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Sunday, August 24, 2025

A 50 AÑOS DEL FIN DE VELASCO

 Eduardo Jiménez J.

jimenezjeduardod@gmail.com

@ejj2107


El 29 de Agosto de 1975 el general Juan Velasco Alvarado renunciaba a la presidencia de la república tras un “golpe institucional” que lo relevaba del poder por el general Francisco Morales Bermúdez, quien conducirá hasta 1980 el último gobierno militar.

 

Parece ya historia pasada, pero mucho se ha argumentado por qué siendo Velasco un líder tan popular, que impulsó una serie de reformas a favor de las mayorías, no fuera defendido cuando su destitución. Sale de Palacio de gobierno y nadie lo espera a la salida, ni siquiera su entorno más cercano. La soledad del poder hecha carne.

 

Guste o no, Velasco, junto a Leguía y Alberto Fujimori, son tres presidentes que bajo su mando cambian las estructuras sociales y económicas en el país. Con Leguía una suerte de modernización y advenimiento de un Perú más urbano que rural; con Fujimori una abierta economía de mercado, modelo económico que hasta ahora tenemos; y, con Velasco, lo opuesto, una predominancia del estado en la economía y una reivindicación de lo nacional y sus valores.

 

Los tres tienen en común un estilo autocrático de gobernar, gozaron del aplauso popular y tuvieron un estrepitoso final a la salida del poder.

 

El golpe de estado de 1968, que colocó a Velasco como presidente de la república, fue un golpe institucional, promovido principalmente por el Ejército y un pequeño grupo de coroneles progresistas, a los que se sumó la Aviación y la Marina. No es el golpe de estado de un caudillo, por lo que, quien ejercita la presidencia, al final debe supeditarse y rendir cuentas a una institucionalidad. Por tanto, y como militares, existe una jerarquía que debe ser respetada.

 

Las reformas que emprende el gobierno de Velasco se “sentían en el ambiente”. La nacionalización del petróleo incluso la demandaba hasta el diario El Comercio, bastante conservador; la reforma agraria era un pedido que venía de décadas atrás y que el primer gobierno de Belaunde fue bastante tímido en ejecutarla, sin afectar a los grandes latifundios; y la promoción de la industrialización vía sustitución de importaciones era “la receta” de la época para salir del subdesarrollo. Son medidas nacionalistas, muchas inspiradas en El antimperialismo y el Apra, libro auroral de Haya de la Torre.

 

Y si bien es cierto las reformas luego se radicalizan, con medidas como la confiscación de la prensa, las empresas autogestionarias (calco del modelo yugoslavo) y la inmensa cantidad de empresas públicas que van a surgir producto de las nacionalizaciones; y, en lo internacional, causa cierto resquemor su acercamiento al bloque socialista para contrarrestar el enorme peso que los Estados Unidos tenía en la región; lo cierto es que los militares en el poder nunca fueron marxistas ni tuvieron intención de llevar al país hacia el comunismo. Eso fue parte de la “leyenda negra” que surgió en aquellos años y que se mantiene hasta ahora.

 

Fueron reformistas, de corte nacionalista que, ante los cambios que sufre América Latina (la revolución cubana, las guerrillas de los años 60 en nuestro país, el inmenso atraso de las zonas rurales), deciden dejar de lado su papel tradicional de “custodios del orden” y emprender reformas modernizadoras que los políticos fueron impotentes de impulsar y evitar así otra revolución como la acaecida en Cuba.

 

Fueron reformas inconclusas, otras mal llevadas, con un aumento significativo de la burocracia estatal, lo que ocasionó déficit fiscal que se mitigaba apenas con los créditos internacionales y la emisión inorgánica de papel moneda (“la maquinita”), por lo que se vivía con una subida incesante de precios, que el control de los mismos solo originó un mercado negro de bienes esenciales. Las cosas para el ciudadano de a pie no estaban muy bien y ni el Sinamos (órgano ideológico y de propaganda del régimen) podía tapar los problemas que existían.

