Tuesday, November 27, 2018

EL HOMBRE QUE AMABA A LOS PERROS: TROTSKI O LA HEREJÍA EN POLÍTICA


Quizás la figura de Trotski dice muy poco a las nuevas generaciones; pero, en otros tiempos, más convulsionados, cuando se podía asesinar al rival por el hecho de pensar diferente, como ocurrió en el siglo XX, el nombre de Trotski no pasaba desapercibido. Dentro de las capillas de izquierda era o considerarlo un traidor a la causa proletaria o uno de los fieles exponentes de lo que fue la revolución de Octubre. El hereje causa repulsión entre los fieles, pero a su vez es la figura que cuestiona el orden establecido. Puede marcar distancias y formar su propia religión. Lutero fue el ejemplo emblemático en la Europa del XVI. El hereje es importante porque conlleva una lateralidad, un pensar diferente. Puede ser demonizado, pero abre nuevos caminos.
Debo hacer una confesión de parte: la figura de Trotski fue la que permitió mantuviera un ligero escepticismo frente a las “grandes verdades” del marxismo estalinista que todavía se respiraba en mi juventud. Su pensamiento y quizás el hecho que escribía muy bien -algo que aprecio soberanamente- fue “la vacuna” contra las verdades del socialismo científico que no terminaban de convencerme en mi juventud marxista. Gracias a un compañero de estudios en sociales, militante de un partido trotskista de la época, posibilitó que conociese más de cerca a Trotski y sus ideas. Nunca nos indujo a militar en su partido, pero conocimos algo más del principal hereje de la revolución de Octubre. Tiempo después leí su monumental Historia de la revolución rusa, verdadera obra maestra, y su autobiografía, Mi vida, escritas ambas en el primer destierro, en Turquía. La apacibilidad y paz que tuvo en esos primeros años fuera de la URSS respira en ambos libros. 

Trotski fue el cuestionador del socialismo burocrático. De cómo la URSS se desviaba del camino original trazado por la revolución de Octubre. Y si bien sus escritos posteriores al exilio tienen una abierta crítica a Stalin, casi demonizándolo, no deja de ser menos cierto que se convirtió en el primer cuestionador de los muchos que vendrían después de lo que fue el socialismo soviético. No llegó a ver la implosión de la URSS, lo cual lo habría hecho sonreír, pero quizás también causado una enorme tristeza.

La novela de Leonardo Padura, El hombre que amaba a los perros, resucita la figura de Trotski, lo reemerge del limbo en que quedó sepultado luego del derrumbe del socialismo. Puede parecer ocioso, pero no es tanto, si tomamos en cuenta que Padura es cubano de origen y vivió y padeció el socialismo insular de corte soviético. Es más, Padura le lanza duras críticas al socialismo vivido y padecido través de Iván, alter ego del escritor y personaje-conductor del hilo de la trama. La novela puede leerse como una metáfora del gran engaño que vivieron los hombres comunes, el pueblo llano que no hace la Historia pero la padece.

Probablemente desde las guerras religiosas en la Europa de los siglos XVI-XVII no se había vivido tan grande ideologización como la vivida en el siglo XX luego de instaurado el primer estado socialista en el mundo. El cisma producido fue tan grande que la política y los referentes del pensamiento occidental cambiaron totalmente. Igual que en la Europa luterana, estaba permitido matar “en nombre de Dios”, ahora “en nombre de la revolución”. En ese período convulso, mientras se construye el primer estado socialista, se producen los hechos de la novela, donde víctima y victimario se encontrarán en un momento determinado de la historia.

Trotski saliendo de Alma Atá hacia su exilio y en paralelo el joven Ramón Mercader, combatiente en la guerra civil española, comunista furibundo y “cuadriculado”, siendo reclutado en la sierra de Guadarrama por el servicio secreto soviético para adiestrarlo en el asesinato que acometería años después. La novela es morosa (cerca de 600 páginas), se regodea en muchos detalles, se permite también licencias (“la verdad de las mentiras” como diría MVLL), va acercando poco a poco a víctima y victimario, hasta la consumación del crimen en Coyoacán, en 1940.

