Por: Eduardo Jiménez J.
@ejj2107
Lo que sucedió el 8 de Agosto de 1990
fue el inicio a la vez de un programa económico de estabilización y reformas de
liberación que permitiesen: 1) reducir drásticamente la hiperinflación, y 2)
comenzar con el proceso de cambio del aparato productivo, reasignando liderazgo
y recursos al sector privado.
Luego se sucedieron una serie de
privatizaciones (venta de empresas públicas del estado), eliminación de todo
tipo de restricción a la actividad privada, liberación de precios controlados
(remuneraciones, tasas de interés, tipo de cambio, productos básicos) y
reducción de funciones del estado. Todo ello en el marco de las recomendaciones
del llamado consenso de Washington.
Fueron las bases del actual modelo
económico que, hasta ahora, se ha mantenido a través de sucesivos gobiernos por
25 años consecutivos.
El 8 de Agosto de 1990 fue el punto de
inflexión de un antes y un después en materia económica. Nunca, como en aquel
momento, el cambio fue tan radical. Pero, ¿qué sucedió para que el modelo no
tuviese demasiadas resistencias en su ejecución?
Primero, los factores externos. Fue
vital la caída del muro de Berlín y el fin de la Unión Soviética como
alternativa política, ideológica y económica al sistema capitalista. Al existir
un solo proyecto político (la democracia como forma de gobierno), una ideología
dominante (el liberalismo) y un solo pensamiento económico (la economía de
mercado), no existía un contrapeso que lo pudiese cuestionar, como sí sucedió
en la llamada guerra fría. El fin del
bloque socialista, la conversión de China en economía de mercado y la
desaparición de todo atisbo alternativo, dieron preeminencia al modelo
neoliberal.
En lo interno, fue el agotamiento del
rol empresario del estado, luego de su agigantamiento en los años 70, así como
el dirigismo estatal vía proteccionismo y
subsidios que imposibilitaban un crecimiento más dinámico del sector
privado (este vivía paternalistamente a expensas del estado). A ello habría que
sumar la hiperinflación, desgobierno y crisis permanente durante el primer
gobierno de Alan García; así como el demencial ataque terrorista de Sendero
Luminoso y el MRTA.
La ciudadanía se encontraba cansada de
todo ello, por lo que no existieron demasiadas resistencias al cambio del
modelo.
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Un modelo económico es un presupuesto
que contiene distintas hipótesis para su funcionamiento. Claro, todo modelo
obedece a una ideología o a un “pensamiento económico”. Un modelo puede
privilegiar las exportaciones o el mercado interno. Igualmente puede suponer el
control de ciertos precios esenciales para la vida económica (tipo de cambio,
tasas de interés, sueldos y salarios, servicios esenciales como agua y luz,
productos sensibles como la gasolina o los que integran la canasta familiar) o
dejarlos al arbitrio del mercado.
Dentro de ello, otros presupuestos
básicos son las condiciones sociales y políticas en las que el modelo económico
se va a desarrollar.
Se decía que el modelo imperante solo
funcionaba en contextos políticos autoritarios como el Chile de Pinochet o el
Perú de Fujimori; o, viajando más lejos, en los gobiernos autoritarios de la
China actual o el de los países del sudeste asiático de antaño.
No necesariamente es cierto. La prueba
está en que el modelo funciona muy bien en contextos democráticos como el Chile
de hoy o el Perú democrático de los últimos quince años, o los actuales
gobiernos más liberales de Corea del Sur. Es más, en el caso peruano, los
cimientos fueron puestos casi dos años antes del autogolpe de Fujimori.
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25 años después el modelo sigue
funcionando. Nos guste o no. Por otra parte, el peruano de inicios del siglo
XXI tiene un espíritu más conservador, en parte como efecto de lo que se vivió
entre los años 70 y 80 del siglo pasado; y en otra, producto del mismo
individualismo exhacerbado que se vive por la competencia económica actual. De
allí que el peruano menor de treinta años no se cuestiona demasiado el modelo
en el cual prácticamente ha nacido.
Y también nos volvimos conservadores
en materia económica. De una política afiebrada e imprudente en los años
ochenta, pasamos a una ortodoxia más conservadora y prudente.
Por eso quizás la prédica neoliberal
sigue teniendo calado en nuestro país, a diferencia de otros en la región. No
tanto por la prédica dominante como dicen sus detractores (acusar de ello,
sería como argumentar que los neoliberales son buenos en marketing), sino
porque hemos vivido en carne propia los sinsabores del mal manejo
macroeconómico; aparte que los impugnadores del modelo económico imperante no
tienen una alternativa coherente y atractiva. Su último aporte fue el programa
de la gran trasformación del entonces
candidato radical Ollanta Humala, suerte de revival
de las políticas velasquistas de los años setenta.
