Por: Eduardo
Jiménez J.
Al terminar de leer
los ensayos que componen el libro Profetas del odio de Gonzalo
Portocarrero, me confirma lo que siempre pensé: el origen del terror desatado
por Sendero Luminoso obedeció, entre otras causas, a razones ideológicas
asentadas en un contexto cultural determinado.
Practicando lo que se
conoce como sociología de la cultura (con un toque especial de sicoanálisis,
segunda especialidad del autor), Portocarrero llega a una conclusión parecida:
el contexto provinciano de la tranquila Huamanga se vio trastocado por la
Universidad que se constituye a fines de los años cincuenta, emergiendo en los
sesenta como un centro de intensa actividad marxista en la sierra central. En
ese contexto de despiadado debate político, donde la polémica URSS – China es
el eje y toma de posición de unos y otros, llega un joven profesor, Abimael
Guzmán, que con un discurso retórico emotivo, esperanzador y seudo científico
gana adeptos principalmente entre los jóvenes. Con esos jóvenes va formando una
suerte de “congregación religiosa laica”, bajando el paraíso prometido a la
tierra.
Uno de los aportes del
doctor Portocarrero es dejar de lado el típico enfoque economicista de buena
parte de la izquierda que justificaba el terror de Sendero Luminoso por las
condiciones de pobreza extrema en Ayacucho y más bien trata de explicarlo por
las condiciones culturales e ideológicas imperantes que permiten el surgimiento
de la organización terrorista más letal que hayamos conocido. (Martín Tanaka
tiene un excelente ensayo sobre las incongruencias que marcan el discurso del
Informe Final de la CVR, discurso redactado mayormente por gente de izquierda).
Pero la explicación
no se agota en las condiciones culturales (la relación compleja amo – siervo
desarrollada por Portocarrero se va a repetir en el imaginario huamanguino,
pese a que en la realidad ya había desaparecido años atrás con la finalización
del mundo oligárquico), ni en el pasado de las estructuras culturales incásicas
y coloniales que se asientan en un pueblo; sino que aborda la biografía del
cabecilla, del líder del grupo, y cómo fue necesario un hombre con las
características especiales de Abimael Guzmán para dar nacimiento a las acciones
armadas de Sendero Luminoso. Difícilmente se hubiesen producido con otra
persona distinta a Guzmán. Sus cualidades personales (desgarrado como hijo
bastardo en un país donde la inclusión y ascenso social estaban limitados y
hasta prohibidos por razones socio-económicas, de raza u origen) fueron
esenciales para dar nacimiento a todo lo que vino después. Con ello
Portocarrrero también rompe otro mito de
la izquierda: el que la revolución la hacen las masas y no individualidades;
existe más bien una relación de ida y vuelta, de franca retroalimentación,
entre unas y otros.
Demuestra también que
el pasar Sendero Luminoso a las acciones armadas hacia finales de los años
setenta fue practica, sino común, bastante frecuente entre grupos terroristas
de extrema izquierda y que se auto proclamaban marxistas como las Brigadas
Rojas en Italia o los montoneros y tupamaros en Argentina y Uruguay. La
diferencia entre SL y los demás grupos de la izquierda peruana, fue que el
camarada Gonzalo decidió pasar a la acción y no quedarse en el mero discurso
retórico (casi toda la izquierda maoísta proclamaba en ese entonces la lucha armada).
Eso explica también
–si bien Portocarrero no lo desarrolla en su libro- la razón por la cual gran
parte de la izquierda, sea tácita o explícitamente, expresó su apoyo a las
acciones de Sendero Luminoso. Los consideraban como los primos hermanos que se “atrevieron” a llevar a la práctica la tesis
de la violencia revolucionaria, hasta cuando sus queridos “primos hermanos” comenzaron
a asesinar a los dirigentes de la izquierda legal, a fin de limpiar el camino
de la revolución de “reformistas”. Y esa complicidad explica en parte que para
muchos grupos de izquierda la democracia siga siendo un medio y no un fin, así
como sus reiterados fracasos de unión electoral y política: existe un “trauma”
(para usar la jerga sicoanalítica cara a Portocarrero) que no lo han superado
todavía y les lleva a cometer error en error político como, por ejemplo, el
apoyo a Fujimori en los noventa o a Humala en el presente siglo.