Mercader nunca es descrito como un frío asesino, sino como una marioneta usada por el poder encarnado por Stalin, descrito este como el engendro del mal, aunque de un mal nunca visto de cerca, ni remotamente, pero sabemos que nada en la URSS o fuera de ella se hacía sin el consentimiento del Gran Capitán del socialismo. Describe también la tragedia de España, de la guerra civil, donde los republicanos fueron usados para los fines de la política exterior rusa. Cierto o no, la pérdida de la república fue en gran parte por la manipulación de la URSS. Delaciones, asesinatos de dirigentes opositores, abandono de los republicanos cuando la guerra estaba definida. Al final, los españoles fueron los que pagaron la cuenta que vino luego.

La novela tiene un epílogo, donde Mercader en los largos años que pasó en prisión abrió los ojos y se dio cuenta que fue usado. El gran traidor, agente del imperialismo, del nazismo y de todas las potencias capitalistas como describía la propaganda soviética a Trotski, no lo era. Se da cuenta que fue una marioneta del poder, aunque muy tarde, cuando solo le espera la muerte y mientras tanto vivir de incógnito dentro de la URSS (se le recibió como héroe una vez que fue excarcelado, aunque nunca pudo regresar a su querida Cataluña). Mercader era una figura anacrónica en los tiempos de la transición española a la democracia (muere en 1978) y era preferible tenerlo lejos que cerca de los cambios que se dieron luego de muerto Franco.

Voy a cerrar este comentario con otra confesión: me gusta la ucronía, lo que pudo suceder si los hechos fuesen otros y no los acaecidos. Qué hubiese pasado si Trotski ganaba en la lucha por el poder luego de muerto Lenin: ¿el socialismo hubiese sido distinto, más democrático y abierto digamos? Pese a la simpatía hacia el personaje, tengo mis dudas. De haber ganado Trotski la lucha a Stalin me parece que los acontecimientos venidos luego, salvo matices, hubiesen sido bastante similares. No tanto por fatalidad del destino, sino porque las opciones que tenía la URSS en los primeros años eran bastante limitadas. Por otra parte, pensar en un socialismo democrático en una nación acostumbrada a la servidumbre y a obedecer a un zar, no habría sido viable. Más bien la astucia de Stalin fue comprender ello y convertirse en el nuevo zar que llenaba el vacío de los Romanov. A sangre y fuego, con genocidios y gulags, asesinando a sus más cercanos colaboradores luego de usarlos, mantuvo una mano de hierro, ahogando esperanzas y libertades, en lo que fue el primer intento de un estado de los trabajadores en el mundo, y del paraíso en la tierra. El resto es historia conocida.

Saturday, November 03, 2018

EL JOVEN KARL MARX


Por: Eduardo Jiménez J.
        ejimenez2107@gmail.com
       @ejj2107



En el marco del bicentenario del nacimiento de Karl Marx, el director haitiano Raoul Peck, realizó una película acerca de los años de juventud de Marx, comprendiendo desde 1843 cuando conoce a su compañero incondicional en la aventura socialista, Federico Engels, hasta 1848, cuando redacta al alimón El manifiesto comunista, hito significativo en la historia del marxismo.

Aparte de la recreación de época (se deja de lado los retratos tipo “belle epoque” para naturistamente enfocar las condiciones de miseria y explotación en que vivían los obreros en ese entonces), lo interesante en el filme es que ha sabido retratar la personalidad del filósofo alemán: no era el frío intelectual impasible ante lo que sucede en el mundo, sino un hombre apasionado, devoto de la razón como muchos en su época y con la idea apasionada de instaurar el socialismo en el mundo.

Otro hecho importante es el desarrollo de la personalidad de la esposa de Marx, Jenny von Westphalen, quien es vista en toda su amplitud: no fue la típica ama de casa abnegada y pasiva, que renuncia a los beneficios de su condición de aristócrata, sino la compañera intelectual y política de Marx. Por la documentación existente, ella participó activamente en la formación de la Liga Comunista, antecedente de lo que sería la I Internacional.

