Por: Eduardo Jiménez J.
ejimenez2107@gmail.com
@ejj2107
La verdad siempre
estuvo detrás de los gobiernos, autoritarios o democráticos, a fin de velar por
sus intereses. Nunca se fue del escenario, siempre estuvo entre bastidores. Lo
que hace distinto el fenómeno López Aliaga es que se trata de una derecha
bastante conservadora, reaccionaria y confesional. Militante activo del Opus Dei,
laico comprometido, sin conocer mujer en su vida (a sus 60 años ha declarado
que su gran amor es la Virgen María) y con declaraciones cortantes y
desafiantes hacia sus contendores y ciertos medios de comunicación.
Apertrechado de un lenguaje soez, expresa su modo natural de ser y el sentir de
mucha gente harta del escenario político oficial.
Sería
arriesgado calificar como “fascista” la candidatura de López Aliaga tal como
sus detractores le imputan. Usualmente aquí y allá el calificativo de fascista
ha sido bastante manoseado. Una característica de todo gobierno fascista es el
corporativismo y la unión bastante estrecha entre partido en el poder, estado y
sociedad civil. Es muy difícil calificar de partido fascista al partido de
Rafael López Aliaga (ex Solidaridad Nacional), más partido cascarón que partido
orgánico propiamente. Y las ideas de López Aliaga son conservadoras,
confesionales (el color azul que usa en banderolas y polos se acerca al celeste
que representa a la Virgen María), reaccionario si se quiere y hasta con olor a
naftalina, pero calificarlas de fascistas es bastante subjetivo, por lo menos
de lo que se entiende como fascista en la ciencia política.
Desde los años
80 del siglo pasado la ola conservadora ha resurgido en muchos países, ricos o
pobres, en una suerte de reacción contra el liberalismo y progresismo y el
estado de bienestar que se forjó terminada la II Guerra Mundial. Los problemas
de la globalización que los estados liberales no han podido resolver, así como
la pérdida de los valores religiosos, dieron lugar como reacción a estos
movimientos conservadores de corte popular que tienen como características un
nacionalismo bastante epidérmico, intervención del estado en temas claves (“no
a productos extranjeros”, “contratemos solo nacionales”, etc.), un
asistencialismo que permite una base social de apoyo, liberalismo que se
confunde con mercantilismo en materia económica y un rescate de los valores
religiosos. Si a ello le sumamos la “mano dura” en materia de seguridad
ciudadana, la repatriación de extranjeros indeseables y la pena de muerte para
delitos graves, tenemos una oferta política que la hace atractiva a grandes
sectores de la población.
Si en pasadas
elecciones el centro era el nicho apetecible de los candidatos, este se ha
corrido a la derecha en distintos matices, desde una “derecha intelectual” con
Hernando de Soto, pasando por una “derecha popular” (Keiko Fujimori, quien en
pasadas elecciones corría en solitario en este nicho) hasta una “derecha
confesional” expresada en López Aliaga. Quizás tenga que ver con el hartazgo
que tiene la población de los políticos por los casos de corrupción (Odebrecht,
gobiernos nacionales de los últimos veinte años, la corrupción endémica en las
regiones y gobiernos locales), por lo que las posiciones maximalistas están
teniendo más acogida. Y seamos sinceros: luego del “rescate de la democracia”
en el 2000 con la caída de Fujimori, los políticos no hicieron mucho por
reformar el sistema, más bien dejaron las cosas como estás en una suerte de
borrón y cuenta nueva.
Pero la
posición de este programa maximalista de derecha obedece también a la endeblez
de los programas liberales para resolver los problemas, al poco atractivo o
improvisación de sus candidatos y a la ideología conservadora que empatiza con
el pensamiento de gran parte de los ciudadanos peruanos, sin distinción de
clases sociales. Usualmente el ciudadano peruano promedio es bastante conservador,
a lo cual se añade que las posiciones de izquierda se vieron cuestionadas por
el terrorismo de Sendero Luminoso y la candidata que enarbola hoy las banderas
de la izquierda (Verónika Mendoza) propone un programa político bastante
desfasado de la realidad, una suerte de revival que hasta su propio bastión
natural (el sur peruano) parece no votará mayoritariamente por ella.
Alan García en
sus Memorias decía (parafraseo la idea) que la gente prefiere un gobierno
fuerte, autoritario, de mano dura, que le otorgue seguridad, sacrificando el
recorte de libertades, a uno débil, que se base en el respeto irrestricto de
las libertades pero que signifique un desorden. Era el sagaz político quien
escribía aquello y no le faltaba razón. Los liberales y progresistas creen de
buena fe que la gente va a aceptar un gobierno abierto, trasparente, con
contenido liberal (unión civil, aborto, eutanasia) pero que no resuelva sus
problemas concretos del día a día. El ciudadano común prefiere un gobierno
efectivo que le pueda resolver sus problemas aún a costa de perder libertades
personales. El decenio de Fujimori es un claro ejemplo, más en un país que no
está acostumbrado a una continuidad democrática, ni a la tolerancia, y donde el
ciudadano no tiene conciencia clara de sus derechos y obligaciones, más allá de
las demandas básicas (agua, luz, colegios, salud).
El ascenso
vertiginoso de López Aliaga es una alerta que las cosas no marchan bien.