Precisamente una de
las tesis centrales del libro y que merece el título –Profetas del odio- es la
galvanización de las contradicciones a través de la violencia. Abimael Guzmán y
sus discípulos practicaron una vieja tesis del marxismo: la violencia
revolucionaria. La violencia debía agudizar las contradicciones entre el
proletariado –o la vanguardia que lo representaba que para Guzmán era SL- y las
fuerzas represivas del orden burgués. De allí que adoctrina a sus huestes en el
odio de clase, visto y vivido desde niños por los muchachos que provenían de
hogares humildes y excluidos, y vivido también por el propio Guzmán en sus años
mozos y de exclusión en la ciudad de Arequipa. Ese odio de clase será la gasolina que haga girar el motor de la
historia; de allí la importancia que le otorgaba. Lo que precisa Portocarrero
es que en un momento determinado, hacia la segunda mitad de los años ochenta,
ese odio se le escapa de las manos al líder senderista y comienza a ser
practicado irrefrenablemente por sus huestes.
Otro mito que se rompe
es el del supuesto cientificismo de la ideología marxista. Para todo aquel que
se haya acercado al marxismo auroral sabrá que los propios Marx y Engels
autodenominaron a su teoría como socialismo científico, desacreditando despectivamente
al socialismo de sus rivales (Saint-Simon, Proudhon) como “socialismo utópico”
o no realizable.
El autoproclamado socialismo científico era producto de la
época que vivieron, de un positivismo imperante, donde el progreso se dibujaba
como una línea francamente ascendente; por lo que ellos deducían que las
condiciones estaban dadas para que el proletariado europeo conduzca la
revolución que, previo estadio de una dictadura que “limpie” las desigualdades
y taras del capitalismo, conduzca inexorablemente al comunismo, a la tierra
prometida de la justicia y la igualdad. Desde el punto de vista de los mitos movilizadores,
Marx y todos sus discípulos que vinieron después lo que hicieron fue traer el
paraíso a la tierra, convirtiéndose así una ideología en un dogma “laico
religioso”.
Lo que demuestra
Portocarrrero es que frente a la secularización de la sociedad, cuando la
religión comienza a perder presencia y poder en el mundo occidental, se hace
necesario que los mitos bajen a la tierra. El hombre tiene que creer en algo
que suceda a futuro. Eso lo sabía muy bien José Carlos Mariátegui, cuyos
artículos y libros exploran la idea del mito que sirva de impulso al obrero
para la lucha revolucionaria, lo que en su época fue muy criticado por el
marxismo estaliniano, más pedestre y economicista.
Abimael Guzmán era
adicto a los sofismas con los que cautivaba a sus seguidores, principalmente
jóvenes, justificando así las acciones sangrientas y el sacrificio más duro en
aras de una sociedad justa y sin clases. Aplicando sofísticamente el
materialismo histórico arengaba a sus huestes en su accionar como resultado de
la evolución de millones de años que tenían como desenlace inevitable el
socialismo; por lo tanto todo sacrificio y acción por más despiadada y
sangrienta que fuese se encontraba justificada por tan noble propósito.
Premisas indemostrables, como la “raza superior” de los nacionalsocialistas,
pero que servían para justificar no solo las acciones más sangrientas sino
también la entrega de la propia vida a la causa revolucionaria.
Una digresión
adicional que tampoco se encuentra en el libro de Portocarrero, pero igualmente
se desprende de su lectura: sobre el reclutamiento de jóvenes militantes a “la
causa revolucionaria”. Sucedió en el pasado y sucede actualmente con el
Movadef. Los jóvenes son “el insumo” de SL/Movadef, la razón es obvia: son más
fáciles de manipular con un discurso inflamado sobre las desigualdades y la
inoperancia de la democracia para resolverlas. Algo evidente por cierto y que
permite concluir que solo la lucha armada permitirá corregir esas graves
desigualdades y que, por supuesto, Abimael Guzmán se encuentra recluido en una
base naval por haber entregado su vida a tratar de corregir esas desigualdades que
ningún partido o político “tradicional” lo hizo. Si a ello se agrega que
generalmente los jóvenes tienen una entrega más generosa y desinteresada que
los adultos, y que la historia de los años del terrorismo no se detallan con la
suficiente convicción en las aulas escolares tenemos lo que ya hemos
constatado: jóvenes que creen sinceramente que el camarada Gonzalo fue un
luchador social y merece ser amnistiado.
Merece leerse Profetas
del odio (el estudio iconográfico de los dibujos de los senderistas es
también interesante y merece todo un análisis aparte) por la perspectiva que
trabaja el autor, apartándose de los clichés tradicionales tanto de la
izquierda, como de la derecha que solo ve la parte cuantitativa y epidérmica de
los daños del terror pero no se atreve a penetrar más allá. Profetas del
odio obliga al lector a tomar una posición y a un permanente interactuar
con el libro, desde ese punto de vista es una lectura estimulante.
Profetas del Odio.
Raíces culturales y líderes de Sendero Luminoso
Gonzalo Portocarrero
Fondo Editorial de la
PUCP
1ª Edición, Lima
2012, .258pp
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