Por: Eduardo Jiménez J.
@ejj2107
Los detractores del fujimoirsmo creen se encuentra en una
involución, ante las evidencias del costo político que significa avalar a
corruptos, pederastas, lavadores de activos, fanáticos religiosos; y, en
sentido contrario, desproteger a minorías sexuales, propiciar una educación
conservadora, eliminar a los mejores ministros del régimen y tratar de
silenciar a la prensa independiente. De allí concluyen que la involución del
fujimorismo es el inicio de su fin como movimiento político.
No creo sea tan simple la interpretación de los hechos.
Más bien el esquematismo y el odio a todo lo que sea naranja está obnubilando
el buen razonamiento de los que sostienen esa tesis. Veamos.
La “derechización” del fujimorismo, que parecía tener
aires de conversión más progresista hasta la derrota en las elecciones de 2016,
puede ser solo la manifestación de un ala del movimiento. La otra, más
“liberal”, ahora la protagoniza Kenyi,
el menor de la estirpe.
La convivencia de dos alas no significa la ruptura del
movimiento, sino que estamos presenciando la manifestación de lo que es un
partido político populista, donde perfectamente tienen cabida alas
conservadoras y liberales, de izquierda y derecha. Donde a veces una tiene
preeminencia sobre la otra, dependiendo del momento y la correlación de
fuerzas. Eso es lo que estamos viendo en el fujimorismo, como otrora sucedió
con el aprismo, donde también convivían perfectamente dos tendencias (la
célebre “escopeta de dos cañones”).
El fujimorismo es el nuevo populismo, quizás reemplazando
el papel que tuvo el Apra en sus mejores tiempos. El populismo sabe muy bien
sintonizar con los sectores populares y sacar dinero de los de arriba para los
gastos organizacionales del partido, mientras los votos provienen de los de
abajo, con un eficiente sistema de clientelaje. No tienen una ideología tan
explícita ni desarrollada (la excepción fue el Apra), basta una mención a la
“justicia social” o a la “distribución de la riqueza”. En ello el fujimorismo
es representatitvo por su pragmatismo.
Saben también que los temas de género o de atar corto a
la prensa no les importa a los de abajo. Las clases populares tienen una
ideología más conservadora, no es muy amiga de la democracia (“todos son
ladrones”), lo que se ratifica con los últimos escándalos de megacorrupción, y
son amantes de la “mano dura” y de la “generosidad” del dictador, al mejor
estilo de los años noventa. Esa preocupación por los temas sociales y políticos
solo es de una minoría que se encuentra mayormente en la clase media.
El peligro que tiene el fujimorismo es que pierda la
brújula en el camino (como le sucedió al Apra en los años sesenta) y lo ciegue
solo la llegada al poder.
El otro peligro es que no puedan superar la dinastía Fujimori.
Un partido populista debe trascender a sus fundadores, como fue el
justicialismo en Argentina o el aprismo entre nosotros a la muerte de Haya de
la Torre.
Vemos que las dos alas están actuadas por los hermanos
Fujimori, de allí que parece una “lucha dinástica”. El riesgo real es que el
partido muera con ellos.
Y, hablando de partido. Si logran consolidarse como tal,
dejando atrás el juego dinástico de poder, cuando el candidato a la más alta magistratura
ya no se apellide Fujimori y de repente se apellide Quispe o Condori, y cuando
la organización del partido ya no esté en manos de los que detentan el poder
económico (turbio o no) y más bien recaiga en las bases partidarias, podremos
decir que tenemos un partido populista consolidado en el Perú. Eso solo el
tiempo lo dirá.
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