Eduardo Jiménez J.
jimenezjeduardod@gmail.com
@ejj2107
En el presente siglo y dentro de la
cultura de lo políticamente correcto, han aparecido los woke.
Literalmente los que han despertado en la conciencia; aunque sus detractores la
usan con sarcasmo como los iluminados.
Los
woke surgen en Occidente, principalmente en las universidades top
de Estados Unidos. De allí, por moda o remedo, han sido copiados en otras
latitudes (por acá se les asocia con los caviares).
A
diferencia de generaciones anteriores, no buscan cambiar radicalmente el mundo.
Ejercen la crítica de quienes se desvían de lo políticamente correcto y
considerado culpable de alguna falta (discriminación racial, sexual, de ideas
contrarias, etc.), y, si es blanco por añadidura -un auténtico WASP-,
confiese públicamente el pecado y expíe la falta con algún “castigo”
ejemplar.
Y
si bien nacen de ciertas corrientes culturales de izquierda, no necesariamente
un woke es izquierdista en el sentido clásico del término. Puede ser un woke
que esté de acuerdo con la no discriminación en el trabajo por razones de sexo,
raza u opción sexual, pero también estar de acuerdo con la globalización
económica que comenzó en los años 90 del siglo pasado y que es marcadamente
capitalista, dominada por las grandes corporaciones mundiales. (Es más, por lo
lucrativo, un woke busca trabajar en estas corporaciones).
Tampoco
la lucha de clases se encuentra en su credo, ni el advenimiento, próximo o
lejano, de un estado de los trabajadores. Un woke dista de los apóstoles
del cambio social de los siglos XIX y XX que vivieron y murieron en la pobreza
por un ideal. No se considera un santo de las catacumbas. Siendo woke no
se vive tan mal. Puede vivir como burgués, sin tener la mala conciencia de este
último.
Su
credo gira en torno a las prácticas identitarias, al “lenguaje inclusivo”
(todas y todes; cuerpo y cuerpa; sexo y sexa -sic-), derechos de la
comunidad LGTB+, matrimonio igualitario, discriminación racial, medio ambiente,
etc., por lo que ciertos sectores de la propia izquierda no los consideran como
parte del gremio. El énfasis que han puesto en políticas centradas en un
determinado grupo social va en contra del universalismo clásico de la
izquierda. Lo woke se centra en particularidades, en políticas puntuales,
en contraposición al ecumenismo izquierdista. Cada grupo woke desarrolla
sus políticas y actividades propias a su interés, sin importarle demasiado la
de otros grupos. Un grupo woke LGTB+ no tiene demasiado relación con un
grupo woke pro defensa de los derechos de los animales y el veganismo.
Los
woke, por su origen, pertenecen a esa clase media ilustrada progresista,
de preferencia con estudios en universidades de primer nivel y trabaja en medios
de comunicación, grandes empresas u ONGs con una estrecha relación con estas (sea
como oficial de supervisión de buenas prácticas y dando charlas de capacitación
de lo políticamente correcto en las grandes corporaciones, o impartiendo el
adoctrinamiento woke en colegios privados exclusivos en Norteamérica).
Ian
Buruma los define, no sin cierto sarcasmo, como “Los elegidos” (La ética
protestante y el espíritu de lo woke) y sostiene que los antecedentes
remotos del pensamiento y la práctica de lo woke se encuentran en la
ética protestante, donde las confesiones públicas de los pecados y la redención
traducida en un castigo ejemplar son parte importante de la expiación de las
culpas. Desde confesar que le fue infiel a su mujer o que de joven torturaba y mataba
animalitos indefensos o no iba a la iglesia, y la expiación de la culpa,
proporcional al “pecado” cometido (actualmente es un esposo fiel, se dedica a
la protección de los animales, concurre a la iglesia con su familia todos los
domingos, etc.).
Sostiene
el autor que tanto la confesión como la expiación del pecado debe hacerse en
público y este debe evaluar si la expiación es la adecuada. De allí el éxito de
los reality en Occidente, donde “el arrepentido” es parte del
espectáculo confesando (sinceramente o no) sus pecados ante un vasto auditorio.
No solo es el morbo de ver y escuchar a un famoso (en más de una ocasión con
actuación y lágrimas de por medio), sino también el arrepentimiento público y
el “castigo” que recibirá.