Igual sucede con la descripción de Mary Burns, la pareja de Engels, de quien no se tiene mucha información. Se presume que Engels la conoció cuando trabajó en la hilandería de su padre, en Manchester. De ideas bastante avanzadas sobre la liberación de la mujer, fue de gran ayuda para que Engels conozca los barrios obreros y sus condiciones de vida. Compartieron ideas y sentimientos.

La película también hace hincapié en las peleas del joven Marx con los otros grupos socialistas. Ese pequeño mundillo compuesto por hegelianos de izquierda, republicanos-liberales, socialistas de distinto tipo y los anarquistas, grupo predominante en la izquierda europea del siglo XIX. Recordemos que el marxismo, a la muerte de Marx, apenas era un pequeño grupo que prácticamente se había distanciado ideológica y políticamente con los demás grupos socialistas (en ese sentido Marx no creía mucho en la unión de grupos disímiles de izquierda, salvo que sea bajo su pensamiento).

Otro punto a favor es que ha sabido mantener cierto distanciamiento del personaje, sin caer en la hagiografía (no es el Marx de “estampita”). El joven Marx es una película infaltable para los cinéfilos y en los 200 años de su nacimiento, ocasión propicia para no perderla de vista.

Saturday, October 20, 2018

LA LLAMADA DEL LIBERALISMO: EN TORNO AL LIBRO DE ENSAYOS LA LLAMADA DE LA TRIBU DE MARIO VARGAS LLOSA


Por: Eduardo Jiménez J.
        ejimenez2107@gmail.com
       @ejj2107

Mario Vargas Llosa, a pesar de ser agnóstico, tiene que creer en una ideología. En su juventud fue el socialismo y en su madurez el liberalismo. Y como tantos otros, recorrió el camino del socialismo al liberalismo; aunque no exento de lucha agónica que se traslució en sus artículos de aquellos años.


La ideología es un conjunto coherente de ideas. Usualmente todas las personas tenemos una ideología en algún campo de la vida. En materia política las predominantes en los últimos 200 años fueron el liberalismo y el socialismo. La primera daba preeminencia a los derechos civiles y políticos de la persona, mientras la segunda colocaba el énfasis en los derechos sociales y económicos. Durante la guerra fría ambas ideologías parecían irreconciliables. O se sacrificaba la libertad en aras de un mejor bienestar material para las grandes mayorías o se ponía énfasis en la libertad para que el ser humano encontrase su camino en el mundo.

Algunos países sacrificaron la libertad justificando mejoras materiales para el pueblo y la democracia era menospreciada por “burguesa”, por favorecer solo a unos cuantos. Muy pocos países, como los nórdicos de Europa, conciliaron ambas en lo que vino a ser el socialismo en libertad, comúnmente conocido como socialdemocracia. En nuestro medio solo un intelectual y político concilió ambas: Víctor Raúl Haya de la Torre, y sintetizó su pensamiento en una frase genial: pan con libertad. Dicho sea, su pensamiento está poco estudiado últimamente a pesar que él junto a José Carlos Mariátegui (mucho más estudiado y conocido) son los dos intelectuales y políticos que marcaron el derrotero del Perú desde hace casi un siglo. Al igual que le sucedió al Amauta, sus herederos más se preocuparon en apropiarse de la herencia política dejada (y el poder obtenido) que en ampliar y profundizar sus ideas. Merece una revisitación serena y crítica el político trujillano.

Regresando a MVLL, nuestro Nóbel siendo todavía estudiante sanmarquino y en plena dictadura del general Odría, tuvo un acercamiento a las ideas socialistas en un grupo clandestino llamado Cahuide (allí conoció a don Isaac Humala y a un intelectual de gran talla y poco reconocido en nuestro medio como Hugo Neira, coetáneo del Nóbel, aunque sin muchos laureles). Su etapa, media azarosa de ese entonces, la cuenta magistralmente en la novela Conversación en la Catedral, quizás su mejor novela. La revolución cubana en 1959 afianza su ideario socialista y a lo largo de los años 60 defenderá la revolución en cuanto foro y periódico le era posible.

