Por: Eduardo Jiménez J.
ejimenez2107@gmail.com
@ejjj2107
Hay algo de leyenda urbana con
respecto a la Constitución peruana de 1979. Un poco tiene que ver el hecho que
se aprobó a la salida del último gobierno militar. Ello le otorgó cierta aura
de texto de avanzada para la época, reconociendo una serie de derechos humanos
elevados a precepto constitucional, aparte de algunas instituciones nuevas como
el Tribunal de Garantías Constitucionales. Sumado a que vivíamos el fin de un
gobierno militar y el comienzo –con cronograma incluido- de un proceso
democrático vivido con esperanza pero también con cierto temor.
Fue una constitución aprobada por
consenso, lo cual le granjeó cierto estatus de texto democrático, con un estilo
socialdemócrata que la emparentaba con la constitución española, promulgada un
año antes también a la salida de una dictadura.
Los cien constituyentes reunidos a lo
largo de un año diseñaron una carta magna que pensaron debería llegar al nuevo
siglo. Se mezclaron varias generaciones, desde aquellos que tenían una
trayectoria política cimentada como Héctor Cornejo Chávez o los que despegarían
en su vida pública, como un jovencísimo Alan García, pasando por los de la
generación intermedia de un Javier Valle Riestra, coronados por la presidencia
magna de Víctor Raúl Haya de la Torre, canto del cisne de una vida de cincuenta
años dedicada a la política peruana. Revisando los debates de aquellos años, es
sorprende la contundencia de los argumentos de uno y otro lado. Cualquiera que
haya presenciado los debates de ese entonces se habrá dado cuenta de su
riqueza, años luz de los actuales escarceos parlamentarios. Podemos decir que
fue la generación ya en extinción de políticos y juristas formados en
principios y dogmas sólidos.
Históricamente, una constitución es la
cristalización de un proceso político y social, y la del 79 no fue la
excepción. “Herencia” jurídica y política de la revolución peruana iniciada
diez años atrás. Para bien o para mal el docenio militar –como la década
fujimorista- marcó el Perú de la segunda mitad del siglo XX.
En un plano más pedestre, la
constitución de 1979 fue un instrumento político para retornar a la democracia.
El gobierno militar había anunciado un cronograma de “retorno a la democracia”
que incluía una asamblea constituyente elegida por sufragio popular y la dación
de una nueva carta política. No eran “notables” elegidos arbitrariamente los
que iban a redactar el texto, sino personas elegidas por voto popular de las
canteras de los partidos políticos que reaparecían luego de un letargo de diez
años; de allí que mayoritariamente ganaron curules el Apra, el PPC y los
partidos de izquierda, obteniendo cada agrupación aproximadamente un tercio de
representación de los cien constituyentes designados. Escenario de encuentro de
un Luis Bedoya Reyes o un Alayza Grundy con el mítico Víctor Raúl Haya de la
Torre; de intelectuales de las filas apristas como Andrés Townsend o Luis
Alberto Sánchez, o de un ajetreado asesor sindical como Genaro Ledesma con otros
provenientes del mundo campesino de la toma de tierras como lo fue Hugo Blanco,
juramentando con una soga como correa. Se congregaron generaciones y tendencias
políticas inimaginables en el presente.
No obstante ese contexto democrático y
variado que se abría con una nueva carta política, con bastantes ilusiones y
esperanzas, lo cierto es que tuvo corta vigencia, de apenas doce años, siendo
reemplazada en el 93 por la constitución vigente, producto también de
transacciones políticas a fin de salir del impase del autogolpe de estado del
año anterior.
¿Pudo haber sido una constitución con
vigencia hasta el presente como la española? Es posible, pero nuestro agitado
escenario político lo impidió. De allí también su corta vigencia.
