Tuesday, August 11, 2015

25 AÑOS DEL SHOCK: 8 DE AGOSTO DE 1990

Por: Eduardo Jiménez J.
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Lo que sucedió el 8 de Agosto de 1990 fue el inicio a la vez de un programa económico de estabilización y reformas de liberación que permitiesen: 1) reducir drásticamente la hiperinflación, y 2) comenzar con el proceso de cambio del aparato productivo, reasignando liderazgo y recursos al sector privado.

Luego se sucedieron una serie de privatizaciones (venta de empresas públicas del estado), eliminación de todo tipo de restricción a la actividad privada, liberación de precios controlados (remuneraciones, tasas de interés, tipo de cambio, productos básicos) y reducción de funciones del estado. Todo ello en el marco de las recomendaciones del llamado consenso de Washington.

Fueron las bases del actual modelo económico que, hasta ahora, se ha mantenido a través de sucesivos gobiernos por 25 años consecutivos.

El 8 de Agosto de 1990 fue el punto de inflexión de un antes y un después en materia económica. Nunca, como en aquel momento, el cambio fue tan radical. Pero, ¿qué sucedió para que el modelo no tuviese demasiadas resistencias en su ejecución?

Primero, los factores externos. Fue vital la caída del muro de Berlín y el fin de la Unión Soviética como alternativa política, ideológica y económica al sistema capitalista. Al existir un solo proyecto político (la democracia como forma de gobierno), una ideología dominante (el liberalismo) y un solo pensamiento económico (la economía de mercado), no existía un contrapeso que lo pudiese cuestionar, como sí sucedió en la llamada guerra fría. El fin del bloque socialista, la conversión de China en economía de mercado y la desaparición de todo atisbo alternativo, dieron preeminencia al modelo neoliberal.

En lo interno, fue el agotamiento del rol empresario del estado, luego de su agigantamiento en los años 70, así como el dirigismo estatal vía proteccionismo y  subsidios que imposibilitaban un crecimiento más dinámico del sector privado (este vivía paternalistamente a expensas del estado). A ello habría que sumar la hiperinflación, desgobierno y crisis permanente durante el primer gobierno de Alan García; así como el demencial ataque terrorista de Sendero Luminoso y el MRTA.

La ciudadanía se encontraba cansada de todo ello, por lo que no existieron demasiadas resistencias al cambio del modelo.

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Un modelo económico es un presupuesto que contiene distintas hipótesis para su funcionamiento. Claro, todo modelo obedece a una ideología o a un “pensamiento económico”. Un modelo puede privilegiar las exportaciones o el mercado interno. Igualmente puede suponer el control de ciertos precios esenciales para la vida económica (tipo de cambio, tasas de interés, sueldos y salarios, servicios esenciales como agua y luz, productos sensibles como la gasolina o los que integran la canasta familiar) o dejarlos al arbitrio del mercado.

Dentro de ello, otros presupuestos básicos son las condiciones sociales y políticas en las que el modelo económico se va a desarrollar.

Se decía que el modelo imperante solo funcionaba en contextos políticos autoritarios como el Chile de Pinochet o el Perú de Fujimori; o, viajando más lejos, en los gobiernos autoritarios de la China actual o el de los países del sudeste asiático de antaño.

No necesariamente es cierto. La prueba está en que el modelo funciona muy bien en contextos democráticos como el Chile de hoy o el Perú democrático de los últimos quince años, o los actuales gobiernos más liberales de Corea del Sur. Es más, en el caso peruano, los cimientos fueron puestos casi dos años antes del autogolpe de Fujimori.

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25 años después el modelo sigue funcionando. Nos guste o no. Por otra parte, el peruano de inicios del siglo XXI tiene un espíritu más conservador, en parte como efecto de lo que se vivió entre los años 70 y 80 del siglo pasado; y en otra, producto del mismo individualismo exhacerbado que se vive por la competencia económica actual. De allí que el peruano menor de treinta años no se cuestiona demasiado el modelo en el cual prácticamente ha nacido.

Y también nos volvimos conservadores en materia económica. De una política afiebrada e imprudente en los años ochenta, pasamos a una ortodoxia más conservadora y prudente.

Por eso quizás la prédica neoliberal sigue teniendo calado en nuestro país, a diferencia de otros en la región. No tanto por la prédica dominante como dicen sus detractores (acusar de ello, sería como argumentar que los neoliberales son buenos en marketing), sino porque hemos vivido en carne propia los sinsabores del mal manejo macroeconómico; aparte que los impugnadores del modelo económico imperante no tienen una alternativa coherente y atractiva. Su último aporte fue el programa de la gran trasformación del entonces candidato radical Ollanta Humala, suerte de revival de las políticas velasquistas de los años setenta.

