Eduardo Jiménez J.
jimenezjeduardod@gmail.com
@ejj2107
Se puede definir el poder como una
relación de subordinación, en la que unos mandan y otros obedecen, incluso
contra su voluntad; donde las decisiones se adoptan dentro de un conjunto de
reglas de juego, por consenso o por imposición, en forma democrática o
autoritaria. Ello se puede aplicar también a las instituciones y a las
jerarquías. Poder es hacer.
En
democracia constitucional lo ideal es que las reglas de juego para el ingreso
al poder (las elecciones, con las reglas previamente determinadas), el
mantenerse, fiscalizar o salir del poder (competencias y funciones de cada
órgano del estado; organismos fiscalizadores del poder; renuncia, finalización
del mandato o vacancia en el ejercicio del poder), así como las relaciones de
los poderes (ejecutivo y legislativo, poder judicial), sean lo más trasparentes
y claras, propiciando una estabilidad jurídica sin que un poder avasalle al
otro. Como alguien acertadamente señaló, la constitución política es la que
pone límites al poder, necesarios para que este no sea arbitrario. En países
como el nuestro, es una ecuación más fácil de decir que de hacer, pero
necesaria para darle estabilidad sin abuso al ejercicio del poder.
Otra
premisa es que no existe “vacío de poder”. El vacío es ajeno al poder. Si
alguien no lo tiene, lo pierde o lo deja, otro lo ocupará.
El
poder puede llevar a confrontación de instituciones y de personas. En
Inglaterra, la confrontación entre el Parlamento (dominado por los comunes o
burgueses) y el Rey, dio nacimiento a la conformación de lo que hoy conocemos
como monarquía constitucional, donde el Parlamento tiene realmente el poder y
el rey, con el paso del tiempo, se convirtió solo en una figura simbólica.
En
esta tensa lucha, hubo casos sangrientos, como el de Oliver Cromwell,
parlamentario inglés, que decapitó al rey Carlos I y proclamó una efímera
República.
Históricamente
Ejecutivo y Legislativa no siempre se han llevado en paz. Se trata que en
democracia sus relaciones se resuelvan por canales institucionales. No se
consigue en todas las ocasiones, aunque es lo ideal.
***
Cierta
oposición tiende a señalar que existe una “dictadura congresal”; pero, ¿existe
realmente una?
Para
que exista una “dictadura congresal”, el Parlamento asume de facto funciones y
competencias no solo legislativas, sino ejecutivas y judiciales. Es decir,
“absorbe” a los otros dos poderes del estado y a los organismos autónomos.
El
escenario político dista mucho de eso. Lo que sí existe es un mayor poder del
Congreso frente al Ejecutivo, producto del pulseo político entre ambos poderes
del estado desde por lo menos el año 2016, cuando Pedro Pablo Kuczynski asume
la presidencia de la República y tiene al frente una aplastante mayoría
fujimorista. En esa oportunidad, el pulseo lo gana el Congreso al obligar a
renunciar a PPK, ante una inminente vacancia.
Esta
situación se va a agravar con el populismo demagógico de Martín Vizcarra que
enfrenta al Congreso fujimorista a fin de ganar popularidad, llegando a su
cenit con el cierre del Parlamento en 2019, argumentando una “denegatoria
fáctica de confianza”, y, concluye por el momento, con Pedro Castillo, quien
asume la presidencia con una mayoría relativa con la agrupación política Perú
Libre, pero insuficiente para hacer reformas a la Constitución política o
convocar una Asamblea constituyente, uno de sus más caros anhelos de él y su
grupo.
El
período de Castillo es importante para conocer la situación actual. Él y su
grupo político en vez de buscar consensos para una reforma constitucional y
aprobar algunas leyes importantes, siguiendo la estrategia de Vizcarra o
Fujimori, asume la política de la confrontación pura y dura con el Congreso,
creyendo que le iba a otorgar réditos políticos. Así, al viejo estilo sindical,
como en sus años de dirigente del Conare-Sutep, arremete contra el Legislativo,
y éste reacciona defendiéndose y sabiendo que con dos denegatorias de confianza
lo podía disolver.
El
punto de quiebre se produce con el frustrado golpe de estado de Castillo en
Diciembre de 2022, cuando en el tercer intento de vacancia, y ante el frustrado
intento del ex presidente de cerrar el Congreso, el Parlamento consigue más del
mínimo legal para destituirlo, incluyendo votos de congresistas que antaño
“coqueteaban” con el golpista, pero que sabían muy bien que de cerrar Castillo
el Congreso se quedarían sin trabajo, sin prebendas y, sobre todo, sin poder.
