Eduardo
Jiménez J.
ejimenez2107@gmail.com
@ejj2107
Se aprobó la modificatoria
constitucional retornando a la bicameralidad (una cámara de senadores y otra de
diputados), tradición en nuestro constitucionalismo histórico.
La
pregunta es si la aprobación de la bicameralidad soluciona nuestra -ya permanente-
crisis política. La respuesta clara es No.
Con
la aprobación de la bicameralidad sucede lo que Adam Smith en su libro La
riqueza de las naciones sostenía del comerciante: no vende sus productos
por hacer el bien angélicamente a los demás sino por afán de lucro; pero
gracias a esa motivación egoísta hace un bien a los demás.
La
aprobación de la bicameralidad no se produjo por un arrebato
jurídico-constitucional de los congresistas para mejorar las instituciones,
sino por el afán egoísta de reelegirse (o tener el anhelo de reelegirse) en la
siguiente elección sea como diputado o como senador.
En
el camino han hecho un bien, ya que es mejor desde la ingeniería constitucional
dos cámaras que una; pero ello no garantiza que harán mejores leyes para el
bien del país o que entrarán los más preclaros y lúcidos padres de la patria
que con su sabiduría y experiencia guiarán a la nación. Más que probable
tengamos otorongos de la calidad de los actuales en ambas cámaras.
Si
lo enfocamos desde la crisis política, la bicameralidad tampoco soluciona el
problema. Un problema que no es solo de partidos políticos (que más allá de dos
o tres realmente partidos, el resto son esbozos de partidos), sino
también de representación, de distritos electorales, de filtros partidarios
para postular, del financiamiento, del papel de las directivas y del militante
de base. El problema (y la solución) son más complejos que los buenos deseos de
dos cámaras.
La
crisis de los partidos políticos se incuba en los años 80, cuando retornamos a
la democracia sin haber asimilado las lecciones que dejó el gobierno militar de
los 70. Cuando en 1989 es elegido un independiente (Ricardo Belmont) para la
alcaldía de Lima, fue la primera vez que un outsider ingresaba a la
política nacional y, oficialmente, el comienzo del fin de la partidocracia.
Ratificaría la tendencia en 1990 un desconocido ingeniero que llegaría a la
presidencia de la república.
Esa
crisis se agudizará en la década del 90, en el gobierno autocrático de Alberto
Fujimori. En el 2000, con un nuevo retorno a la democracia, los partidos de
oposición al fujimorismo no hicieron gran cosa por remediar el problema.
La
situación de crisis actual es producto de un largo proceso que, la verdad, no
sé si tendrá solución.
Saludamos
la bicameralidad, pero como el dinosaurio de Monterroso, la crisis política
sigue ahí.
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