Monday, December 30, 2019

POPULISMO Y CORRUPCIÓN


Por: Eduardo Jiménez J.
ejimenez2107@gmail.com
@ejjj2107
 


Los gringos están conociendo lo qué es el populismo por la presidencia de Donald Trump, millonario excéntrico que, contra todo pronóstico, consiguió primero la nominación republicana y luego la presidencia.

Pero, ¿qué es el populismo?

El populismo puede entenderse como representar los intereses del pueblo, captar sus deseos y rabias más profundas y traducirlos en propuestas de gobierno y, de llegar al poder, en políticas de estado. En lo subjetivo requiere de un personaje carismático con arraigo popular; y en lo objetivo, realización de una serie de obras a favor de las mayorías.

En Perú y en muchos países de América Latina lo conocemos bien. La demanda de “obras sociales” por las necesidades más elementales, hace que los gobiernos y candidatos populistas sean más atractivos. Hemos tenido gobiernos populistas militares y civiles, de izquierda y de derecha. Militares como Perón, Velasco, Odría lo practicaron asiduamente. Y entre los presidentes civiles, los primeros gobiernos de Belaunde y García, Fujimori en sus diez años de gobierno, lo que le permitió consolidar un movimiento con base popular.

Lo importante es que el político populista haga obras. De allí el conocido dicho roba pero hace obra. No importa que los presupuestos estén inflados, sino la plasmación de obras que el usuario receptor de estas las puede ver y usar: El cemento antes que los valores. Y si no le cuesta al ciudadano, mucho mejor.

Precisamente esa moral laxa que tolera la corrupción, permite una prédica populista. No necesariamente obedece a que el pueblo, beneficiado con la obra, lo obligue la necesidad a dejar aparte los valores éticos. Ello no explica, por ejemplo, que la nueva clase media, los “nuevos ricos” o la clase alta tradicional tengan también esa misma pragmaticidad y tolerancia a la corrupción. Quizás debemos de buscar más en los antecedentes histórico-culturales de nuestro país –y por extensión de América Latina- para comprender la naturalidad con que se tolera y practica la corrupción desde la época de la colonia o, más contemporáneamente, en la gran informalidad económica y social, que hace percibir que ese robo al erario público tenga como “víctima” al estado y no al bolsillo del beneficiado (lo cual no sucedería si todos los ciudadanos pagasen impuestos, en vista que habría una conciencia de contribuyente más directa que en la actualidad sobre adónde va nuestro dinero que aportamos al estado).

Son disquisiciones que permiten explicar la alta tolerancia a la corrupción que existe en nuestro país (y que campañas políticas que contraponen honradez a corrupción no funcionen entre nosotros).

A modo de alivio, podemos señalar que en la región no estamos solos en este asunto de la corrupción y el populismo. Está México y la conocida “mordida”, por citar un país con el cual nos emparentamos mucho; quizás por haber sido ambos centros del poder virreinal español. En la lista de países con mayor percepción de corrupción se encuentran algunos vecinos nuestros. Pero, en contraposición, tenemos países donde el nivel de corrupción no es tan alto y existe un manejo más trasparente de los recursos públicos como Chile y Uruguay, ambos con niveles de percepción en corrupción muy bajos.

Tampoco podemos alegar que la corrupción sea propia de un gobierno o de un partido o sector político determinado. La corrupción no nace con un gobierno, aunque se ha percibido mucho más en ciertas administraciones (como la de Echenique en el siglo XIX a raíz de la riqueza del guano o la de Fujimori a fines del anterior siglo con el dinero de las privatizaciones). Tampoco es monopolio de la derecha, si nos atenemos a las denuncias de corrupción de gobiernos de izquierda. En ello es bastante plural.

Nosotros, en el frente interno, tampoco nos salvamos. A las ya conocidas denuncias contra los ex presidentes, tenemos las graves denuncias que pesan en nuestro medio sobre el gobierno izquierdista regional de Gregorio Santos en Cajamarca o el municipal de Susana Villarán.

Pero, ¿qué relación tienen gobiernos populistas con corrupción? El lazo se encuentra en las obras que se ejecutan “a favor del pueblo”, cuyos costos exceden lo razonable, encubiertas en una supuesta satisfacción de “demandas populares”. Casi siempre son “obras faraónicas”, de alto costo. Es lo que sucedió, por ejemplo, con el Metropolitano en la gestión anterior de Castañeda, que terminó costando seis veces más que el presupuesto inicial o la refinería de Talara en el gobierno de Humala, elefante blanco que ya bordea los 6,000 millones de dólares y no se termina.

En ese nivel de “las grandes obras” es donde se vislumbra con mayor nitidez la corrupción relacionada con el populismo sea nacional, municipal o regional.

En lo político una característica de los gobiernos populistas con instituciones débiles, es que muchas veces devienen en gobiernos autoritarios y con una gestión poco trasparente del uso de los recursos públicos, aplicando políticas de censura a la prensa y restricción de participación pública a la oposición, pudiendo devenir hasta en abierta dictadura como en la actual Venezuela y en Nicaragua.

Generalmente las obras populistas son de corto plazo, tratando de mantener “contento” al elector; pero pierden el horizonte de largo aliento, convirtiéndose más en remedio inmediato que solución a los problemas. (Fue el caso de la “liberalización del trasporte” y el Dec. Leg. 650 bajo el gobierno de Fujimori, que trajo alivio inmediato al trasporte público, pero a costa de saturar las avenidas de unidades pequeñas de pasajeros y empresas informales).

Asimismo, un gobierno populista si es investigado por corrupción, argumentará que se trata de una “persecución” por defender “los intereses del pueblo”. Es la coartada perfecta. Muchos se escudan en ello para no dar la cara por los latrocinios cometidos.

¿Es malo el populismo? No necesariamente. Pueden ser gobiernos populistas que destraben los prejuicios y limitaciones de clase, como el de Perón en Argentina o el de Velasco en Perú. Lo malo es cuando no existen controles institucionales y la corrupción y falta de trasparencia desborda al populismo.

Y en Estados Unidos el populismo de Trump obedece al malestar de una clase media trabajadora que ve disminuir sus ingresos reales y oportunidades laborales, debido a la globalización del capital. Vale decir que este produce el producto y lo vende ya no en los propios Estados Unidos como antaño, sino en distintas partes del mundo, donde le sea más rentable fabricarlo y ensamblarlo (leáse más barato) y donde el producto se venda a mejor precio. Jurídicamente esa globalización necesitaba tratados de libre comercio, lo que se ha conseguido con los acuerdos bilaterales, sellando esta internacionalización con el por ahora suspendido Acuerdo TrasPacífico (TPP).

Por eso Trump arremete contra los tratados comerciales, sabe que son lo más visible de esta gobalización y que muchos ven como la causa de su desgracia, cuando es apenas el síntoma. O proclama una “guerra comercial” contra China a fin de contener la competencia del gigante asiático. Igual sucede con los gastos dispendiosos de una burocracia asentada en organismos internacionales, algo que el contribuyente norteamericano promedio no ve como beneficio directo para él y la encuentra más bien “parasitaria”. Por ello Trump “ha prometido” que limitará los gastos en la OTAN, el Banco Mundial y el FMI, para destinarlo a la propia Norteamérica.

Quizás ese populismo sea síntoma también de una gradual decadencia del poderío norteamericano en todo sentido: político, económico y social. Sería irónico ver a los EEUU a mediados del siglo XXI en similares problemas que sus pares al sur del Río Grande.

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