Valga como atenuante que otros países
que padecieron también la hiperinflación, como la Alemania de los años veinte,
luego se volvieron conservadores en el manejo fiscal y monetario. Es una
especie de “vacuna” que nos mantiene inmunes a experimentos desbocados como los
que sucedieron antes del shock.
Otro cambio que trajo fue el peso
determinante de la economía y los agentes y órganos económicos, en desmedro del
ejercicio político. Si bien la política sigue siendo importante en la vida
nacional, como ha ocurrido en otros países, pasó a tener menor gravitación en
ciertas decisiones trascendentales, las que por su carácter “técnico” pasaron a
ser diseñadas y ejecutadas por órganos aparentemente más asépticos a los
vaivenes de la política local. Así nace una tecnocracia de corte neoliberal
que, tras el telón de la escena oficial y sin haber tenido el voto popular, es
la que toma las decisiones más gravitantes y es la que ha mantenido la
continuidad del modelo más allá de los gobiernos que se han sucedido en los
últimos veinticinco años. Esta tecnocracia se encuentra principalmente
concentrada en el Ministerio de Economía y Finanzas y los organismos
reguladores.
¿Qué el modelo económico debe ser
reformado?
Lo debe. Se centró demasiado en las
exportaciones de materias primas, aparte que no se aprovechó en la bonanza los
buenos precios vía tributos y, al caer estos, como sucede ahora, caen los
ingresos del estado y de la sociedad. Para atenuar la culpa podemos decir que
esperanzarse en la exportación de materias primas es una “maldición” de varios
países vecinos: Argentina y la soja, Venezuela y el petróleo, Bolivia y el gas.
Y como un modelo económico no opera en
abstracto y generalmente obedece a políticas macro o generales, requiere para
su adecuación o “aterrizaje” en la sociedad ser acompañado de una serie de
políticas sociales e institucionales, llamadas también “de segundo piso”, que
son algo más difícil de ejecutar que las macroeconómicas y que es un tema más o
menos pendiente de los sucesivos gobiernos democráticos que han trascurrido,
que en algunos casos han avanzado y en otras retrocedido. De allí que pese al
crecimiento constante que ha permitido disminuir notablemente la pobreza,
percibimos que subsisten los problemas y carencias que vemos en educación,
salud, en la administración del estado, para no mencionar las reformas
políticas, que se requieren implementar urgentemente.
Es cierto que el costo social del
shock fue enorme. De la noche a la mañana los precios relativos de la canasta
familiar pasaron a incrementarse de cuatro a doce veces más. La otra
alternativa eran los ajustes graduales de los precios controlados (los
“minipaquetitos”); pero ello hubiese significado incrementar expectativas de
los agentes económicos y avivar la hoguera de la inflación. Siguiendo la
experiencia boliviana de 1985 se aplicó un “maxipaquete” y parar en seco la inflación, eliminando así las expectativas de los
agentes económicos.
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Para terminar, haremos un poco de
política ficción. ¿Qué habría pasado de no llegar Fujimori al poder en 1990 o
Mario Vargas Llosa, quien propuso, como candidato, en blanco y negro, los
cambios que vinieron después? Creo que cualquier otro en la presidencia habría
hecho lo mismo. En ese momento no había otra alternativa viable. A veces las
naciones, como las personas, se encuentran cercadas y apenas tienen una salida.
Eso le sucedió al Perú en aquellos dramáticos días del ahora ya lejano 1990.
Y hagamos un exorcismo final. ¿Si
Mario Vargas Llosa ganaba las elecciones en 1990 hubiese sido un mejor
presidente que Alberto Fujimori? Yo voté por él en ambas vueltas electorales;
pero, a la distancia, creo que no hubiese sido un mejor presidente. Habría
respetado la institucionalidad y el sistema democrático, de ello no cabe duda;
pero, debido a su inflexible coraza ideológica, creo que como gobernante
hubiese dejado mucho que desear. Un gobernante requiere ser pragmático (pero
con valores, y si tiene una visión de estadista, mucho mejor) y él
lamentablemente no lo es. Por añadidura, la izquierda y el Apra hubieran
boicoteado las medidas económicas y sociales desde el Parlamento y desde las
organizaciones sindicales y populares, que en ese entonces ambos grupos
políticos las controlaban.
Podemos decir irónicamente que en
aquel crucial año el pueblo peruano fue sabio
al no otorgarle la presidencia y dejarlo que siga escribiendo para bien de las
letras peruanas y universales.
Son 25 años, y si las reformas se
producen, por lo menos gradualmente, tenemos para 25 años más, todo un gran
ciclo económico, salvo que pasen hechos imprevistos. Total, nada está escrito
en el mundo o en nuestro país.
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