Friday, February 01, 2013

UCHURACCAY


Estoy en el cementerio El Ángel, visitando un familiar cuyo aniversario se cumple. En el trayecto me encuentro con un pequeño grupo de personas bajo el sol, traspirando por el cerrado saco, y me acerco por curiosidad. Algunas tienen cámaras fotográficas en la mano. No las de aficionados, sino las profesionales. Presumo que deben ser periodistas. Me acerco al mausoleo en forma de alas y me doy cuenta que es el dedicado a los ocho periodistas muertos en Uchuraccay. Leo el epitafio: Por la verdad morimos, por la verdad lucharemos. Muy en la onda izquierdista de aquellos años, me recuerda una de esas arengas que coreábamos a voz en cuello por las calles y plazas de la Lima setentera y ochentera. Tiempos que ya no existen.

            Periodistas, familiares y amigos se van reuniendo, hijos, y nietos que nunca vieron a los abuelos, que solo conocen las historias relatadas en el seno familiar. Quizás los hayan perfilado como héroes, más o menos como dice el epitafio: fueron en busca de la verdad; o quizás los delinearon como simples mortales que se encontraron con un destino fatal en un remoto y gélido caserío. Si fueran mis hijos o mis nietos creo que les contaría la segunda versión, la de personas comunes y corrientes que en el avatar de su trabajo se encontraron trágicamente con la muerte. Es más realista.

            Son las nueve de la mañana y todavía se ven pocas personas. Junto al mausoleo han colocado una gigantografía de la Asociación Guadalupana que se hace presente. Parece que uno de los ocho mártires estudió allí o una de las promociones lleva su nombre. También se aprecia una corona fúnebre bastante austera. Imprevistamente suenan celulares, algunos se han excusado de asistir a la romería, de repente la distancia y el calor los han desanimado, o han preferido aprovechar la mañana calurosa para irse a la playa. Poca gente…

            Treinta años después Uchuraccay se presenta como algo nebuloso, cubierto por la bruma del tiempo. Significa retrotraernos a tiempos difíciles, sangrientos, de una virtual guerra de peruanos contra peruanos que nadie quiere recordar. Pero, es necesario. Los que vivimos en esa década del terror no podemos olvidar lo que sucedió.

            Pero, ¿qué pasó en esa comunidad olvidada donde ocho periodistas más su guía y traductor perdieron la vida a manos de comuneros, asesinándolos con sadismo inconfesable? ¿Fue cierto que los confundieron con terroristas o fueron azuzados por las fuerzas armadas?

            1983. Estamos en los primeros años del retorno a la democracia que coincidió con el comienzo de los actos terroristas por Sendero Luminoso. Todavía se encuentra lejos en el tiempo la captura de Abimael Guzmán y más bien parece que este y su banda son los que van ganando la partida. El gobierno de Belaunde no tiene una estrategia precisa para luchar contra el terror. Lo tomó desprevenido y no encuentra mejor política que la de “tierra arrasada”, donde los derechos de las personas y la protección a la sociedad pasan a un segundo plano. Los comuneros de las zonas en conflicto viven entre dos fuegos: los terroristas y “las fuerzas del orden”. En el medio se producen una serie de delaciones, venganzas personales, asesinatos, ajustes de cuentas entre comunidades y otros hechos cuya historia falta contar claramente.

            Ocho periodistas de Lima van en busca de la noticia, desconociendo al partir que ellos serán la noticia que conmocionará al Perú y al mundo. Curiosamente van a cubrir la información de unos ajusticiamientos que comuneros de Huaychao infligieron a senderistas y que les valió un reconocimiento público del propio presidente Fernando Belaunde por el gallardo acto patriótico. En el trayecto los ocho periodistas son interceptados por comuneros de la vecina Uchuraccay. El resto es historia conocida. Según el informe de la Comisión de la Verdad, el asesinato no habría durado más de treinta minutos.

            La noticia conmocionó tanto dentro como fuera del país, tanto así que fue necesario buscar una solución política, por lo que el presidente Belaunde designa una comisión ad hoc presidida nada menos que por Mario Vargas Llosa, ya una celebridad y con un prestigio moral en ese entonces, amen de amigo cercano del arquitecto, a fin de determinar qué pasó ese 26 de Enero.

            Es cierto que el Informe de la Comisión Vargas Llosa adoleció de un excesivo antropologismo. Afirmaba que los comuneros al vivir prácticamente aislados confundieron a los periodistas con militantes de Sendero Luminoso, generándose el macabro desenlace. La tesis me hizo evocar una novela del célebre escritor publicada hacía poquísimos años antes de los aciagos hechos: La guerra del fin del mundo, donde la revuelta de los lugareños en Canudos obedece a una trágica comedia de equivocaciones. No convenció del todo la conclusión del informe, daba la impresión que se quería exonerar de responsabilidad política al gobierno de Belaunde. Pero tampoco convenció la tesis contraria de la oposición: de la autoría directa de militares encubiertos de comuneros. Sinchis o soldados disfrazados de campesinos como autores inmediatos del asesinato múltiple. No existen pruebas contundentes que sustenten la tesis.

Otra hipótesis sostiene que el guía Juan Argumedo era senderista o cercano al senderismo, hecho que conocían los pobladores de Uchuraccay y que al verlo llegar junto a extraños, los asociaron inmediatamente con militantes de Sendero Luminoso, produciéndose la masacre. La viuda de Argumedo desmintió dichas aseveraciones y más bien ha tratado de borrar ese estigma de la imagen del difunto, reiterando que él jamás fue senderista; pero la duda siempre se mantendrá en el tiempo, sobretodo en esos tiempos confusos y aciagos que nos tocó vivir a los peruanos treinta años atrás.

            Quizás y solo quizás, lo que prevaleció fue una instigación de los militares a los comuneros de darle vuelta a todo extraño, en la creencia que cualquier foráneo que se acercase a una comunidad debía ser senderista. Tengamos presente que el propio presidente Belaunde felicitó públicamente a los comuneros de Huaychao que mataron a terroristas. No sería extraño que el Comando Político Militar de la zona haya azuzado a los campesinos a una conducta similar. Parece que los comuneros tuvieron “carta blanca” para actuar como lo hicieron. Maten y después pregunten.

            ¿Qué pasó luego? Uchuraccay se convirtió en un pueblo fantasma. Como una maldición bíblica, muchos comuneros murieron trágicamente en los años del terror, otros huyeron para no ser arrestados y culpados del asesinato múltiple. Algunos fueron capturados y sometidos a un proceso judicial que no aclaró los hechos y solo se convirtieron en chivos expiatorios de culpas ajenas. Hoy Uchuraccay, treinta años después, ha cobrado nueva vida y quiere olvidar ese doloroso pasado. Sus problemas son otros. Quieren convertirse en distrito, tener autonomía política. También deben enfrentar la vorágine de la vida actual y engancharse a la modernidad, con los retos y problemas que ello significa. Quieren ser parte del Perú contemporáneo. En fin, quieren olvidar el pasado y mirar el futuro. Derecho tienen.
Eduardo Jiménez J.
ejjlaw@yahoo.es

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