Como él mismo cuenta, el caso Padilla (poeta acusado de contrarrevolucionario) en Cuba marca el alejamiento del compromiso con la revolución. Un alejamiento gradual y que lo distancia de sus amigos escritores que continuaban apoyando la revolución “pese a todo”. El célebre golpe al mentón contra Gabriel García Márquez es el sello simbólico de la ruptura con su etapa socialista.

Pero, el ser humano debe creer en algo, y se inicia su acercamiento progresivo a los padres del liberalismo. No fue un cambio drástico, más se trató de un “convencimiento razonado” a través de la lectura de los fathers founders del pensamiento liberal. De allí el libro de ensayos publicado, que es una suerte de tributo a estos, de deuda pendiente saldada con un homenaje inteligente.

A veces creo que Vargas Llosa es mejor ensayista que novelista. Por lo menos La llamada de la tribu me deja esa impresión, muy superior por cierto a sus últimas novelas publicadas. Usando recursos de narrador, “hechiza” al lector que no deja de leer el texto hasta que termine. Y la profundidad con que toca a cada autor refleja a un lector inteligente y atento, con anotaciones a pie de página y comentarios personales.

Como señala el Nóbel, el liberalismo no es una ideología, por lo menos no como lo es el marxismo o el cristianismo, que siendo “sistemas cerrados de pensamiento”, tienen respuestas para todo, sin salirse del marco ideológico; cosa distinta el liberalismo, donde más bien es un conjunto abigarrado y divergente de autores, que una ideología sistemática y excluyente. Más una forma de vida con más preguntas que respuestas encontradas.

Hay que preguntarse también porqué el liberalismo no ha calado en el mundo político peruano como otras ideologías. Recordemos que el último intento serio de un movimiento liberal fue precisamente el Movimiento Libertad de fines de los años ochenta del siglo pasado, con el que el Nóbel postuló a la presidencia de la república en 1990 en alianza con Acción popular y el PPC (que en retrospectiva MVLL lamenta aquella alianza que más restó que sumó).

Quizás no afincó raíces el liberalismo en nuestro medio por la cultura bastante conservadora y tradicional del Perú, poco proclive a cambios verdaderamente liberales, salvo los declarativos de la boca hacia fuera. Basta ver como temas que son moneda corriente en otros países como el matrimonio igualitario o la educación de género, acá están proscritos de un debate serio. Curiosamente, algunas propuestas como las mencionadas no han sido agenda de partidos supuestamente liberales sino de organizaciones de izquierda que han retomado las banderas huérfanas de apoyo por quienes supuestamente deberían sostenerlas.

Aparte de ello, hay ciertas propuestas liberales que son parte del sentido común y que no son exclusividad de un partido político en particular, como sucede con la libertad de opinión y expresión de la persona o la libertad de confesión religiosa (esta última producto de la guerra religiosa vivida en Europa luego del cisma luterano). Nadie duda de ciertas libertades innatas del ser humano o que en materia económica debe existir una disciplina fiscal a fin de evitar mayores gastos que los ingresos que puede obtener un estado para su financiamiento.

Por cierto, hablando de cuestiones económicas, Mario Vargas Llosa da con fuste acerado a todos aquellos que reducen el liberalismo solo a lo económico, aquellos que sostienen que todos los problemas encuentran solución únicamente en el mercado. Aquellos que muchas veces por intereses subalternos ponen el grito en el cielo cuando el Estado quiere regular al mercado en beneficio de las mayorías. Como diría la Biblia, por sus obras los conoceréis.

Vargas Llosa ha transitado, también lentamente, de un liberalismo economicista de sus primeros años de “conversión intelectual” a un liberalismo más ecuménico, más universal. Ya no es el Vargas Llosa que encontraba respuestas a todo, más es el interrogador, el filósofo reflexivo de la vida y la política, al cual nada de lo humano le es ajeno.