Aunque
no necesariamente los woke se remontan ideológicamente a la ética
protestante al inicio del capitalismo. En el mundo latino, la inquisición tuvo
un papel similar en la premodernidad que se vivió por estas tierras. Los
pecados estaban relacionados desde pactos con el diablo, brujería, pasando por
la sodomía (pecado nefando) hasta el adulterio. En ese caso, la confesión de la
víctima del pecado y la gravedad del mismo iban a conllevar la pena (no todos
terminaban en la hoguera).
Incluso
en la extinta Unión Soviética se usó el mismo procedimiento en los juicios de
Moscú de la década del treinta del siglo pasado. Stalin, como ex seminarista,
sabía muy bien que la confesión pública era importante para aquellos acusados
de desvío de “la línea correcta del partido”. Y los acusados, con conciencia de
que serían ejecutados de todas maneras, públicamente se inculpaban de haber
sido agentes del imperialismo, sabotear planes quinquenales o propagar ideas
que no iban en la dirección correcta del partido.
Al
creerse dueños de la verdad y la razón (o aparentar creerlo), los woke asumen
una superioridad moral con respecto al común de los mortales y, por
consiguiente, aplican la cultura de la cancelación a todos aquellos que
piensen o tengan conductas diferentes. De allí a la intolerancia apenas hay un
paso, por lo que ser woke es contrario a cualquier liberalismo. Profesores
que no comulgan con el credo woke en universidades, pueden ser separados
de la institución. Igual periodistas de medios de comunicación importantes que
tengan leve asomo de desviación, o empleados y CEOs de grandes corporaciones
que no comparten las ideas de lo políticamente correcto.
Puede
parecer hasta ridículo (y lo es), pero un woke convencido no leería a
poetas que traficaban con esclavos como Rimbaud, o ejecutar piezas musicales
clásicas de Bach porque era un misógino (como se aprecia en una escena del
filme Tar). Ya no hablemos de películas consideradas racistas como Lo
que el viento se llevó, que algunas empresas de streaming se vieron
obligadas a retirar de su catálogo por presión de grupos woke, olvidando
que la película se sitúa en una época en que en Norteamérica el esclavismo era
algo natural en varios estados de la Unión. El woke fanático no aprecia
los hechos en el contexto histórico en que se produjeron.
Una
novela de nuestro Nobel como La casa verde tiene escenas explícitas de
seducción a una niña por parte de un adulto, niña ciega y muda por añadidura,
así como escenas implícitas de violación a menores en la selva. Para un woke
esas escenas están fuera de los estándares de lo políticamente correcto. De
haberla publicado ahora, Mario Vargas Llosa habría visto condenada a la hoguera
su novela y anatematizado su nombre.
Se
ejerce la cultura de la cancelación, por medio de la cual a un condenado
por los woke se le retira todo apoyo económico, laboral, social y hasta
moral. Es como un muerto en vida. El condenado no conseguirá trabajo en ninguna
universidad o empresa de cierto nivel, hasta que por lo menos haga su
declaración pública de haber pecado y sufra el castigo que merece por su
expiación. Ya no son azotes a la luz pública, pero deberá expiar el pecado de
alguna forma que se encuentre a la altura de la culpa hasta que los woke
se sientan satisfechos de la redención. (El filme Tar trata sobre ello,
cuando una mundialmente famosa directora de orquesta sufre las consecuencias de
la cultura de la cancelación por haberse desviado de lo políticamente correcto,
terminando como directora de tercera en algún remoto país asiático, al no poder
conseguir trabajar en las orquestas europeas).
Hemos regresado a esa etapa colonial en que
todos eran creyentes por el temor a perder sus privilegios o, lo que era peor,
la vida.
De
allí que en muchas universidades, medios de comunicación y empresas de EEUU y
Europa, por cuidar su puesto de trabajo, muchos abrazan la ideología woke
por conveniencia (muchos CEOs aceptan las ideas woke en las empresas que
comandan para que no los molesten en sus negocios).
Y,
como señala Ian Buruma, lo peor es que lo woke no ayuda a corregir las
grandes desigualdades entre ricos y pobres, ni en el mundo, ni en países
desarrollados como los propios EEUU. Es otra crítica que le hace la izquierda
clásica a los grupos woke: Ofrece satisfacción moral a los ricos para
sentirse “progresistas” y aliviar así su conciencia por una generosa
contribución; pero, los pobres y los grandes marginados en la sociedad,
seguirán siendo pobres y grandes marginados.
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