 

Aparte de las contradicciones al interior del régimen, existen problemas económicos que se van agudizando, reformas que no cuajaron del todo, un agro expropiado convertido en minifundios, y una clase empresarial díscola que recibe apoyo económico, pero no retribuye en apoyo político al gobierno, amén de centrales de trabajadores divididas, donde unas apoyaban al régimen y otras estaban en contra.

 

No extraña por eso la caída de Velasco en el más puro silencio y ostracismo. Súmese a ello que el peruano no es muy levantisco y más bien refleja cierta pasividad; aparte que es bastante cortesano. Está siempre con el que se encuentra en el poder, hasta que ya no lo está. Solo un puñado de seguidores continuó en la brega, ya como oposición al gobierno de Morales Bermúdez. Augusto Zimmermann Zavala, el todopoderoso hombre de prensa del velasquismo, que desde su casa dirigirá un periódico de oposición. Un grupo de civiles y militares, algunos años después, fundan el Partido Socialista Revolucionario, que pese a su nombre no adhiere a programa marxista alguno, sino buscan continuar con las reformas nacionalistas.

 

Como un legado del “espíritu de la época” merece resaltar en el plano académico una revista, Socialismo y participación, que comenzaría a analizar la realidad peruana más allá de las anteojeras del marxismo de manual, hecho impensable antes del velasquismo. Think tanks de izquierda como Desco o el IEP potenciarán sus estudios sobre la realidad nacional desde otra perspectiva. Otros, intelectuales de nivel que colaboraron con el régimen, como Hugo Neira, partirán al extranjero en busca de trabajo y para perfeccionar sus estudios. Algunos más van a morir prematuramente, como Carlos Delgado, ex aprista e ideólogo del velasquismo. Curiosamente en aquellos años la derecha no generó “laboratorios de ideas” como sí lo hizo la izquierda, logrando esta una “hegemonía cultural” dominante en el pensamiento social, político e ideológico que se sentirá en las décadas siguientes.

 

Parecería que de aquellos remotos años no queda nada, y si hablamos de las reformas, efectivamente ya no queda nada de ellas; pero en 2011 un militar en retiro (Ollanta Humala) llega a la presidencia por la vía democrática enarbolando las ideas nacionalistas del velasquismo. Hasta la izquierda radical que renegaba de las reformas por tibias, luego del fin del socialismo soviético, suscribirá las tesis velasquistas. Un grupo social, de origen provinciano, emerge, conformando una burguesía chola. Ya no son los blancos de apellidos compuestos o de origen extranjero, son provincianos, browning, que, de una generación a otra, van a posicionase como los nuevos dueños del Perú.

 

Velasco muere en 1977, pero las ideas quedarán en el ambiente y cada cierto tiempo, como diría Keynes, inspiran a algún político. No sería raro que regresen. El corsi y recorsi de la historia.

Tuesday, August 06, 2024

LOS LÍMITES DEL NACIONALISMO

 Eduardo Jiménez J.

jimenezjeduardod@gmail.com

@ejj2107


El nacionalismo es una palabra bastante ambigua y que, de llegar al poder, puede cubrir gobiernos democráticos o autoritarios, de derecha o de izquierda. El gobierno de Hitler fue un gobierno nacionalista y ya conocemos cómo terminó. Pero sin ir muy lejos, los gobiernos de Evo Morales o Rafael Correa fueron considerados también nacionalistas; y el de Humala empezó bajo las banderas del nacionalismo, con un programa de gobierno que se llamó la gran trasformación.

