Tuesday, June 16, 2020

PANDEMIA: UNA CRÓNICA PERSONAL SOBRE EL COVID (QUINTA PARTE)


Por: Eduardo Jiménez J.
ejimenez2107@gmail.com
@ejjj2107




QUINTA PARTE: EL CASH, LOS MERCADOS, LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN Y LOS COLEGIOS PROFESIONALES

Un hecho que se volvió a constatar fue que más importante que una tarjeta de crédito o el “dinero virtual”, era el efectivo, el cash. En los mercados tradicionales (donde el presidente cachosamente dijo que de yapa la gente se llevaba el covid) no aceptan tarjetas ni de crédito ni de débito, trabajan con efectivo. La señora que te despacha la papa o el tomate, con la misma mano cobra y da vuelto, y luego se suena la nariz. En muchos minimarkets, un tanto más asépticos, tampoco aceptaban tarjetas. Te pedían dinero contante y sonante a cambio de la mercancía. Tenías que tener efectivo para comprar el arroz, el azúcar o el tarro de leche necesario. Los únicos lugares donde aceptaban tarjetas eran los supermercados y las farmacias. Si alguien quiso “matar” el dinero físico fue en mal momento. En épocas de crisis el efectivo vale más (y compra más) que una tarjeta dorada.

Lo que también demostró la pandemia fue la ineficacia de los gobiernos regionales en brindar un siquiera mediano servicio de salud en la emergencia. No solo no tenían un plan de contingencia –que sería mucho pedir-, sino que ni siquiera se habían preocupado de tener los implementos indispensables para un servicio más o menos decente. Era vox populi que muchos médicos renunciaban en provincias porque no tenían el equipo necesario para atender a los pacientes por covid y médicos venidos con la migración venezolana tuvieron que ser contratados de emergencia para cubrir las vacantes. Enfermeras que con las justas les daban una mascarilla para que la laven en casa y si te contagias “reza al Señor hijita”. En pocas palabras, si los servicios de salud pública en la capital dejan mucho que desear, en las provincias la situación es para llorar. Si no tenías los 100,000 o 150,000 “de adelanto” que pedía una clínica privada para atenderte por el covid, sencillamente te morías.

Mis coleguitas de gremio fueron otro tema. En Perú, a diferencia de países del hemisferio norte, el abogado no tiene ni prestigio social ni los medios económicos como en EEUU o Europa. La gran mayoría carece de los recursos económicos para comprar un automóvil Audi del año o la casa de verano en Asia. Casi siempre los abogados de acá –y creo que en todo el tercer mundo- generan sus ingresos en el día a día. Si no presenta la demanda no se le paga, si no va a la audiencia tampoco, si no prepara los alegatos finales no la ve. Le sucede lo que a muchos independientes e informales: si no trabaja no come. Digamos que es un “informal letrado”.

Por eso, ellos están en el limbo: no reciben el bono de 380 soles en vista que no son considerados de “extrema pobreza” (eres abogado al final de cuentas), pero tampoco ninguna ayuda de su gremio (el colegio de abogados). Ha generado una situación crítica en muchas familias de letrados y sin solución a la vista. Los pocos ahorros se terminaron o están por agotarse. Su colegio profesional no los ha asistido ni con una canasta de víveres; aunque, como sucede en toda crisis y épocas de vacas flacas, también está aflorando un cuestionamiento: la obligatoriedad de colegiarse para ejercer la profesión. Se preguntan, y con razón, para qué colegiarme, si mi colegio profesional no me ayuda en los momentos más difíciles y sólo me busca en temporada electoral por un voto.

Todavía arrastramos el concepto medieval del gremio, donde para ejercer una profesión u oficio, era obligatorio afiliarse. Ahora se llaman colegios profesionales. Y los tenemos de casi todas las profesiones y oficios existentes (solo falta, como le decía a un colega, un colegio profesional de kinesiólogas). Casi no tienen utilidad para el colegiado ni para la sociedad, solo sirven para la pompa de algunos (tiene caché ser decano de algún colegio profesional), o de “trampolín” para saltar a algún cargo bien remunerado de Defensor del Pueblo, miembro del TC o del JNE. Y, seamos sinceros, entre gitanos no nos podemos leer la mano, muchos de mis colegas han encontrado de una u otra manera un modus vivendi en el colegio, sea dictando “seminarios especializados” en el CAL, percibiendo dietas por alguna “comisión de trabajo” o, practica recurrente en las Juntas Directivas ganadoras, empleo en el mismo colegio. Si hiciste campaña o eres familia del candidato ganador a decano, “tienes chamba” asegurada. Como en los partidos políticos cuando llegan al poder, que colocan a su gente en los cargos del estado, en los colegios profesionales pasa algo similar, solo que a una escala menor. En la última y accidentada elección a mi gremio se presentaron más de quince listas, supuestamente para un trabajo ad honorem (el decano no cobra sueldo). Pregúntense por qué.

