El gobierno
nacionalista de Nasser en los años cincuenta supone una modernización “en
autocracia” de las estructuras políticas de Egipto y una apertura más amplia a
las costumbres occidentales, respetando la cultura islamista propia de la
sociedad egipcia. Obviamente no implicó poner los cimientos de la democracia
representativa, ni muchos menos, situación que no se encontraba ni remotamente en
los planes nacionalistas de los entonces jóvenes militares que depusieron al
rey Faruk. Son gobiernos militares que le van a dar al país “estabilidad en
autocracia”, estabilidad que concluye tras la primavera árabe. En
paralelo, por aquella época, los Hermanos Musulmanes, grupo religioso
fundamentalista, tiene una marcada oposición al gobierno de Nasser, tras una
breve convivencia política. Derrocado Mubarak luego de la primavera árabe,
asume la presidencia Mohamed Mursi, líder de los Hermanos Musulmanes.
El año de Mursi en el
gobierno fue de tensión con la cúpula militar, quienes no soltaron el poder
real más allá de las formalidades y ritos democráticos. Con una economía
marcadamente estatista, fueron el poder detrás del trono. Como sucedió con
muchos gobiernos civiles en la América Latina de los años ochenta, el de Mursi
fue una “democracia tutelada”. Por más que quiso “teocratizar” la sociedad y la
política, difícilmente podía ejecutar sus planes. Esa tensión llegó a su clímax
con el golpe de estado en Julio pasado.
La secuela de virtual
guerra civil evidencia la fortaleza en por lo menos parte de la sociedad
egipcia de los Hermanos Musulmanes. Entrenados en la clandestinidad por largas
décadas, difícilmente la propuesta de ilegalizar el movimiento les hará mella,
probablemente les fortalezca, y agudizará las contradicciones políticas.
Lo ocurrido en
Egipto, donde en elecciones libres gana una organización teocrática, hace
pensar dos veces en la secuela que puede tener la primavera árabe en el Medio
Oriente. En un contexto más religioso que secular, los que cosecharán los dividendos
de la apertura son los grupos islamistas extremos, no muy afectos a las
libertades de la persona al estilo occidental; trayendo una paradoja: de una
dictadura se pasa a otra.
Ello también trae un
dilema principista y que no tiene respuesta única: ¿un gobierno elegido libre y
democráticamente debe ser respetado su mandato o puede ser revocado de facto?
Los principistas
señalarán que debe ser respetado su mandato; pero habría que recordarles que el
gobierno de Hitler subió al poder por elecciones libres y ya conocemos
ampliamente lo que sucedió después. Es un problema cuya solución es compleja y
no pasa por el simple “deber ser”.
A nivel geopolítico
Estados Unidos preferiría mantener a las antiguas dictaduras a modo de la
política de apoyo a los gobiernos tiranos en América Latina durante las décadas
pasadas, antes de arriesgar abrir más “la caja de Pandora” en que se ha
convertido la primavera liberal del Medio Oriente. Aunque tampoco se puede
permitir “el lujo” de dejar que Egipto se desangre en una virtual guerra civil,
dado que es uno de los pivotes de estabilidad política en la zona.
Lo sucedido también
hace reflexionar si los países del Medio Oriente se encuentran preparados para
vivir en democracia. Algo similar se pensaba con respecto a nosotros años
atrás. Creo que merecen apostar por afrontar los riegos del cambio. Es cierto
que los riegos son bastante elevados, más en el contexto teocrático que se
respira en la zona; pero la única manera que una sociedad madure es en el
ensayo-error. De repente la democracia, como la entendemos nosotros y que nació
y se desarrolló en Occidente, debe ser adaptada a sus formas culturales,
distintas a las nuestras. De repente.
Eduardo Jiménez J.
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