Tuesday, June 22, 2010

LAS UNIVERSIDADES BASURA (Y LAS FACULTADES BASURA): A PROPÓSITO DEL PROYECTO DE CERRAR LAS FACULTADES DE DERECHO

A raíz del descubrimiento de los vínculos políticos y judiciales de una conocida universidad que opera en todo el país, ha suscitado se cuestione en general a todas las universidades creadas recientemente, y en especial a las facultades de derecho, consideradas como “fábricas” de malos profesionales en la abogacía. Incluso un colega, jacobino por naturaleza, exhortó iracundo por ahí, cual arenga de guerra, “a parar las fábricas de derecho”, y hasta el presidente de la república terció en el debate proponiendo un proyecto de ley destinado a la no creación de más universidades hasta que las existentes sean debidamente acreditadas. Por otra parte circula entre los padres de la patria un proyecto para “prohibir” más facultades de derecho. Pero, ¿esa es la solución al problema?

Antes que nada debemos ver si la demanda de educación se encuentra cubierta por el total de oferta universitaria existente y, de ser positivo, si “prohibirse” la creación de más universidades y, por extensión, facultades de derecho sería lo más adecuado.

Veamos.

Para nadie es un secreto que la cantidad de universidades en el Perú obedece a la facilidad permitida por el decreto legislativo 882, posibilitando la creación indiscriminada de variopintos centros de enseñanza tanto en Lima como en distintas provincias. Pero el hoy satanizado decreto permitió en su momento aumentar la oferta educativa, rompiendo en su momento un “tabú”: el lucro perseguido por los promotores de centros educativos. Creer que antes de la dación del D.L. 882 los promotores actuaban altruistamente, buscando únicamente satisfacer el ansia de educación de miles de jóvenes que egresan de la secundaria, es no querer ver una realidad o, peor aún, tapar el sol con un dedo. La ley fue buena en su momento, pero no existieron los controles adecuados para que el estado regule la calidad educativa, sea de universidades públicas o privadas, “antiguas” o “modernas”. Se les dejó nacer y crecer sin que los organismos encargados de supervisar ese desarrollo cumplieran su función.
Naturalmente, “la mano invisible del mercado” no arregló las cosas y luego vinieron los problemas que hoy lamentamos.

También hay un detalle que escapa a los análisis efectuados y es más económico y social que legal: la creciente oferta de nuevas universidades nace de una demanda insatisfecha de jóvenes que no pueden acceder a las universidades “antiguas” o de “prestigio” sea por la lejanía de sus centros de enseñanza o por cuestión de costos y elitización de los ingresantes, segregando de esa manera a miles de estudiantes que terminan la secundaria y quieren acceder a la educación superior (término asociado a “universidad” y este a “prestigio” y “movilidad social”). De no existir esa demanda insatisfecha difícilmente tendríamos tantas universidades funcionando hoy en nuestro país, algunas precisamente en los conos de Lima, donde se gesta la nueva clase media.

Volviendo a la pregunta inicial, ¿la prohibición de nuevas universidades o de facultades de derecho solucionará el problema? El sentido común me dice que no. De prohibirse nuevas universidades, las ya existentes tendrían un mercado cautivo y subirían sus precios frente a una creciente demanda insatisfecha (que las nacionales no podrían satisfacer por limitaciones en su capacidad operativa), siendo el remedio peor que la enfermedad. Quienes ganarían serían estas universidades y las autoridades que las administran. Se generaría una situación de “mercantilismo”, de “mercado cautivo”, donde el consumidor (el estudiante) no tendría mucho de donde escoger.

El asunto va más por la debida acreditación de las universidades, tanto “nuevas” como “antiguas”, así como de las facultades, incluyendo las de derecho. Es decir si cuentan con la infraestructura y adecuada plana docente para operar. Para ello no se necesita una nueva ley, ya que existe la misma, sino voluntad política de los obligados a llevar a cabo la acreditación. Y acá viene el problema. La institución que debería acreditar depende de la Asamblea Nacional de Rectores, vale decir depende de las mismas universidades que deberían ser fiscalizadas, convirtiéndose el órgano encargado en juez y parte. Por eso “la desidia” en llevar a cabo el control de calidad, muchas de las universidades existentes quedarían mal paradas. Ninguna universidad peruana está entre las cien mejores del mundo, ni la decana de América ni la misma PUCP, esta última pese al nivel académico que posee; y, valgan verdades aunque duelan, ningún profesor de ninguna universidad “antigua” o de “prestigio” se ha destacado por publicaciones que vayan más allá de sus recintos académicos, menos por tener algún aporte nuevo a la ciencia y tecnología. Así estamos.

Por otra parte, se debería ser más riguroso en la admisión de alumnos, en la selectividad de los ingresantes. Generalmente en las universidades privadas por cuestiones de lucro ingresan “casi todos”, lo que origina que muchos alumnos no se encuentren preparados emocional, sicológica, mental o racionalmente para seguir una determinada carrera profesional. Como dice el viejo dicho “lo que natura no da, Salamanca no lo presta”. Esto trae también problemas en la enseñanza, por el “apiñamiento” en una sola aula de setenta u ochenta alumnos de dispar capacidad (aunque en las universidades nacionales, al revés de las privadas, el “apiñamiento” obedece a cuestiones de presupuesto), lo cual es antipedagógico desde cualquier punto de vista.

También debería existir información más trasparente de las universidades, no solo de los costos de enseñanza, sino de su propia calidad intrínseca: plana docente, infraestructura, malla curricular, forma de obtener el título profesional (en algunas solo “se pasa por caja” para obtener el título) y, por supuesto, metodología de enseñanza y laboratorios. Trasparencia e información para que el estudiante pueda tomar una decisión más razonable.

Dentro de la práctica profesional he podido conocer a abogados muy buenos que procedían de universidades “humildes”, sin mucho relumbrón, y abogados mediocres de universidades de “prestigio”, cumpliéndose el viejo refrán que dice “el hábito no hace al monje”. Ya no hablemos de la calidad ética del profesional, la integridad moral que debe tener, algo que interesadamente o no se olvida en este debate.

En el caso particular de derecho, la calidad educativa también se vería contrastada con un examen tipo para todos los que quieran optar por la titulación o la colegiatura. Allí se vería quiénes son buenos. Y debería, de paso, eliminarse el bachillerato, etapa actualmente inútil en todo sentido. Claro está que este examen lo debería tomar alguna institución neutral, libre de cualquier interés (y no pienso ni siquiera en mi colegio profesional, el Colegio de Abogados de Lima, que muchas veces exhibe la tentación del más puro mercantilismo).

Asimismo, los propios profesionales del derecho deberían someterse a evaluaciones periódicas para ver como andan en derecho (o si están medio torcidos), aparte que cada colegio profesional debería publicar en su página web el currículo del agremiado, medida que daría transparencia de las bondades o defectos del letrado que se contrata y no pasar gato por liebre como sucede actualmente.

Lo sensato sería que el órgano encargado de la acreditación no dependa de las propias universidades, sino sea un órgano autónomo y privado de preferencia a fin de evitar las interferencias políticas. Siendo estrictos en la creación de nuevas universidades, acreditando en regla a las ya existentes, con información trasparente y seleccionando mejor a los ingresantes, permitirá que mejore la calidad educativa y evitaremos presenciar casos como universidades operando en un garaje, profesores con títulos de dudosa procedencia o alumnos que a mitad de carrera no distinguen términos tan simples como demanda y reconvención. ¿Se hará ese cambio?
Eduardo Jiménez J.
ejjlaw@yahoo.es

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