Y en medio de todo ese pandemónium no podían faltar los medios de comunicación. La televisión de señal abierta sobre todo. Unos con más énfasis que otros, pero “en vivo y en directo” condenaban a los que salían sin permiso o el día que no les tocaba, olvidando que muchos connacionales deben elegir entre morir de hambre o morir por el coronavirus.

Pero los reporteros de los medios aplicando un neorrealismo mal asimilado y peor entendido, acercaban el micrófono a una señora desdentada que entre balbuceos no se le entendía bien lo que decía o a un señor en bivirí que trataba de inventar una excusa más o menos ingeniosa para salir del paso. O el más humilde que se excusaba con el consabido “ya señorita”, “disculpe señorita”, “ya no lo haré de nuevo señorita”. Lo cual puede parecer una lección en directo de educación cívica. Hay que respetar la ley, es obvio; pero más parecía un reality que noticias propiamente.

Lo que llamaba la atención de estos “cívicos medios” es que todos sus casos, absolutamente todos, eran de zonas populares: San Juan de Lurigancho, San Juan de Miraflores, San Martín de Porres, La Victoria, Villa El Salvador, Carabayllo, Comas, etc., etc. No había ningún caso de La Planicie o  La Molina.

¿O sea, “toda la nice people” (o como diría la China Tudela “la GCU”), respetan la ley?, ¿nadie se la salta a la garrocha? ¿En los distritos donde viven los gerentes de esos canales y donde jamás un reportero se atrevería a pisar sus calles, menos trasmitir un reality, todos son obedientes cultores del Leviatán peruano? Confieso que si a mí me preguntaban con micro en mano de donde venía, le hubiera dicho al reportero muy impolíticamente incorrecto “vengo de cacharme a tú vieja” y me iba de largo.

Wednesday, June 10, 2020

PANDEMIA: UNA CRÓNICA PERSONAL SOBRE EL COVID (CUARTA PARTE)



Por: Eduardo Jiménez J.
ejimenez2107@gmail.com
@ejjj2107


CUARTA PARTE: LAS COLAS Y LAS MEDIDAS DEL GOBIERNO QUE NO FUNCIONARON

Mientras el gobierno decía que “todo estaba controlado”, el desmadre en las calles decía lo contrario. En Lima y en muchas provincias se notaba la vida normal, como que no existiera epidemia. Gente haciendo colas larguísimas a la compra de cerveza para las reuniones sociales del fin de semana, hostales donde se sorprendía a varios “tramposos” in fraganti, bares caletas para tomar con los amigos, chicas de la farándula sacando pases, dizque, para visitar a la abuelita. En vista del desacato de muchos connacionales con respecto a la “inmovilización social obligatoria”, la cuarentena estuvo más estricta y nos obligó a salir para las compras por separado tres días por semana a los hombres y tres días a las mujeres. El domingo nadie salía. Imagino que por esto de la tradición bíblica del séptimo día que Dios descansó.

Fue gracioso ver salir solo hombres el primer día del decreto. Era un viernes. Había hombres que se notaba tenían experiencia en comprar. Sopesaban el producto, lo palpaban, lo miraban bien como si tuviesen lupa, se fijaban en el precio. Otros no. Cogían la cebolla y el tomate que estaba encima, sin fijarse demasiado. Compraban perecibles como para una semana (que se justificaría si se tuviera una familia extensa), cogían la primera caja de huevos que encontraban sin mirar bien si estaban rotos o rajados. Eso sí, en muchos carritos de compra no faltaba encima el pack de cervezas, sea en lata o en botella, “para el fin de semana doctor”.

A la semana siguiente escuchaba en la cola de ingreso al supermercado que uno le decía al otro que la esposa le había recriminado haber comprado cebollas malogradas o tomates muy maduros (o muy verdes) y querían que regresen a devolverlos. Vamos, tampoco exageremos, con las colas que había en la “separación por géneros” que a un iluminado asesor del gobierno se le había ocurrido, hacer una para devolver una cebolla o un tomate como que el costo/beneficio no lo ameritaba.

