestamente en beneficio
del pueblo) se asienta sin rubor y con desvergüenza.
Aquellos idealistas de la primera hora, los buenos
elementos que tuvo la revolución nicaragüense han muerto o fueron exilados del
país. Quedaron los otros, los ortegas que medran del poder, que usufructúan de
él para el provecho propio, sin importarles la vida y bienestar de sus connacionales.
Y este esperpento de república bananera solo se sostiene, como los Somoza antaño,
con la fuerza de las armas o comprando conciencias y pagando al contado.
Quizás Nicaragua está condenada, como el Macondo de
García Márquez, a cien años de soledad y de penurias.
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