Saturday, October 06, 2018

3 DE OCTUBRE, 1968



Por: Eduardo Jiménez J.
        ejimenez2107@gmail.com
       @ejj2107


    Como anota Mirko Lauer, ha pasado desapercibida la conmemoración de los 50 años del golpe de estado de Juan Velasco Alvarado que dio inicio a una de las reformas más importantes que tuvo el Perú en el siglo XX por su trascendencia y dimensión. Problemas puntuales como la corrupción que devora a la sociedad y al estado peruano, la crisis de los partidos políticos o que no es “políticamente correcto” conmemorar un golpe de estado en tiempos donde la democracia se confunde con lo sagrado (casi siempre invocada en términos meramente formales y declarativos), o restringiendo el debate a lo obvio (que fue una dictadura), imposibilitan un debate profundo, serio y desapasionado de los siete años del velasquismo. Algunos incluso lo comparan, por la magnitud de las reformas, a las que tuvo otro militar en el siglo XIX, el mariscal Ramón Castilla, quien no solo dio la libertad a los esclavos, sino ordena y da estabilidad al estado peruano, todavía convulsionado por el caudillismo de las tres primeras décadas de nuestra vida republicana.

Pero, como señala el propio Lauer, si la obra de Castilla tiene consensos, no así Velasco y las reformas que impulsó en ese entonces. O se está a favor o se está en contra, sin términos medios. Se argumenta que fueron catastróficas o necesarias pese a los errores en el camino. Todavía no tenemos un debate desapasionado del tema, quizás porque cincuenta años, históricamente, son pocos para el necesario distanciamiento y la relativa objetividad de un análisis del tema.

Para algunos fue nefasto y atrasó al Perú, desmarcándonos de vecinos como Chile o Colombia, sin obviar que fue un “gobierno de facto”, que cortó el orden constitucional e impidió la formación política-democrática de toda una generación. Para otros, las reformas impidieron que Sendero Luminoso avance en el campo, al tener los campesinos un derecho de propiedad que defender frente a la colectivización planteada por las huestes de Guzmán. Otros, señalan que gran parte del Perú moderno es consecuencia, directa o indirecta, de las reformas velasquistas, más allá del fracaso económico que tuvieron. Sostienen que no se puede entender el surgimiento de la nueva clase media y de los prósperos empresarios venidos de abajo y sin apellidos rimbombantes, sin comprender los cambios sufridos en el país en el docenio militar.

Quizás la verdad histórica se encuentre en un ubicuo punto intermedio entre unos y otros.

Las reformas nacionalistas “flotaban” en el ambiente previo a 1968. Gran parte de estas se encontraban inspiradas en El antimperialismo y el Apra de Víctor Raúl Haya de la Torre. Y las nacionalizaciones de empresas extranjeras eran parte del credo económico de la época. Supuestamente su administración en manos nacionales traería mayor prosperidad a todos los peruanos. Hasta el diario El Comercio estaba a favor de la nacionalización de La Brea y Pariñas, detonante para el golpe de estado del 3 de Octubre.

Otro aspecto que requiere atención es sobre la naturaleza del régimen. ¿Qué fue?, ¿capitalismo de estado?, ¿una modernización del país, todavía inmerso en lazos de servidumbre feudal?, ¿un régimen corporativo como el argentino bajo Perón? Algo de eso existió en el gobierno de Juan Velasco; pero también una “alergia” a todo lo que fuese formaciones partidarias. Recelaba de los partidos y de la clase política (que gran parte la tuvo en contra, desde la derecha hasta la izquierda), y el partido político “heredero de la revolución”, el Partido Socialista Revolucionario, nació años después, cuando Velasco ya había sido depuesto, y no figuraron en la fundación todos los que estuvieron desde la primera hora. Acá no existió un PRI que desde el poder institucionalice las reformas emprendidas. El velasquismo prefirió un ente gubernamental como SINAMOS a fin de empujar desde arriba los cambios.