Pero, como diría el Dante, de buenas intenciones se encuentra empedrado el camino al infierno. Lo cierto es que el “pico y placa por género” no funcionó. Se formaron colas kilométricas en los mercados. Parece que la gente lo tomó como una señal de nuevos racionamientos y se vio lo de inicios de la cuarentena: personas llevándose lo que podían, arrasando con lo primero que encontraban en los estantes. No solo mujeres, también hombres que iban al día siguiente a coger lo que sus esposas dejaron el día anterior. Se tuvo que derogar la medida y volver a lo anterior: una persona por familia sale a hacer compras. Ensayo-error que le dicen.

La multa tampoco fue eficaz. Agotadas las llamadas de atención y el pasar unas horas en la comisaría haciendo saltos de rana o planchas, o los transexuales detenidos repitiendo “soy un hombre” mientras ejecutaban cuclillas, el gobierno copió el sistema de multas de Europa. Allá funciona bien porque casi todos están en planillas y si la notificación te llega a tú domicilio o a tú correo, caballero debes pagarla nomás, sino quieres que suba a cifras siderales por omiso al pago. Pero, en un país donde más del 70% es informal, donde muchos no tienen siquiera una cuenta bancaria, menos están en planillas, donde no se está acostumbrado ni a pagar la pensión por alimentos de los hijos (menos reconocerlos), bien difícil que el sistema de multas funcionara como tenía pensado el gobierno. De “ampayar” a un trasgresor, sucedió lo mismo que con las infracciones de tránsito: el “arreglo” con el policía para que la cosa no pase a más, y siga usted su camino.

Igual sucedió cuando se aperturó algunas actividades económicas en la segunda etapa de la cuarentena: no se tomó en cuenta las actividades económicas complementarias. Se permitió oficios como gasfitería o electricidad; pero no ferretería. Si Usted, por ejemplo, quería cambiar un grifo de agua o una llave de luz, tenía al gasfitero o al electricista a la mano, pero no tenía dónde comprar los repuestos.

En vez de aprobar un marco general de reinicio de actividades (uso de mascarillas, tomado de temperatura, distanciamiento físico, capacidad de aforo del local, pruebas periódicas del covid a los trabajadores, etc.), el gobierno se enfrascó en infinidad de “protocolos” para cada actividad económica que, en algunos casos, eran casi imposibles de cumplir. Más que “cumplir con la ley” se generó por lo bajo un “arreglo” con el funcionario que daba el visto bueno para el reinicio de operaciones. De nuevo el gobierno tuvo que dar marcha atrás y permitir la aprobación automática de protocolos.

Otra medida que tampoco funcionó fue el “bono solidario” para informales e independientes. La idea en teoría era buena: que las poblaciones vulnerables tengan algo de liquidez y “muevan” así la economía comprando bienes consumibles. El problema era que el padrón de beneficiados se basó en data incorrecta o desactualizada, y alguna no exenta de dudosos beneficiados. Así, gente que en un asentamiento humano tenía casa hecha de material noble, de tres pisos, con agua y desagüe, cable e internet, era beneficiaria del bono, y el del costado que vive en una pequeña casita con paredes de cartón, techo de calamina y sin agua ni luz, no lo vio. Al igual que alcaldes y regidores “beneficiados” con el bono, mientras sus vecinos no recibían ni un sol.

Como el sentido común lo aconsejaba, más sensato era dar víveres por medio de las FFAA en las horas del toque de queda y en el propio domicilio de las familias de menores recursos, a fin de no generar aglomeración de personas. Se vio colas gigantescas de cuadras de cuadras en los bancos para recibir el bono y luego más colas en los mercados para comprar los víveres, propiciando lo que se quería evitar: concentración de personas y propagación del virus.

Así renacieron las “colas” o filas de ingreso para la compra de víveres. Desde la época del primer gobierno de Alan García no veíamos colas para entrar a un supermercado o a un mercado. En aquella época había cola para el arroz, otra para el azúcar, la de más allá para menestras y una más para la infaltable leche Enci (que tenía buen sabor, dicho sea). No pensé que 33 años después volvería a salir temprano y hacer mi colita para conseguir un poco de azúcar o un poco de arroz. De haber cruzado la idea por mi mente hace apenas un mes, me estaría riendo a carcajada limpia.