Friday, December 30, 2016

ODEBRECHT Y LA MEGACORRUPCIÓN

Por: Eduardo Jiménez J.
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       @ejj2107

La delación de altos funcionarios de la empresa brasileña Odebrecht sobre haber repartido coimas por cientos de millones de dólares en casi todos los gobiernos de América Latina, sean de izquierda o de derecha, a fin de ganar las grandes licitaciones ofertadas, incluyendo tres sucesivos gobiernos peruanos, plantea una serie de cuestionamientos, el primero de ellos, sí afectará o no sustancialmente a la clase política nacional, y como efecto de ello a la democracia peruana.

Tengamos presente que los afectados en Perú por la denuncia de los –hasta ahora- 29 millones detectados en sobornos son los tres últimos gobiernos democráticos, supuestamente “libres de corrupción”, en el relato ideológico inmaculado que desarrollaron a fin de diferenciarse del “fujimorismo corrupto”, caído en desgracia el 2000, al cual se asociaba con manejos delictivos del dinero público.

Consiguientemente, los primeros afectados no son los fujimoristas –asociados tradicionalmente a la corrupción-, sino los sucesivos gobiernos pos Fujimori, donde se habrían concentrado las coimas denunciadas por los funcionarios de la empresa brasileña.

Creo que más que un cataclismo político como el brasileño -donde el cuestionamiento es general a toda la clase política-, lo que va a traer sobretodo es un mayor escepticismo por parte de los ciudadanos en la política y los políticos nacionales. El “todos son iguales” se va a volver lugar común, indistintamente del membrete partidario o de la posición política, sea fujimorista o no fujimorista.

Otro mito que se derrumba es la supuesta pureza inmune a la corrrupción de la izquierda peruana. Autoconsiderada “reserva moral del país”, las denuncias de corrupción comprenden a actores nacionales de izquierda o centro izquierda, sea del gobierno central como Ollanta Humala, Alejandro Toledo o Alan García, o de gobiernos regionales como el de Gregorio Santos, sin contar los gobiernos municipales de izquierda que han caído en la tentación de sobrevalorar obras.

Incluso, una administración municipal como la de Susana Villarán, libre hasta el momento de manchas de corrupción (en la revocatoria que sufrió sus adversarios solo la tildaban de “inepta”), podría verse también afectada, si las denuncias de sobrevaloración comprenden las obras que Odebrecht realizó bajo su alcaldía, que muchas costaron varios cientos de millones de dólares. El “todos son iguales” pasará inmediatamente al “todos roban”.

Nuestro presidente, Pedro Pablo Kuczynski, tampoco se salva de cierta responsabilidad como Primer Ministro del gobierno de Toledo. Obras que ganó Odebrecht bajo su premierato y que extrañamente no pasaron el filtro del Snip, o que llegaron a costar tres veces el precio original ofertado, como la Interoceánica. Si se llega a demostrar su responsabilidad en ese entonces, los que abogan por la vacancia tendrán argumentos bastante concluyentes y sobretodo el clima político ideal, si vacarlo quisieran.

Pero, la pregunta central es si ese escepticismo ciudadano con la política y los políticos, permutará a un “que se vayan todos”, como sucedió en la Argentina de inicios de siglo o el Brasil actual.

Yo creo que no. Los casos de megacorrupción no afectarán sustancialmente la escena política nacional.

En primer lugar, porque tenemos una “cultura de la corrupción”, donde no llama a escándalo que el funcionario se lleve unos billetes al bolsillo. El “roba pero hace obra” es sintomático de ello. Es lo que da sustento y popularidad a un alcalde tan cuestionado y gris como Luis Castañeda, donde gran parte de los ciudadanos conocen que un considerable porcentaje del dinero de las obras va a su bolsillo, pero si deja cemento para el recuerdo, se tolera los manejos turbios. Fue el caso también de Alberto Fujimori en los noventa, donde el ciudadano no se escandilazaba de los grandes latrocinios de ese entonces, con tal que “el Chino” haga obras. (Por eso los fujimoristas tienen gran aceptación popular, más allá de los comportamientos autoritarios y de latrocinio demostrado. Al ciudadano promedio ese hecho le es indiferente).

De allí que en la actualidad el discurso anticorrupción se encuentre bastante devaluado. Discurso que antaño servía para hacer carrera política (muchas candidaturas lo utilizaron para hacerse un lugar en el escenario político), hoy es apenas una mención en algún párrafo escondido de los programas de gobierno o una declaración lírica para salir del paso, mientras se privilegia aspectos más importantes para el ciudadano promedio como la seguridad ciudadana o el no perder el poder adquisitivo conseguido en los últimos años.

Esa cultura de la corrupción nos hace permeables a tolerar desde la microcorrupción –el “sencillo” que se ofrece a un policía para evitar una papeleta- pasando por la corrupción en los distintos escalafones de ministerios, Poder Judicial, Congreso, municipios y gobiernos regionales, hasta los casos más sonados de corrupción, como los de Odebrecht. Más allá del escándalo mediático y de algunas vendetas políticas, comisiones investigadoras y judicializaciones de adversarios, la megacorrupción pasará al olvido.

Pasará al olvido también por razones prácticas: a ninguno de los actores políticos le conviene ahondar en el tema. Quizás no quieran cometer el error brasileño, donde grupos políticos rivales acusaron de corrupta a Dilma Rousseff y el gobierno del PT, cuando ellos tenían una viga en el ojo. Ese error no creo lo quieran cometer. A los únicos que les conviene ahondar en el tema es a los fujimoristas para tener argumentos y clima político ante una eventual vacancia, y a los del Frente Amplio que, por ser nuevos en el escenario nacional, no tienen serios compromisos de haber recibido sobornos, por lo que ganarían en rédito político si se adelantan las elecciones.

A diferencia de los países que sufrieron la reforma protestante y moral puritana, donde la corrupción es condenada y sancionada por la ley y mal vista por las normas de convivencia; los países que practicaron las prebendas y compra de puestos públicos y de licencias, como los reinos ibéricos, tuvieron una moral más laxa y más permeable a la corrupción. Esa moral la heredamos nosotros.

Por ello, la corrupción para que tenga efectos políticos, tendría que afectar sensiblemente al ciudadano promedio, a fin que reaccione. En otras palabras, tendría que “afectar su bolsillo” para que aflore un sentimiento de indignación masivo y nacional, como sucede, por ejemplo, en la Venezuela de Nicolás Maduro (considerado como un gobierno altamente corrupto y hasta delictivo), o sucedió en la Argentina de inicios de siglo, afectada en ese entonces por una grave recesión.

El último intento de renovación moral serio que tuvimos se propició en el gobierno de transición de Valentín Paniagua, tras la caída de Alberto Fujimori en el 2000 y la difusión de los vladivideos. Fue una coyuntura valiosa y corta, literalmente de catarsis colectiva, pero que se desaprovechó en impulsar acuerdos contra la corrupción para el largo plazo, quizás porque a ninguno de los actores políticos de ese entonces le convenía; menos ahora.

Por ello, lo más probable es que luego del escándalo la clase política caiga en un mayor descrédito del que ya tiene, se debiliten aún más las instituciones políticas, y los aspirantes a acceder a un cargo público sigan considerando más como un “negocio” el puesto que un servicio al país. Si queremos realmente afianzar el sistema político, no es poca cosa el daño ocasionado por la corrupción. Lamentablemente, en la práctica no se va a hacer nada.

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