Tampoco fue un régimen “encaminado al comunismo”, como dice la “leyenda negra” de Velasco. Recelaba de la izquierda marxista, y si bien usó a muchos intelectuales, operadores políticos y periodistas de izquierda (y otros del Apra desencantada de ese entonces), su gobierno prefirió optar por un sesgo marcadamente nacionalista, no alineado a ninguna de las dos grandes potencias de ese entonces. Ni remotamente estábamos en camino de una supresión de clases sociales y colectivización de los medios de producción. Lo cierto es que bajo Velasco, los industriales tuvieron muchos incentivos para crear una industria local de sustitución de importaciones, credo económico vigente en la época e irradiado desde la CEPAL. Ello, ni remotamente era socialismo puro y duro.

Y, otro punto no menos controversial, es el debate que se abre sobre si es posible en democracia efectuar reformas tan profundas que cambien la naturaleza de las cosas. Algunos dicen que sí es posible vía consensos y acuerdos partidarios, otros son más escépticos visto el “canibalismo político” vigente. Lo que nos trae a otro tema que de por si ya es tabú: ¿puede la democracia ser interrumpida frente a la inoperancia de un gobierno elegido legítimamente para resolver problemas sociales, políticos o económicos de la nación?, ¿es posible en aras de un interés mayor interrumpir un gobierno democrático? Como respondamos dirá más de quien responde, que la respuesta misma.

En la segunda mitad del siglo XX las reformas más trascendentales que sufrió el Perú, las de Velasco y las de Fujimori, las dos de signo totalmente opuesto, fueron hechas autoritariamente. Casualmente a ambos se les conoce con el sobrenombre de “el Chino” y con el calificativo de “dictador”. Los dos generan reacciones encontradas, sin términos medios. Como que reformar hace “pisar callos” y ello trae enemigos, pequeños y grandes. Si Velasco estuviese vivo quizás su sino político y final hubiese sido muy similar al de Fujimori en la actualidad, pero murió a tiempo (dos años luego de ser depuesto) para convertirse en leyenda.

Un hecho cierto es que ninguna reforma trascendental ha prosperado en democracia. Los dos experimentos de reformas en democracia del último medio siglo fracasaron rotundamente. El primer gobierno reformista de Belaunde naufragó entre una oposición hostil y las limitaciones del propio belaundismo; y el primer gobierno de Alan García cayó derrotado por la corrupción, el desgobierno y la hiperinflación. Y, curiosamente, los segundos gobiernos de ambos presidentes fueron marcadamente conservadores, una suerte de “curarse en salud” de todo experimento social.

Los últimos meses de su gobierno, Velasco comenzó un viraje hacia la derecha y a perseguir a los antiguos colaboradores izquierdistas, pasando varios de ellos a la clandestinidad o encaminándose al exilio. Su defenestración tuvo un aire de primavera democrática que duró muy poco. El gobierno corporativo de las Fuerzas Armadas, preocupado por el viraje que tomaban las reformas, optó por un cambio institucional, bajo el mando de Francisco Morales Bermúdez, prueba de que el manejo del gobierno no era enteramente caudillista, sino que tenía un soporte institucional en los altos mandos de las Fuerzas Armadas.

No obstante que el proyecto reformista quedó trunco o quizás gracias a ello, surgieron luego “herederos de Velasco”, tanto desde el nacionalismo castrense como fue el caso de Ollanta Humala y su hermano Antauro, como desde la izquierda marxista, que sin banderas propias luego de la implosión del socialismo realmente existente, adoptaron las banderas nacionalistas de quien tanto denostaron en otra época. Prueba indirecta que, para bien o para mal, Velasco vive.

La ocasión era propicia para un debate en serio del velasquismo. Es necesario “exorcizar” ese pasado, cancelar una etapa para seguir adelante. Muchos actores o están muertos o ya retirados, otros, reconocidos intelectuales que participaron directamente en las reformas, como Hugo Neira o Mirko Lauer, nos deben su balance y testimonio personal de aquellos años. Esperar al centenario es bastante lejano; pero quizás la medida necesaria para el distanciamiento que requerimos, como sucedió en el XIX con Castilla. De repente, cuando se cumplan los cien años, para un Perú totalmente distinto al actual, lo que sucedió un siglo atrás le sea ya totalmente indiferente.