Valga como atenuante que otros países que padecieron también la hiperinflación, como la Alemania de los años veinte, luego se volvieron conservadores en el manejo fiscal y monetario. Es una especie de “vacuna” que nos mantiene inmunes a experimentos desbocados como los que sucedieron antes del shock.

Otro cambio que trajo fue el peso determinante de la economía y los agentes y órganos económicos, en desmedro del ejercicio político. Si bien la política sigue siendo importante en la vida nacional, como ha ocurrido en otros países, pasó a tener menor gravitación en ciertas decisiones trascendentales, las que por su carácter “técnico” pasaron a ser diseñadas y ejecutadas por órganos aparentemente más asépticos a los vaivenes de la política local. Así nace una tecnocracia de corte neoliberal que, tras el telón de la escena oficial y sin haber tenido el voto popular, es la que toma las decisiones más gravitantes y es la que ha mantenido la continuidad del modelo más allá de los gobiernos que se han sucedido en los últimos veinticinco años. Esta tecnocracia se encuentra principalmente concentrada en el Ministerio de Economía y Finanzas y los organismos reguladores.

¿Qué el modelo económico debe ser reformado?

Lo debe. Se centró demasiado en las exportaciones de materias primas, aparte que no se aprovechó en la bonanza los buenos precios vía tributos y, al caer estos, como sucede ahora, caen los ingresos del estado y de la sociedad. Para atenuar la culpa podemos decir que esperanzarse en la exportación de materias primas es una “maldición” de varios países vecinos: Argentina y la soja, Venezuela y el petróleo, Bolivia y el gas.

Y como un modelo económico no opera en abstracto y generalmente obedece a políticas macro o generales, requiere para su adecuación o “aterrizaje” en la sociedad ser acompañado de una serie de políticas sociales e institucionales, llamadas también “de segundo piso”, que son algo más difícil de ejecutar que las macroeconómicas y que es un tema más o menos pendiente de los sucesivos gobiernos democráticos que han trascurrido, que en algunos casos han avanzado y en otras retrocedido. De allí que pese al crecimiento constante que ha permitido disminuir notablemente la pobreza, percibimos que subsisten los problemas y carencias que vemos en educación, salud, en la administración del estado, para no mencionar las reformas políticas, que se requieren implementar urgentemente.

Es cierto que el costo social del shock fue enorme. De la noche a la mañana los precios relativos de la canasta familiar pasaron a incrementarse de cuatro a doce veces más. La otra alternativa eran los ajustes graduales de los precios controlados (los “minipaquetitos”); pero ello hubiese significado incrementar expectativas de los agentes económicos y avivar la hoguera de la inflación. Siguiendo la experiencia boliviana de 1985 se aplicó un “maxipaquete” y parar en seco la inflación, eliminando así las expectativas de los agentes económicos.

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Para terminar, haremos un poco de política ficción. ¿Qué habría pasado de no llegar Fujimori al poder en 1990 o Mario Vargas Llosa, quien propuso, como candidato, en blanco y negro, los cambios que vinieron después? Creo que cualquier otro en la presidencia habría hecho lo mismo. En ese momento no había otra alternativa viable. A veces las naciones, como las personas, se encuentran cercadas y apenas tienen una salida. Eso le sucedió al Perú en aquellos dramáticos días del ahora ya lejano 1990.

Y hagamos un exorcismo final. ¿Si Mario Vargas Llosa ganaba las elecciones en 1990 hubiese sido un mejor presidente que Alberto Fujimori? Yo voté por él en ambas vueltas electorales; pero, a la distancia, creo que no hubiese sido un mejor presidente. Habría respetado la institucionalidad y el sistema democrático, de ello no cabe duda; pero, debido a su inflexible coraza ideológica, creo que como gobernante hubiese dejado mucho que desear. Un gobernante requiere ser pragmático (pero con valores, y si tiene una visión de estadista, mucho mejor) y él lamentablemente no lo es. Por añadidura, la izquierda y el Apra hubieran boicoteado las medidas económicas y sociales desde el Parlamento y desde las organizaciones sindicales y populares, que en ese entonces ambos grupos políticos las controlaban.

Podemos decir irónicamente que en aquel crucial año el pueblo peruano fue sabio al no otorgarle la presidencia y dejarlo que siga escribiendo para bien de las letras peruanas y universales.


Son 25 años, y si las reformas se producen, por lo menos gradualmente, tenemos para 25 años más, todo un gran ciclo económico, salvo que pasen hechos imprevistos. Total, nada está escrito en el mundo o en nuestro país.

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