Esta vez la constitución del 93 no
tuvo un debate tan intenso políticamente como su predecesora. El matiz estuvo
en el subrayado de “economía de mercado”, prioridad de la propiedad privada
frente a otros tipos de propiedad y una suerte de santidad de los contratos. Un
enfoque marcadamente liberal producto de la ideología predominante en aquellos
años y que ha servido de recurrente blanco a distintos grupos de izquierda para
reclamar un “cambio de constitución”.
Habiendo no estado exenta de polémica
la aprobación de la constitución de 1993, era forzosa una comparación con la de
1979, aparte que no distaban demasiados años entre una y otra. De allí que las comparaciones
resultaron obligatorias entre los dos textos constitucionales.
Es cierto que el tiempo de distancia
entre una y otra era corto, pero los hechos que acaecieron en esos poquísimos
años fue abismal. En el mundo desaparecieron los estados socialistas en Europa
oriental, China se volcó al modelo de “socialismo de mercado”, hubo una
preeminencia en Occidente del llamado “consenso de Washington”, el estado se
desprendió de muchas funciones sociales y comenzó la ola privatizadora de
empresas públicas y de muchos servicios que hasta ese entonces era sentido
común que solo los brindaba el estado.
La prevalencia del llamado
neoliberalismo impregnó a la carta de 1993, por eso muchos antimercado y proestado
propusieron retornar a la constitución de 1979 una vez que el régimen
fujimorista se derrumbó. Una especie de paraíso perdido en el vendaval de los
aciagos tiempos. La leyenda de la constitución progresista no tardaría en
expandirse en las discusiones académicas y políticas.
La pregunta evidente es ¿por qué no se
reemplazó la carta del 93 por la del 79 cuando se derrumbó el régimen
fujimorista?, ¿o por qué no fue reemplazada por una nueva constitución y más
bien hasta ahora la del 93 goza de buena salud?
Es cierto que la constitución de 1979
estaba mejor sistematizada que la de 1993 y que de repente obedecía a un
espíritu de avanzada de aquellos años, pero también es cierto que un texto de
por si no abre las puertas del progreso o del desarrollo de una nación. No es
garantía de cambio social un texto progresista. Incluso con una constitución
conservadora se pueden hacer cambios, si existe voluntad política de los
actores sociales. Hay prueba abundante al respecto.
Para expresarlo de otra manera, la
constitución de 1979 no era “socialista” ni fue la culpable del “atraso” en los
años 80. Ni tampoco la constitución de 1993 fue la responsable del crecimiento
económico que hemos tenido en el presente siglo. Son parte de las leyendas
interesadas que en uno y otro bando circularon.
Los 80, sea con constitución liberal o
protectora de ciertos derechos sociales, la performance económica hubiese sido más
o menos la misma: el terrorismo, la hiperinflación, el desgobierno y la poca
productividad y competitividad de las empresas de ese entonces, tanto públicas
como privadas, no permitieron un crecimiento sostenido.
Igual pasa con el contexto actual. La predominancia
de los objetivos económicos antes que los políticos, la decadencia casi
terminal de los partidos políticos y la poca importancia que tiene la política
en un ambiente pragmático ha coadyuvado a continuar un ritmo de crecimiento
sostenido que muy poco tiene que ver con que tengamos una constitución liberal.
Quizás esa “leyenda urbana” acerca del
“progreso” que traería la constitución del 93 es tan falaz como aquella sobre
la constitución del 79.
Dejemos los textos constitucionales en
el lugar que corresponden. Una constitución por si no hace el desarrollo
económico de un pueblo, ni asienta las instituciones. Es el tiempo y el respeto
a estas, así como el espíritu de una época y cómo se desarrolla la escena internacional
y local lo que permiten un cambio de las cosas materiales. Falta mucho camino
todavía. Felizmente se reposa cierta sensatez en la mayoría de actores sobre
los cambios constitucionales y salvo pequeñas reformas de articulados no se
vislumbra por ahora un cambio radical de constitución, para bien quizás del
sistema jurídico y de sus instituciones.
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