Sunday, March 07, 2021

CANOA

 

Por: Eduardo Jiménez J.

ejimenez2107@gmail.com

@ejj2107

 

En 1968, a pocas semanas de la matanza de Tlatelolco, un hecho conmocionó a la sociedad mexicana: un grupo de jóvenes que iban a escalar el cerro La Malinche, trabajadores administrativos de la Universidad de Puebla, fueron linchados y asesinados por una turba, azuzados por el párroco del lugar y confundidos con estudiantes universitarios que venían supuestamente a colocar una bandera roja y negra y predicar el comunismo.

 

Lo que sucedió en San Miguel de Canoa fue producto de una confusión. En un ambiente exacerbado, en el contexto de la guerra fría, las fuerzas conservadoras asociaban todo lo relacionado con la universidad, sobre todo la pública, con comunistas que venían a predicar la lucha de clases y la negación de Dios. En el filme esas fuerzas conservadoras se encuentran representadas en el párroco, quien tiene poder espiritual y terrenal: designa a las autoridades, cobra cupos y gestiona las obras ante el gobierno. Un pueblo atrasado, con escasas luces, cuyos habitantes apenas llegan a la primaria y con una economía de subsistencia, iba a ser fácil alzarlos contra “el terror comunista”.

 

A modo de un falso documental, el filme de Felipe Cazals nos cuenta la secuencia del drama que se desatará en pocas horas. Un narrador, originario del pueblo, nos va contando primero las condiciones sociales y económicas de la gente, la llegada del cura al pueblo, como organiza milicias y comienza a cobrar cupos en dinero o especie, gente que habla náhuatl más que español, hundida en supersticiones (la escena final de los feligreses yendo en procesión y dirigidos por el párroco es bastante elocuente) y en alcohol, es el escenario perfecto de “pueblo chico, infierno grande”.

 

Cuando Cazals realizó Canoa apenas habían trascurrido 7 años de los hechos. Estaba fresco en la memoria colectiva de aquella época. El cine mexicano también se renovaba en los años 70 con una nueva hornada de jóvenes realizadores “post Tlatelolco”: un cine más personal, otro de denuncia, comienza a verse por aquellos años. En ese contexto se inscribe Canoa.

 

Pero también hay ciertas semejanzas entre lo que sucedió en San Vicente de Canoa y lo que sucedería algunos años después aquí, entre nosotros, en Uchuraccay.

 

El 23 de Enero de 1983 un grupo de periodistas se dirigieron al pueblo de Uchuracay buscando a terroristas de Sendero Luminoso. Estábamos en plena época de terrorismo. El ejército, como el párroco de Canoa, había instruido a los campesinos a que matasen a todo aquel que llegara a pie al pueblo (el ejército siempre llegaba en helicóptero) ya que eran terroristas. Los lugareños, también gente sencilla, acataron las órdenes sin chistar y dieron muerte a los periodistas. La noticia también conmocionó al país y al mundo entero. Se formó una comisión investigadora, se tomó prisioneros a unos cuantos campesinos y también pronto fue olvidada en el baño de sangre que azoló al país entre los años 80 y 90.

 

También sucedió, después de los hechos, algo similar en Uchuraccay como en Canoa: nadie quería contratar a los lugareños, se convirtieron en “pueblos malditos”. Vivieron errantes y en la miseria. Muchos de Uchuraccay tuvieron que migrar: entre el ejército y Sendero gran parte de su población había sido ejecutada. Un bando los tomaba como colaboradores de SL y el otro de “perros” del Ejército.

 

Un documental reciente revela que las nuevas generaciones de Canoa ya no conocen lo que sucedió 50 años atrás. Sus padres han preferido no contarles lo que ocurrió aquella noche. Algo similar sucede en Uchuraccay.


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