Eduardo Jiménez J.
jimenezjeduardod@gmail.com
@ejj2107
Llama la atención que en Sudamérica
varios expresidentes han sido enjuiciados o condenados por la justicia. Son de
derecha o de izquierda, fenómeno insólito en la región donde, por lo general,
se retiraban cómodamente del poder y, algún tiempo después, hasta tentaban una
segunda elección.
Se
destaca que en los países donde sucede el fenómeno tienen una democracia más o
menos viable, con separación de poderes y un sistema de justicia con cierta
independencia frente al poder. Difícilmente podríamos ver el enjuiciamiento a
presidentes en países con gobiernos autoritarios, marcadamente dictatoriales,
donde un juez o un fiscal que ose denunciar, acabaría muerto o desaparecido.
Tampoco lo vemos en gobiernos con fuerte influencia en el Poder Judicial como
sucede en México, donde, parecido a EEUU, existe una majestad presidencial
y difícilmente vamos a presenciar una denuncia a un presidente o expresidente de
la república.
Hechas
las salvedades, vienen los matices. Cada caso que vemos es diferente. En
Argentina es por corrupción; en Brasil por intento de golpe de estado; en
Colombia por soborno y fraude procesal; y, en Perú, por intento de golpe de
estado. A los que se debe sumar el caso de Jeanine Áñez en Bolivia, más por
móviles políticos, y el de Alberto Fujimori, el primer megajuicio en el
presente siglo a un expresidente.
Otro
detalle es que países con democracias más sólidas y madurez política, como
Uruguay o Chile, hasta la fecha no han tenido juicios a sus expresidentes.
Pinochet, en Chile, pese a todo, murió tranquilamente en su casa.
Dentro
de este inventario de procesos judiciales a expresidentes se debe separar la
paja del trigo. En Argentina ha sido por chorro (ladrón); pero en
otros casos el móvil político está detrás, como el caso de Jeanine Áñez, de
quien ya nadie se acuerda, o del propio Uribe, figura controvertida en
Colombia, como entre nosotros lo fue Alberto Fujimori. Para unos, Uribe fue
quien terminó con la violencia en Colombia, con métodos, es cierto, no muy
santos. Pisó callos, de allí que al salir de la presidencia sus enemigos
políticos se la tenían jurada.
No
podemos descartar el uso del lawfare, la judicialización de la política.
El penetrar un grupo político el Ministerio Público y el Poder Judicial para
atacar a los rivales y, de ser posible, enjuiciarlos y sacarlos de la
competencia. De eso tenemos amplia experiencia nosotros, donde, sin excepción,
todos nuestros últimos expresidentes han sido condenados o procesados, y se
encuentran en una prisión ad hoc para expresidentes, más confortable que
las cárceles comunes, pero prisión al fin y al cabo. Muchos, en el exterior,
creen que tenemos una excelente administración de justicia a la cual no se le
escapa ningún culpable; aunque la realidad es otra.
Si
los procesos a expresidentes son por delitos comunes, en buena hora. En un
estado constitucional y democrático de derecho nadie está por encima de la ley.
Pero, si el uso es político, bastardizamos la democracia. La volvemos vil,
manipulamos sus instituciones, lo que trae un problema más grave del que se
quiso solucionar. El remedio peor que la enfermedad.
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