Por: Eduardo Jiménez J.
@ejj2107
Max Weber sostenía que un tipo de
dominación legítima era la del tipo carismático. Terminología tomada del
cristianismo, al tipo carismático se le considera con cualidades
sobrenaturales. Un hechicero en la antigüedad, un “poseso” que habla con Dios y
atrae multitudes en la Edad Media, o un político que en la actualidad puede
“magnetizar” y convencer a sus coetáneos de lo que dice. “Hechiza”, como los
brujos de la antigüedad, a quienes lo escuchan. Les da una visión, les da un
sueño. El tipo carismático es fundador de religiones, de política, de cambios profundos
en la sociedad de donde proviene. Tiene un lazo afectivo con aquellos que lo
siguen, más intuitivo que racional. Cargado con luces y sombras en su
personalidad, pocos políticos reunen esas características y algunos dejan
huella indeleble en su generación. Fue el caso de Fidel Castro, más allá de los
juicios de valor a favor o en contra.
Orador que electrizaba multitudes con
discursos de cuatro o cinco horas continuas, a la usanza de esos caudillos de
antaño, a caballo entre el intelectual y el hombre de acción, supo hacer de la
estrategia de David contra Goliat su arma de guerra. El hombre que se enfrentó
al “imperio”, la pequeña isla que desafió a la gran potencia del norte. Él
sabía que con esa estrategia cerraba filas al interior de Cuba y ganaba
creyentes hacia fuera. De allí que el argumento del “imperio del mal” se
convirtió en su tema favorito, en el leit
motiv de sus discursos y apariciones públicas, en un tiempo donde se echaba
la culpa de prácticamente todo a la nación del norte. Castro sabía muy bien que
siempre es bueno tener un enemigo y, si es poderoso, mucho mejor.
Su época de oro fueron los sesenta y setenta,
con la “exportación” de la revolución cubana al continente y fuera de él. La
última réplica exitosa de la guerrilla cubana fue Nicaragua, a fines de los
setenta; y Angola, en 1975, que significó la colaboración directa con los
movimientos nacionalistas en el África. Algunos sostienen que “operación Carlota”
–así se llamó el plan de intervención en Angola- fue a instancias de la Unión
Soviética en el juego bipolar de la guerra fría en aquel entonces. Pero, el
“olfato político” le dijo a Castro que el modelo cubano era inviable en los
nuevos tiempos de primavera democrática en el continente, y comienza el largo
periodo de cambios “mirando hacia dentro”, inevitable luego del derrumbe de la URSS,
su principal sostén económico. Después, el gris “periodo especial” hasta la
llegada salvadora de Chávez y sus petrodólares. Luego, la sucesión en el poder,
más familiar, de hermano a hermano, y el retiro gradual de escena del líder;
algo, imagino, dificilísimo en personajes como él.
¿Qué nos deja Castro?
Muere nonagenario, casi como un anciano
venerable, por lo que no puede convertirse en el mito revolucionario como lo
fue el “Ché” Guevara, muerto joven. La juventud siempre ofrece una cuota de
heroísmo, desinterés y entrega que no la tiene el viejo; pero, creo que se
convierte en referente de una época, ahora lejana para muchos, donde parecía
que el paraíso estaba a la vuelta de la esquina. Quizás corra la suerte de Mao:
idolatrado por millones luego de muerto, pero todos mirando hacia el mercado
como forma de vida y de alcanzar la riqueza. Paradojas de la historia.
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