Por: Eduardo Jiménez J.
ejimenez2107@gmail.com
@ejjj2107
Los gringos están conociendo lo qué es el populismo por la
presidencia de Donald Trump, millonario excéntrico que, contra todo pronóstico,
consiguió primero la nominación republicana y luego la presidencia.
Pero, ¿qué es el populismo?
El populismo puede entenderse como representar los
intereses del pueblo, captar sus deseos y rabias más profundas y traducirlos en
propuestas de gobierno y, de llegar al poder, en políticas de estado. En lo
subjetivo requiere de un personaje carismático con arraigo popular; y en lo
objetivo, realización de una serie de obras a favor de las mayorías.
En Perú y en muchos países de América Latina lo conocemos
bien. La demanda de “obras sociales” por las necesidades más elementales, hace
que los gobiernos y candidatos populistas sean más atractivos. Hemos tenido
gobiernos populistas militares y civiles, de izquierda y de derecha. Militares
como Perón, Velasco, Odría lo practicaron asiduamente. Y entre los presidentes
civiles, los primeros gobiernos de Belaunde y García, Fujimori en sus diez años
de gobierno, lo que le permitió consolidar un movimiento con base popular.
Lo importante es que el político populista haga obras. De
allí el conocido dicho roba pero hace obra. No importa que los
presupuestos estén inflados, sino la plasmación de obras que el usuario
receptor de estas las puede ver y usar: El cemento antes que los valores. Y si
no le cuesta al ciudadano, mucho mejor.
Precisamente esa moral laxa que tolera la corrupción, permite
una prédica populista. No necesariamente obedece a que el pueblo, beneficiado
con la obra, lo obligue la necesidad a dejar aparte los valores éticos. Ello no
explica, por ejemplo, que la nueva clase media, los “nuevos ricos” o la clase
alta tradicional tengan también esa misma pragmaticidad y tolerancia a la
corrupción. Quizás debemos de buscar más en los antecedentes
histórico-culturales de nuestro país –y por extensión de América Latina- para
comprender la naturalidad con que se tolera y practica la corrupción desde la
época de la colonia o, más contemporáneamente, en la gran informalidad
económica y social, que hace percibir que ese robo al erario público tenga como
“víctima” al estado y no al bolsillo del beneficiado (lo cual no sucedería si
todos los ciudadanos pagasen impuestos, en vista que habría una conciencia de
contribuyente más directa que en la actualidad sobre adónde va nuestro dinero
que aportamos al estado).
Son disquisiciones que permiten explicar la alta tolerancia
a la corrupción que existe en nuestro país (y que campañas políticas que
contraponen honradez a corrupción no funcionen entre nosotros).
A modo de alivio, podemos señalar que en la región no
estamos solos en este asunto de la corrupción y el populismo. Está México y la
conocida “mordida”, por citar un país con el cual nos emparentamos mucho;
quizás por haber sido ambos centros del poder virreinal español. En la lista de
países con mayor percepción de corrupción se encuentran algunos vecinos
nuestros. Pero, en contraposición, tenemos países donde el nivel de corrupción
no es tan alto y existe un manejo más trasparente de los recursos públicos como
Chile y Uruguay, ambos con niveles de percepción en corrupción muy bajos.
Tampoco podemos alegar que la corrupción sea propia de un
gobierno o de un partido o sector político determinado. La corrupción no nace
con un gobierno, aunque se ha percibido mucho más en ciertas administraciones
(como la de Echenique en el siglo XIX a raíz de la riqueza del guano o la de
Fujimori a fines del anterior siglo con el dinero de las privatizaciones).
Tampoco es monopolio de la derecha, si nos atenemos a las denuncias de
corrupción de gobiernos de izquierda. En ello es bastante plural.
Nosotros, en el frente interno, tampoco nos salvamos. A las
ya conocidas denuncias contra los ex presidentes, tenemos las graves denuncias
que pesan en nuestro medio sobre el gobierno izquierdista regional de Gregorio
Santos en Cajamarca o el municipal de Susana Villarán.
Pero, ¿qué relación tienen gobiernos populistas con
corrupción? El lazo se encuentra en las obras que se ejecutan “a favor del
pueblo”, cuyos costos exceden lo razonable, encubiertas en una supuesta
satisfacción de “demandas populares”. Casi siempre son “obras faraónicas”, de
alto costo. Es lo que sucedió, por ejemplo, con el Metropolitano en la gestión
anterior de Castañeda, que terminó costando seis veces más que el presupuesto
inicial o la refinería de Talara en el gobierno de Humala, elefante blanco que
ya bordea los 6,000 millones de dólares y no se termina.
En ese nivel de “las grandes obras” es donde se vislumbra
con mayor nitidez la corrupción relacionada con el populismo sea nacional,
municipal o regional.
En lo político una característica de los gobiernos
populistas con instituciones débiles, es que muchas veces devienen en gobiernos
autoritarios y con una gestión poco trasparente del uso de los recursos
públicos, aplicando políticas de censura a la prensa y restricción de
participación pública a la oposición, pudiendo devenir hasta en abierta
dictadura como en la actual Venezuela y en Nicaragua.
Generalmente las obras populistas son de corto plazo,
tratando de mantener “contento” al elector; pero pierden el horizonte de largo
aliento, convirtiéndose más en remedio inmediato que solución a los problemas.
(Fue el caso de la “liberalización del trasporte” y el Dec. Leg. 650 bajo el
gobierno de Fujimori, que trajo alivio inmediato al trasporte público, pero a
costa de saturar las avenidas de unidades pequeñas de pasajeros y empresas
informales).
Asimismo, un gobierno populista si es investigado por
corrupción, argumentará que se trata de una “persecución” por defender “los
intereses del pueblo”. Es la coartada perfecta. Muchos se escudan en ello para
no dar la cara por los latrocinios cometidos.
¿Es malo el populismo? No necesariamente. Pueden ser
gobiernos populistas que destraben los prejuicios y limitaciones de clase, como
el de Perón en Argentina o el de Velasco en Perú. Lo malo es cuando no existen controles
institucionales y la corrupción y falta de trasparencia desborda al populismo.
Y en Estados Unidos el populismo de Trump obedece al
malestar de una clase media trabajadora que ve disminuir sus ingresos reales y
oportunidades laborales, debido a la globalización del capital. Vale decir que
este produce el producto y lo vende ya no en los propios Estados Unidos como
antaño, sino en distintas partes del mundo, donde le sea más rentable
fabricarlo y ensamblarlo (leáse más barato) y donde el producto se venda a
mejor precio. Jurídicamente esa globalización necesitaba tratados de libre
comercio, lo que se ha conseguido con los acuerdos bilaterales, sellando esta
internacionalización con el por ahora suspendido Acuerdo TrasPacífico (TPP).
Por eso Trump arremete contra los tratados comerciales,
sabe que son lo más visible de esta gobalización y que muchos ven como la causa
de su desgracia, cuando es apenas el síntoma. O proclama una “guerra comercial”
contra China a fin de contener la competencia del gigante asiático. Igual
sucede con los gastos dispendiosos de una burocracia asentada en organismos
internacionales, algo que el contribuyente norteamericano promedio no ve como
beneficio directo para él y la encuentra más bien “parasitaria”. Por ello Trump
“ha prometido” que limitará los gastos en la OTAN, el Banco Mundial y el FMI,
para destinarlo a la propia Norteamérica.
Quizás ese populismo sea síntoma también de una gradual
decadencia del poderío norteamericano en todo sentido: político, económico y social.
Sería irónico ver a los EEUU a mediados del siglo XXI en similares problemas
que sus pares al sur del Río Grande.