Eduardo Jiménez J.
jimenezjeduardod@gmail.com
@ejj2107
El nacionalismo es una palabra bastante
ambigua y que, de llegar al poder, puede cubrir gobiernos democráticos o
autoritarios, de derecha o de izquierda. El gobierno de Hitler fue un gobierno
nacionalista y ya conocemos cómo terminó. Pero sin ir muy lejos, los gobiernos
de Evo Morales o Rafael Correa fueron considerados también nacionalistas; y el
de Humala empezó bajo las banderas del nacionalismo, con un programa de
gobierno que se llamó la gran
trasformación.
Desde
la gobernanza, el nacionalismo se puede definir como un gobierno que privilegia
lo nacional frente a lo foráneo; y si es de izquierda, dentro de lo nacional, prioriza
a los sectores menos favorecidos de la sociedad y revalora lo llamado autóctono.
El “pueblo” o sus sinónimos es una constante en los discursos nacionalistas. Gobiernos
nacionalistas en la región fueron el de Juan Domingo Perón en la Argentina del
siglo pasado, favoreciendo populistamente a los llamados descamisados, o el de Juan
Velasco Alvarado (1968-75), con una serie de medidas reformistas bajo el
binomio pueblo-fuerza armada que trasformaron a la sociedad más allá de
los calificativos de valor que merezca su gobierno. Ya no hablemos de los
estados-nación en la Europa del siglo XIX, con idioma propio por añadidura. El
romanticismo europeo en las artes y las letras tuvo un típico rasgo
nacionalista.
Los
límites del nacionalismo están precisamente en tomar un camino u otro. No todo
nacionalismo es de izquierda (ejemplo: la Agrupación Nacional en Francia es de
derecha y xenófobo por añadidura, Vox en España de igual manera). O como un
nacionalismo que comienza en la izquierda y deviene luego hacia la derecha,
casos existen y bastantes, comenzando por casa. Precisamente al ser el
nacionalismo una ideología bastante gaseosa, amorfa, puede pasar de un extremo
a otro, sin necesidad de demasiados cambios en su “pensamiento”.
Y
el otro gran problema es cómo se aplica el nacionalismo en democracia.
Hay
nacionalismos que llegaron al poder por el voto popular e instalados en este,
se volvieron autoritarios, convirtiéndose en explosivos y peligrosos (el
gobierno de Hitler en la Alemania de los treinta, el de Hugo Chávez en la
Venezuela del 2000 o el ruso en la era Putin). En cambio, el nacionalismo que
respeta la democracia va a implicar consensos y aceptación del otro. No es
fácil. Reivindicar, por ejemplo, razas postergadas, sin que implique
eliminación de los demás. Nace el concepto de lo plurinacional.
Los
nacionalismos pueden ser xenófobos, de aversión a todo lo extranjero y de
valoración superlativa de lo “autóctono”; llegando a eliminar a los otros si
acceden al poder como en la Alemania nazi y el prototipo del ario puro como “la raza superior”. En el otro extremo puede parecer folclórico y
hasta cómico, como la “raza cobriza”, emblema de lo nacional en la ideología de
don Isaac Humala, padre del expresidente Humala. O abjurar de toda herencia
cultural de la conquista, como sucede con muchos grupos nacionalistas, cuyos
integrantes llevan nombres españoles, desconocen las lenguas nativas y hablan
el castellano por añadidura.
El
marbete de nacionalismo también puede encubrir cualquier aventura política en
nombre de los desposeídos. Y terminar en
comedia o, peor aún, en tragedia, como en la Venezuela post Chávez. O llegar a
extremos superlativos en la cultura y sociedad, como en la Cataluña actual,
abandonando el cosmopolitismo que la caracterizó en décadas pasadas (allí se
gestó el boom de la novela
latinoamericana en los años sesenta del siglo pasado) y abogar por una
separación política de España.
A
diferencia de lo que creen ciertos liberales, no todo nacionalismo es malo. Es
más, se puede ser un liberal con toques nacionalistas. Siempre es bueno en una
cuota moderada, para la estima nacional y sin que haga daño a propios o
extraños, como sucede con nuestra gastronomía, reconocida mundialmente. Es una
forma de nacionalismo positivo que
permite cohesionar socialmente a una nación heterogénea como la nuestra. Y si
nos ponemos un poco intelectuales, podemos incluir dentro de este nacionalismo
positivo a nuestra prosa. Tenemos una pléyade de narradores y ensayistas de primer
nivel, y con cierto orgullo nacional, hasta un Premio Nobel. Y ya no hablemos
de los poetas, entre vivos y muertos, muy reconocidos afuera.
El
nacionalismo es nefasto cuando se sale de toda proporción (creer por ejemplo en
razas superiores o en que nuestra gastronomía es la mejor del mundo), o cuando accede
al poder con políticas de exclusión y hasta de exterminio del Otro. Pero, en
dosis moderadas hasta es bueno, implica autoestima de un pueblo por lo suyo.
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