 

Desde la gobernanza, el nacionalismo se puede definir como un gobierno que privilegia lo nacional frente a lo foráneo; y si es de izquierda, dentro de lo nacional, prioriza a los sectores menos favorecidos de la sociedad y revalora lo llamado autóctono. El “pueblo” o sus sinónimos es una constante en los discursos nacionalistas. Gobiernos nacionalistas en la región fueron el de Juan Domingo Perón en la Argentina del siglo pasado, favoreciendo populistamente a los llamados descamisados, o el de Juan Velasco Alvarado (1968-75), con una serie de medidas reformistas bajo el binomio pueblo-fuerza armada que trasformaron a la sociedad más allá de los calificativos de valor que merezca su gobierno. Ya no hablemos de los estados-nación en la Europa del siglo XIX, con idioma propio por añadidura. El romanticismo europeo en las artes y las letras tuvo un típico rasgo nacionalista.

 

Los límites del nacionalismo están precisamente en tomar un camino u otro. No todo nacionalismo es de izquierda (ejemplo: la Agrupación Nacional en Francia es de derecha y xenófobo por añadidura, Vox en España de igual manera). O como un nacionalismo que comienza en la izquierda y deviene luego hacia la derecha, casos existen y bastantes, comenzando por casa. Precisamente al ser el nacionalismo una ideología bastante gaseosa, amorfa, puede pasar de un extremo a otro, sin necesidad de demasiados cambios en su “pensamiento”.

 

Y el otro gran problema es cómo se aplica el nacionalismo en democracia.

 

Hay nacionalismos que llegaron al poder por el voto popular e instalados en este, se volvieron autoritarios, convirtiéndose en explosivos y peligrosos (el gobierno de Hitler en la Alemania de los treinta, el de Hugo Chávez en la Venezuela del 2000 o el ruso en la era Putin). En cambio, el nacionalismo que respeta la democracia va a implicar consensos y aceptación del otro. No es fácil. Reivindicar, por ejemplo, razas postergadas, sin que implique eliminación de los demás. Nace el concepto de lo plurinacional.

 

Los nacionalismos pueden ser xenófobos, de aversión a todo lo extranjero y de valoración superlativa de lo “autóctono”; llegando a eliminar a los otros si acceden al poder como en la Alemania nazi y el prototipo del ario puro como “la raza superior”.  En el otro extremo puede parecer folclórico y hasta cómico, como la “raza cobriza”, emblema de lo nacional en la ideología de don Isaac Humala, padre del expresidente Humala. O abjurar de toda herencia cultural de la conquista, como sucede con muchos grupos nacionalistas, cuyos integrantes llevan nombres españoles, desconocen las lenguas nativas y hablan el castellano por añadidura.

 

El marbete de nacionalismo también puede encubrir cualquier aventura política en nombre de los desposeídos.  Y terminar en comedia o, peor aún, en tragedia, como en la Venezuela post Chávez. O llegar a extremos superlativos en la cultura y sociedad, como en la Cataluña actual, abandonando el cosmopolitismo que la caracterizó en décadas pasadas (allí se gestó el boom de la novela latinoamericana en los años sesenta del siglo pasado) y abogar por una separación política de España.

 

A diferencia de lo que creen ciertos liberales, no todo nacionalismo es malo. Es más, se puede ser un liberal con toques nacionalistas. Siempre es bueno en una cuota moderada, para la estima nacional y sin que haga daño a propios o extraños, como sucede con nuestra gastronomía, reconocida mundialmente. Es una forma de nacionalismo positivo que permite cohesionar socialmente a una nación heterogénea como la nuestra. Y si nos ponemos un poco intelectuales, podemos incluir dentro de este nacionalismo positivo a nuestra prosa. Tenemos una pléyade de narradores y ensayistas de primer nivel, y con cierto orgullo nacional, hasta un Premio Nobel. Y ya no hablemos de los poetas, entre vivos y muertos, muy reconocidos afuera.

 

El nacionalismo es nefasto cuando se sale de toda proporción (creer por ejemplo en razas superiores o en que nuestra gastronomía es la mejor del mundo), o cuando accede al poder con políticas de exclusión y hasta de exterminio del Otro. Pero, en dosis moderadas hasta es bueno, implica autoestima de un pueblo por lo suyo.