Dicho sea, las FFAA tienen una posición “institucionalista” y de respeto a la
Constitución y la democracia, negándose a respaldar el intento de golpe de
estado. Con ello, la suerte del ex presidente Castillo estaba dicha. Ese es el momento
clave para entender la situación actual.
Comenzó
con una labor de supervivencia del propio Congreso contra la arremetida de
Pedro Castillo y el grupo político que lo respaldaba. Como algunos analistas
señalan, de no haberse producido el intento de golpe por parte del ex
presidente, el estado de las cosas no hubiera llegado al nivel que vemos hoy en
día. Podemos inferir que el poder actual del Congreso es producto de las
arremetidas que contra éste tuvo en el pasado inmediato el Ejecutivo (gobiernos
de Vizcarra y Castillo).
Hay
un hecho que es minusvalorado y hasta despreciado: el Congreso (o parte de sus
representantes más lúcidos) tuvo un rol fundamental para contener las
arremetidas antidemocráticas de Pedro Castillo y su grupo político en el año y
medio que estuvo en el poder. De haber claudicado el Parlamento en ese momento,
hoy tendríamos una historia muy distinta. Nitcheanamente se podría decir
con respecto al Congreso que lo que no lo mató, lo hizo más fuerte.
Frente
al fracaso en conservar el poder por la vía democrática, el sector perdedor en
este pulseo Ejecutivo-Congreso es el que tejió la leyenda negra de la
“dictadura congresal”. El resto es historia conocida. Asume la vicepresidenta
en funciones, Dina Boluarte, sin poder y sin bancada propia. Allí, frente a un
Ejecutivo débil, el Congreso obtiene mayor poder, aunque no legitimidad ante la
población. La leyenda negra de la “dictadura congresal” estaría servida en
bandeja.
En
paralelo, el lawfare (usar las acusaciones y juzgamientos judiciales
para fines políticos) llega a su exacerbación con los “superfiscales” en el
caso Odebrecht que, con el apoyo de ciertas ONGs bastante politizadas, van a acusar
a personajes políticos incómodos para sus intereses. La aquiescencia de cierto
sector del Poder Judicial con las prisiones preventivas, tendrá encarcelados y
con desprestigio político a ciertos personajes públicos, pero a ningún
empresario coludido con la corrupción. Es un hecho significativo que también se
toma poco en cuenta. Para la corrupción es necesario dos: el corrupto y el
corruptor. No tenemos “entre rejas” a ningún empresario que haya entregado
sobornos por alguna licitación, solo políticos que los recibieron, en especial
aquellos incómodos o contrarios a los grupos dominantes que controlan el
Ministerio Público.
Los
“superfiscales” gozarán de gran poder, popularidad y legitimidad por poco
tiempo, hasta que se descubre el acuerdo con Odebrecht suscrito por estos (que
limita los delitos a casos puntuales de sobornos de la empresa, esta puede
pagar una exigua reparación civil en cómodas cuotas mensuales y, de
complemento, puede volver a contratar con el estado como si no hubiera pasado
nada), y los casos se comienzan a caer en pleno juicio por falta de pruebas
fehacientes y de tipificación de los delitos (caso Los cocteles). En
todos estos años se han gastado millones de soles de los contribuyentes para
procesos mal sustentados y con peor pronóstico, procesos donde los fines
políticos se han superpuesto a una correcta administración de justicia.
No
estamos ante una “dictadura congresal” propiamente, pero sí ante un congreso
que ha ganado poder en estos años de confrontación con el Ejecutivo, a quien,
como vimos, derrotó en el pulseo por el poder en los gobiernos de PPK, Vizcarra
y Castillo (estos dos últimos destituidos).
Frente
a ello, el Congreso, como ganador en esta lucha contra el Ejecutivo a lo largo
de todos estos años, en vez de usar su capital político para fines de interés
público (por ejemplo, aprobando una reforma política coherente o leyes
importantes para la sociedad), lo ha despilfarrado en un mal uso o abuso del
poder, haciendo lobby a favor de representantes de bancadas del actual
legislativo, aprobando leyes populistas o aprovechándose en forma descarada del
cargo. Bancadas de derecha o de izquierda, no existen diferencias para estas
componendas bajo la mesa (existen excepciones honrosas). La reforma
universitaria ya pertenece al pasado y se desandó el poco camino avanzado; la
propia ley de crimen organizado favorece a muchos personajes públicos con
cuentas ante la justicia; o la ley de “reforma previsional” que significa un
forado fiscal y no resuelve el problema de fondo. Y, por supuesto, la
corrupción. No solo los congresistas “mochasueldos”, sino los negociados y
grandes licitaciones que se producen entre bambalinas, amén de algunas leyes
con nombre propio.
