Eduardo Jiménez J.
jimenezjeduardod@gmail.com
@ejj2107
Lo que comenzó con mucho optimismo y
anunciado como panacea para la humanidad treinta años atrás, hoy parece sufrir
el desencanto de la madurez.
Fruto
del fin de los bloques hegemónicos tras el derrumbe de la Unión Soviética, de
la cercanía del mundo que traía el internet y de una visión liberal que
planteaba el libre comercio irrestricto, hoy parece ser cuestionada en cuanto a
resultados.
No
fue la primera globalización que como planeta hemos tenido. 1492, con el
descubrimiento de América, fue otra globalización que trajo un gran tráfico
comercial y económico intenso, y sobre todo cambio de paradigmas.
Pero
esta que vivimos repercutió en todo el mundo, casi al mismo tiempo. Desde el
hemisferio norte al hemisferio sur, desde occidente hasta oriente, y viceversa.
Nunca antes la frase “el mundo es un pañuelo” tuvo cabal significado. China
comenzó a tener una presencia hegemónica en el comercio y la economía mundial, dejando
poco a poco relegadas a las grandes potencias dominantes de Europa. La India le
sigue los pasos y los BRICs buscan constituir un bloque hegemónico. En ese
contexto, Estados Unidos lucha por no quedarse atrás y todavía es una incógnita
si en el siglo XXII seguirá siendo una gran potencia o correrá la suerte de sus
pares europeos.
Frente
a ello ha surgido una resistencia a la globalización, manifestada en
nacionalismos de distinto calibre. Desde los xenófobos hasta los que plantean regresar
a la protección a las industrias locales. Se da no solo en países del llamado
tercer mundo, sino en naciones que son potencia como EEUU, donde sectores
conservadores echan la culpa de la falta de empleo para los “wasp puros” (los
blancos que llegaron en el Mayflower en el siglo XVII) a los migrantes. El
eslogan “hagamos de nuevo grande a América” es reaccionario y busca un regreso
a un aparente orden idílico. Algo así como los precolombinos que, luego de la
conquista, buscaban el regreso del inca y la vuelta a una arcadia. Populismo
por donde se le mire (y hasta de un peligroso fascismo).
América
Latina no se queda atrás con estos planteamientos, y cada cierto tiempo surgen
gobiernos autoproclamados nacionalistas o que plantean mano dura contra los
migrantes. Hemos pasado en estos años desde la abstención por algunos estados
de firmar tratados comerciales hasta políticas proteccionistas a la industria o
elevación de los requisitos de entrada a los migrantes. Como colofón AL sufre
la última diáspora que presencia la humanidad con alrededor de ocho millones de
venezolanos que han salido de su patria en busca de mejores oportunidades,
cortesía de la (ahora sí) dictadura venezolana.
Todo
ese panorama ha producido un desencanto con la globalización, que, si bien no
ha parado, pero se produce sin tanta fanfarria como antaño. Como que no
solucionó los problemas más urgentes y más bien agravó otros. Ahora se dice que
será la inteligencia artificial la que dará un impulso a la globalización. Va a
traer una suerte de nueva revolución industrial, sin duda, aunque soy escéptico
con las bondades absolutas que algunos pregonan.
Todo
ello hace presumir que la globalización no se ha detenido, pero ya no tiene el
encanto de hace treinta años. Ya no es un niño ilusionado, sino un adulto con certezas,
pero también con desencantos, dudas y experiencia.
Y
nosotros, en América Latina, ¿cómo vamos?
Como
siempre, de tumbo en tumbo. De esperanzas a frustraciones y de frustraciones a
esperanzas. Lo que sí ha crecido es el crimen organizado en prácticamente toda
la región, y la corrupción se ha normalizado, añadida como un costo del
mercado. En políticas de desarrollo, salvo excepciones, la mayoría de países entra
en contradicciones cortoplacistas, sin políticas sostenidas a largo plazo, y
creyendo que una nueva constitución será el ábrete sésamo de la prosperidad
para todos. Todavía estamos en la adolescencia.
PD: Regresamos
en Enero.
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