Por: Eduardo Jiménez J.
ejimenez2107@gmail.com
@ejjj2107
Conocí quien
era Pablo Macera primero por sus siempre polémicas declaraciones de los años 70
y 80. “El oráculo”, como lo llamaban, le era preguntado de todo lo humano y
divino. Y sus respuestas siempre eran desconcertantes, que invitaban al debate.
Las frases-choque que lo hicieron célebre (la más conocida fue “el Perú es un
burdel”). En el Perú se había convertido en una suerte de mandarín a la usanza francesa. Esos grandes intelectuales que eran
eje de la cultura y la política en Europa, sustitutos contemporáneos y laicos
de los antiguos chamanes y sacerdotes a los que el rey y el pueblo iban en
busca de respuestas.
Ello me motivó
a leer sus Trabajos de Historia en cuatro tomos editados por el fenecido Instituto
Nacional de Cultura (vueltos a reeditar últimamente por el Fondo Editorial del
Congreso), ensayos principalmente de historia económica, una de mis pasiones de
juventud. El enfoque era totalmente distinto al clásico de los grandes
personajes, fechas y acontecimientos. Al igual que Julio Cotler (el otro gran
crítico de la realidad nacional), hurgaba en los antecedentes de la Colonia la
razón del fracaso de la promesa republicana. Luego, el imperdible diálogo con
Jorge Basadre, editado por el sello Mosca Azul. Mano a mano entre los, por
entonces, dos grandes historiadores vivos que tenía el país. Dos visiones que
se complementaban sobre ese proyecto inacabado que es el Perú.
Curiosamente
ambos dedicaron –al igual que Porras, el tercero en la “santísima trinidad” de
la historiografía nacional- parte de su vida al ejercicio de la política. Y
salieron decepcionados de la misma, regresando nuevamente a sus labores académicas.
Se especuló mucho de la breve incursión de Macera en la lista del fujimorismo
en las cruciales elecciones del 2000. Lo cierto es que, como declaró, jamás fue
invitado por alguna lista de la izquierda a participar en política –quizás
porqué también los zahería tanto como a la derecha- y al parecer también
existieron razones económicas, dado que la pensión de profesor universitario no
alcanzaba para cubrir los gastos corrientes.
A fin de
explicar su autoritarismo político, Carmen McEvoy refiere que Macera pertenecía
a la generación del 50, aquella que se adhiere a las ideas marxistas de la
revolución socialista y la dictadura del proletariado, en vista del fracaso del
proyecto aprista, el marasmo de las reformas del primer belaundismo y la
derecha carente de un proyecto nacional. En ese sentido, el proyecto de gran
parte de aquella generación estuvo marcado por la “lucha armada” leniniana para
tomar el poder y cambiar las cosas, así como el desprecio a la democracia
representativa, considerada “burguesa”. Allí se encuentran las raíces, digamos,
“autoritarias” de Macera.
El oráculo
dejo de ser consultado en los años 90, cuando el Perú comenzó a cambiar no en
la dirección que supuso y se refugió en la historia del arte andino, en el
célebre seminario de Historia rural andina que dictaba en San Marcos. Muchas de
sus profecías jamás se cumplieron (creo que ni él mismo se tomaba tan en serio
sus “augurios”). Más bien su intención fue agitar las dormidas aguas del
“pensamiento nacional” (alguien dijo que en el Perú “todo se acojuda, hasta las
moscas” y razón tenía), propiciar el debate y que salgan ideas nuevas. Puso una
cuña en el pensamiento dominante de ese entonces, un marxismo de manual y unos
líderes de izquierda de opereta, pero sin dejar de flagelar a la derecha escasa
de ideas y de liderazgo. Como dice Hugo Neira, el mejor homenaje que se le
puede rendir es ser sincero en lo que se dice, practicar la honestidad
intelectual; aunque algo difícil, como lo reconoce, en un país de plagiadores y
donde se practica el cálculo y la hipocresía en lo que se dice y hace.
Lo mejor que
podemos hacer para rendirle tributo es volver a leer sus obras, que es lo más
importante de su legado, y si no se han leído, vale el intento, uno no sale
defraudado del maestro.
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