Eduardo Jiménez J.
ejimenez2107@gmail.com
@ejj2107
Si bien en La ciudad y los perros
el personaje llamado El poeta es un alter ego del escritor o para el
personaje de Zavalita en Conversación en la Catedral recurre a
sus recuerdos como periodista del diario La crónica; La tía Julia y
el escribidor es la única novela de Mario Vargas Llosa (MVLL) donde echaría
mano en abundancia a hechos acaecidos directamente al joven escritor de apenas
19 años. Fue también la única novela escrita en su totalidad en primera
persona, donde el narrador-personaje (Varguitas) ocupa un rol protagónico a lo
largo de todo el libro.
La
tía Julia y el escribidor
(como lo hizo con su última novela Le dedico mi silencio o sus memorias El
pez en el agua) alterna capítulos donde narra en paralelo dos historias: el
encuentro y posterior romance con su tía política Julia Urquidi y la
contratación en la radio donde trabajaba del escriba boliviano Pedro Camacho y
sus historias escabrosas para los radioteatros de los años 50.
Vemos
desfilar personajes secundarios reales como Genaro Delgado Parker, nombrado
como el empresario progresista y que luego sería un destacado broadcaster de
la televisión nacional. O a Javier Silva Ruete, amigo íntimo desde la niñez del
joven MVLL, y futuro ministro de Economía en tres oportunidades diferentes, la
primera de ellas bajo el gobierno militar saliente de los años 70.
La
novela comienza con una bella e idílica descripción del distrito de Miraflores
de ese entonces y las ansias que queman las entrañas al joven escritor y que
parecen irrealizables: “En ese tiempo remoto, yo era muy joven y vivía con
mis abuelos en una quinta de paredes blancas de la Calle Ocharán, en
Miraflores. Estudiaba en San Marcos, Derecho, creo, resignado a ganarme más
tarde la vida con una profesión liberal, aunque, en el fondo, me hubiera
gustado más llegar a ser un escritor…”.
1955.
Un Miraflores mesocrático, donde todos se conocían, de pequeñas quintas o
casitas, muchas de quincha y adobe, donde se enamoraban y se casaban entre
ellos, vivían cerca unos de otros, casi eran una tribu como lo describe el
narrador. Su propia familia materna era bastante numerosa y “bíblica” (tíos y
tías desperdigados a lo largo de Miraflores). Trazos de una Lima que se reducía
a la Plaza San Martín, el Jirón de la Unión y el distrito de Miraflores. Donde
los empleados iban a almorzar a sus casas (al igual que los colegiales) y
regresaban a su trabajo por la tarde, solo existían dos universidades (Católica
y San Marcos), y la siesta era una institución en las costumbres de la época. Época
donde, faltando algunos años todavía para que llegue la televisión, el bolero
era el amo y señor en las reuniones sociales y los radioteatros el
entretenimiento familiar que reunía a todos alrededor de la radio, aparato
gigante y que ocupaba buen espacio de la sala.
En
ese contexto de un Miraflores arcádico es que el joven Varguitas conoce a la
tía Julia, hermana menor de la esposa de su tío Luis (padre de Patricia, su
segunda esposa) y que había llegado de Bolivia para sobrellevar un reciente
divorcio y, al decir de las malas lenguas, “encontrar un nuevo marido”. Esa
historia se desarrolla a modo de un dramón de radionovela, porque el romance
entre un muchacho de 19 años (la mayoría se alcanzaba recién a los 21) y una
mujer de 32, por añadidura divorciada, era un tabú impermeable a cualquier
licencia social.
Hay
amores secretos, casi castos (en sus memorias MVLL cuenta que recién tuvieron
su primera relación íntima cuando contrajeron matrimonio), fugas
cinematográficas (se casan en un caserío lejano de Chincha), persecuciones del
padre con pistola en mano y un final feliz con el matrimonio de la pareja. El happy
end de todo dramón luego que los personajes pasan mil peripecias. Y, como
dijo años después la propia Julia Urquidi, nadie creyó, ni ella misma, que ese
matrimonio iba a durar nueve años.
La
segunda historia en paralelo son los dramones de Pedro Camacho, truculentos,
llenos de sobresaltos y datos escondidos, hasta que el excesivo trabajo hace
que confunda personajes e historias llegando a la implosión por fatiga mental.
Como recordó el propio MVLL, Pedro Camacho fue el primer escritor que conoció
personalmente, aunque más era un escriba, ya que no leía mucha literatura
(según Camacho para no ser influenciado por el estilo de otros escritores) y su
único libro de cabecera era un recuento de aforismos y frases célebres con los
que redondeaba sus diálogos. En contraposición vemos a un joven escritor usando
el método de trabajo que repetirá a lo largo de toda su vida: más de
traspiración que de inspiración, que hace y rehace los textos que escribe,
crítico implacable de su propio trabajo, buscando la perfección de la palabra
justa.
Si
bien MVLL reiteró en múltiples entrevistas de la época que los recuerdos de su
relación con su tía política fueron solo “el magma” para la ficción que creó al
más puro estilo flaubertiano, donde el creador estaba distanciado del narrador,
así éste lo cuente en primera persona, la verdad que a Julia Urquidi no le
gustó mucho como la retrataron en la novela y algunos años después escribió una
respuesta, sus memorias del matrimonio con MVLL y la intrusión de la prima
Patricia entre los cónyuges -no la pinta nada bien- titulada Lo que
Varguitas no dijo.
Lo cierto
La
tía Julia y el escribidor
no fue exenta de críticas, sobre todo de los ex compañeros de ruta, cuando el
escritor ya se había alejado de la izquierda castrista. Alegaban un “agotamiento
creativo” en el sentido que sus últimas novelas Pantaleón y las visitadoras
y La tía Julia y el escribidor eran obras menores comparadas con las
tres primeras (La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en la
Catedral), consideradas hitos sin parangón del realismo crítico.
Quizás
fatigado de esas tres obras mayores, en los años 70 MVLL compone estas pequeñas
novelas con apariencia de divertimento (sobre todo La tía Julia…), “poco
serias” conforme al canon dominante en aquellos años (el canon de la época era
escribir denunciando las injusticias sociales). Hay que reconocer que MVLL no
se copia asimismo. Formal y estilísticamente diferentes, Pantaleón y las
visitadoras fue una sátira contra el Ejército, institución considerada
todavía como tutelar de la patria, sátira que, me parece, ningún otro escritor peruano
ha acometido con la misma eficacia; mientras que La tía Julia y el
escribidor recrea magistralmente esa Lima de los años 50, pequeñísima, con
una geografía mínima de cinemas y radioteatros, de una clase media ilustrada,
compuesta de empleados que todavía se podían dar ciertos lujos, aunque viviendo
también con estrecheces de fin de mes. Junto a sus memorias El pez en el
agua, en los capítulos donde narra su niñez y adolescencia, esas páginas de
los recuerdos miraflorinos y cincuenteros son de las más nostálgicas que haya
escrito el Nobel.
Habría
que esperar unos años más, a 1981, para su segunda gran obra, La guerra del
fin del mundo, con la cual sus grandes novelas las escribió antes de los 45
años. Lo que publicó después ya no estuvo a la altura de sus primeros libros.
*Mario Vargas
Llosa: La tía Julia y el escribidor. Edición consultada: 1ª. Edición de
Seix Barral, 1977, 447pp.
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