Son
algunos casos de aprovechamiento del poder en favor propio. Funciona el “borrón
y cuenta nueva” o como se diría en El gatopardo, “las cosas deben
cambiar para que sigan igual”. Pero de ello a una “dictadura congresal” dista
mucho. Sería bueno que aquellos que lo creen revisen un poco la historia
universal para conocer lo que de verdad es una dictadura congresal. El Perú,
como en otros aspectos, está lejos de eso.
Más
que “dictadura congresal” lo que existe es una precaria institucionalidad, cada
vez más debilitada por las confrontaciones a lo largo de todos estos años entre
Ejecutivo vs Congreso, visos evidentes de corrupción en los poderes del estado y
una falta de madurez de los actores políticos para ponerse de acuerdo en
aspectos puntuales.
Es
preocupante también que los últimos presidentes constitucionales no hayan
terminado su mandato o, peor aún, hayan terminado presos (y en el camino uno
que se quitó la vida). Las acusaciones penales contra presidentes constitucionales
no es signo de un Poder Judicial autónomo y vigoroso, sino de serios problemas
estructurales y vendettas políticas entre grupos de poder. No es reflejo
de un Poder Judicial y Ministerio Público con estándares suizos de eficiencia,
sino de una administración de justicia con débil institucionalidad, sojuzgada y
colonizada por grupos de poder con agenda propia.
Y,
como correlato de esta precaria institucionalidad, la fragmentación de
representación política a la que vamos en 2026, quizás con más de 50
agrupaciones inscritas formalmente para competir. Eso sí es preocupante y puede
dar lugar a que los dos candidatos más votados, pero con escasa votación
significativa, pasen a la segunda vuelta y se repita la historia del “voto
anti” (yo voto por ese candidato porque detesto al otro). Ello, como que estén
inscritos partidos y potenciales candidatos con dudosa ejecutoría democrática
(como sucedió con Perú Libre en 2021), puede dar lugar a un escenario más grave
en los próximos años y que se incube una nueva crisis política.
***
En
conclusión, podemos deducir que cuando el Ejecutivo ha tenido apoyo de una
mayoría en el Congreso, el respaldo fáctico de las Fuerzas Armadas, o incluso
popularidad entre la ciudadanía, ha tenido cierta estabilidad para gobernar.
Pero, en sentido contrario, cuando el Congreso tiene una mayoría contraria al
Ejecutivo, este no ha podido hacer alianzas, o peor aún, ha intentado ir contra
el propio Parlamento sin tener la fuerza suficiente, o las FFAA le han negado
un apoyo fáctico, el pulseo por el poder lo gana el Congreso.
La
célebre frase de Mao Tse Tung “el poder nace del fusil”, aludía a la lucha
armada para alcanzar o mantenerse en el poder. Naturalmente que en gobiernos
democráticos son otros los mecanismos para llegar al poder o para mantenerse en
él. Igualmente, la “salida de los tanques”, es decir los golpes de estado militares
para solucionar las crisis políticas, es inviable en esta época; por lo que es
necesaria la búsqueda de otras salidas para las crisis recurrentes que se
presentan.
Asimismo,
la utilización en la lucha por el poder de ciertas instituciones de la
administración de justicia para “golpear” al adversario, ha dado lugar al
debilitamiento y falta de credibilidad de instituciones importantes como sucede
con el Ministerio Público, quien ha demostrado poca eficiencia en la lucha
contra la corrupción y el crimen organizado, y sí notable parcialización con
ciertos sectores políticos.
Por
otra parte, las relaciones entre Ejecutivo y Congreso por lo general han sido
tensas y difíciles, y los canales institucionales no siempre han solucionado el
problema. Quizás es hora de sincerar el estado de las cosas y de replantear
estas relaciones y buscar otras formas de gobierno, como la que se practica en
distintos países europeos: un jefe de estado (un presidente) con poco poder, más
simbólico que real, y un jefe de gobierno (primer ministro) que emerja del
Congreso, de la votación popular, quien tendría las facultades ejecutivas
propiamente. En caso de crisis recurrentes -como sucede entre nosotros-, se
disuelve el parlamento y se convoca a elecciones legislativas de inmediato,
emergiendo de allí el nuevo jefe de gobierno. Claro, tendríamos que tener un
sistema de partidos políticos estable y que no pase de 4 o 5, amén de una
reforma en la elección de los representantes al Parlamento. Y, lo más
complicado: remar contra un presidencialismo enraizado hace más de 200 años en
nuestras repúblicas, aunque no haya funcionado como lo idearon los padres
fundadores.
Son
salidas institucionales que ayudarían mucho a resolver las crisis recurrentes
que tenemos y que, al parecer, todavía no tienen visos de solución.
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