Por: Eduardo Jiménez J.
@ejj2107
Ha traído controversia la publicación
del decreto legislativo 1182, en el marco de las facultades otorgadas al Poder
Ejecutivo a fin de legislar en materia de seguridad ciudadana.
Y no es para menos.
La llamada Ley Stalker (o ley del
gobierno espía o acosador), posibilita el rastreo de dispositivos móviles y
la obligación de las empresas teleoperadoras, ante el pedido de la Policía, de
informar y conservar el contenido de sus clientes.
Se entiende que dentro del crimen
organizado, el rastreo de llamadas, sobretodo en los casos de extorsión, es
vital, ello no está en tela de juicio. El asunto está en que la norma puede
tender al abuso o exceso, dado que no requiere de la intervención del órgano
judicial para la autorización.
Así la ley stalker podría utilizarse para seguimientos a políticos de
oposición, a ciudadanos que no comulgan con el gobierno de turno o que expresan
su disconformidad pública con este. Con mayor razón en un año electoral como el
que se viene.
De allí que es necesario filtrar los
pedidos que la Policía realice para rastrear llamadas y el órgano judicial es el más idóneo para
autorizar los rastreos.
Se dirá que el Poder Judicial demora
en tramitar los pedidos, lo cual es cierto; pero se puede crear mecanismos de
coordinación que permitan una autorización expeditiva, como es el juez penal de
turno que se encuentre despachando. Los jueces penales de turno atienden las 24
horas, los siete días de la semana. Bien podría tener esa competencia y
resolverlo en el acto. O pedir mayor información si el pedido no es muy preciso
o demasiado ambiguo.
Si en Estados Unidos, donde se utilizó
la ley stalker luego del 11-S, se comenzó a escuchar y grabar
indiscriminadamente a casi cualquier ciudadano con sospecha de ser árabe o filo
árabe, ya nos imaginamos lo que sucedería por acá si no existen los filtros
necesarios. Lo que comenzó como una iniciativa loable, puede devenir en
pesadilla.
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